martes, 28 de junio de 2011

Música de gaitas

Vino un señor con pinta de norteamericano. Era alto, flaco, traía una filipina por camisa y un birrete de cocinero. Dijo que le urgía hablar con usted, hasta preguntó si alguien sabía dónde vive. La señora quedó sin aliento. Una sensación de finas navajas tasajeándole la espalda recorrió su cuerpo,  mientras el dueño de la tienda pesaba la fruta. Un sonido agudo que le hacía el mismo efecto que el tam-tam de los danzantes, se abrió paso en su mente. La transportó a ese domingo cuando deambulaba por la colonia Condesa y escuchó una música que la llevó a la explanada del mercado. Era un concierto de gaiteros escoceses.
            ¡Qué agasajo para una mujer! La señora disfrutó de las faldas plisadas hasta la rodilla, de las piernas torneadas con calcetas impecables, boinas, insignias. Ellos también se acompañaban de un tambor para las percusiones. Mientras tocaban, iban marcando el paso con solemnidad y hacían, de ese modo, un baile muy peculiar. Todo era encantador hasta que reparó en que esa función era patrocinada por unos fabricantes de whisky. Se fue. Para ella, lo empresarial resultaba desagradable. La noche de ese día conversó por primera vez con el hombre que ahora la buscaba.
            En el puesto de tacos donde cenábamos antes de pasar a dejarla en su casa, le fue presentado como un agente secreto de la Interpol que estaba involucrado en una misión tan delicada que no podía decírsele a cualquiera.  Mal camuflaje para un policía de altos vuelos. Estar ahí, de chalán de unos que venden tacos en la calle. Es lo que pensaría cualquiera, lo que seguramente pensó la señora, pero les siguió la corriente a todos esos hombres que atendían el changarro.
            El agente secreto cumplía la misión de limpiar y apilar los platos. De ese modo, el cocinero tenía a la mano en qué despachar. También se encargaba de servir los refrescos. Así conoció a la señora, así fue como se hizo más intenso el azul de sus ojos. Para el cobrador y el pastorero, no pasó inadvertido ese momento. Se dieron a la tarea de ayudar y ponderaban que viene de Escocia, habla nueve idiomas, es viudo y tiene dinero. El gringo, entonces, más seguro de sí mismo, sabiéndose debidamente exhibido, posaba. Un mercado de esclavos no habría tenido mejor gente que lo reprodujera.
            Los días transcurrieron y la señora probó de las salsas que guisaba el gringo, quien, a pesar de venir de Extranjia tenía una sazón especial para las garnachas. Sabía un buen de cocina. Se me hace que era su verdadero oficio. ¡Qué policía ni qué nada! Le dio nueva fama al sitio, a pesar de que ya estaba acreditado. Hizo un aderezo especial para niños, por lo que aumentó la clientela familiar. Cada noche, el Jovion  -así se escribía el nombre del escocés- platicaba de las comidas exóticas que había probado en la India, en Tailandia y decía que los platillos mexicanos los sabía elaborar porque su esposa le enseñó.
            Jovion nos explicó que su nombre se pronunciaba como “lluvia” o “yovian”. Así las cosas, preferimos llamarlo “El tormenta”.
            La señora dejó de ir a cenar a raíz de que “El tormenta” le dio un beso, pero después me la encontré en el puesto de la vendedora de pijamas y le estaba diciendo que, en una de esas pláticas el gringo soltó la carcajada y alcancé a ver que tenía los dientes hechos raigones. El besito fue, entonces, lo que la acabó de espantar.
            Del puesto lo corrieron, porque todo el tiempo estaba tomando de una anforita y la gente empezó a darse cuenta de que estaba borracho. “El tormenta” no le dio importancia, pues, empecinado en olvidar la muerte de su esposa y sus hijos, nada más lamentó que la gente no lo comprendiera.
            Cuando atravesaban, él y su familia, una avenida en la ciudad de Nueva York, les dieron de balazos y su gente murió acribillada. Jovion se salvó de milagro, pero tuvo que huir de los Estados Unidos. Fueron pistoleros de una mafia en la que estuvo infiltrado como espía. Esa misma historia nos la contó de otra manera: que los sicarios dieron con su casa y rafaguearon a todo mundo. Como los creyeron muertos, se fueron; pero, cuando “El tormenta” regresó, la esposa le dijo es mejor que huyas, y nunca los volvió a ver. Decía que le gustaba platicar conmigo porque le recordaba a su hijo, que tenemos la misma edad, pero hay quienes se jactan de que les confesó que fue él quien cometió los asesinatos. No dijeron si había explicado por qué; pero, lo que resulta claro, es que a nadie le dijo la verdad.
            Era violento, a pesar de su aspecto dulce y bonachón. Traía una mochila y ahí cargaba su pistola. Decía que se la dieron en la Scotland Yard, que para ellos trabajó, que ahí le encargaron la comisión de ir a espiar a esa mafia en la que lo cacharon y lo iban a matar. A veces lucía una chamarra negra, entonces se le veía un tahalí como el que usan algunos judiciales.
            Aquí en el barrio, nos enseñamos a malpensados. Para mí, que el que asaltaba era él, pero ya bien jarra no medía, no seleccionaba adecuadamente a sus víctimas y, con todo y pistola, le daban lo suyo. Tuvo suerte de que los asaltados se hayan conformado con partirle su madre. En este lado no nos andamos con cosas: la justicia se hace a trancazos, como debe ser. En la procu nada más es puro rollo, venganza reglamentada, por eso nos hacen los mandados. Tan es así que del lado de los tacos, de ahí donde trabajaba, le aventaron a los cuicos de migración que lo anduvieron buscando. ¡Dizque no dieron con él!
            Era un costal de moretones y golpes contusos. Quién sabe cómo le hizo para recorrer tantos lugares en busca de la señora, si apenas podía caminar. Días después, uno de los del changarro prendió el radio mientras cenábamos y se oyó una música rara. Bueno, para ellos era rara. La señora y yo supimos que era música de gaitas. Alguien del turno anterior quiso ver si era cierto que ese radio agarraba estaciones de todo el mundo y estuvimos oyendo esa frecuencia de Inglaterra un buen rato. La señora se despidió, pero se detuvo bruscamente. “El tormenta”, sentado en la jardinera que estaba junto al puesto, la tomó del brazo.
            ¡Mi amiga! ¡Mi mejor amiga! Y los ojos azules amarillentos se iluminaron y los labios, igualmente amarillos, se abrieron en una sonrisa desgarrada. Estaba más flaco que de costumbre. Quería parecer invulnerable. La verdad era que ya no podía con su alma, por más que dijera ¡Oh! ¡No es nada! Me asaltaron, pero yo me defendí. Mandé a ellos a hospital, you know. Ahora tengo dos costillas rotas, right, pero con este faja voy a estar bien. Y enseñó el codo derecho. ¡No morado, sino púrpura tirando a negro! A mí también se me enchinó la espalda. La voz de la señora se escuchaba serena cuando le dijo que esos golpes son de consecuencias graves. Los pasos en la azotea, quién sabe dónde quedaron, porque le dijo de cosas, feo. Hasta vergüenza me dio.
            Mire nada más, Jovion, usted, cuando no está preso, lo andan buscando. Si no son los otros briagos que le echan pleito, son los policías que se lo llevan al Torito y si no, los borrachazos que usted mismo se da. ¡Ya párele! ¿Por qué se deja al garete? ¡Qué se quiere morir! El escocés le lanzó unos ojos cuajados de tristeza y una sonrisa burlona. La señora se quedó tan helada como yo.
            “El tormenta”, seguro de los puntos que estaba ganando, se quejó de un dolor de cabeza. Con exhibir la angustia por sentir algo inflamado, logró conmover a la señora; pero, en cuanto ella se ofreció a conseguirle una aspirina, volvió a las andadas, quiso hacerla menos por no traer las pastillas en su bolsa. Con su sonsonete de ohhh…, no… no… yo traiga aquí… en mi bolsa… yo voy, me dio coraje. Creo que la señora también se enojó, aunque se controlaba más que yo. Le ganó la compasión, le tomó una mano, lo miró a los ojos y le volvió a preguntar si de verdad se estaba atendiendo esos golpes.
            ¡Pinche Jovion! ¡Ni porque estaba boqueando dejaba de darse su paquete! Según él, tenía que ir con médico a las cinco de la mañana. Estoy esperando aquí las cinco para ir a hospital, ¿right? La señora se alejó. “El tormenta” le siguió los pasos con la mirada y se quedó mucho rato dirigido al punto en que se le dejó de ver. Había quedado atrás el hombre ofendido que me enseñaba un libro azul, ¡shet! Porquería de regalo, no soy enfermo, nadie mi entiende, ¡no tengo ninguna problema! Pero tampoco estaba decidido a tirar el pequeño manual. Después de todo, resultaba interesante en algunas cosas y un obsequio de ella no lo podía despreciar. A los dos días, la señora se acercó al puesto y, después de saludarnos, preguntó si sabíamos algo de “El tormenta”.
            Murió ayer en la madrugada. Quedó tirado en la escalinata de la farmacia del Hospital General. Quería comprar un analgésico. Estuvo mucho rato pidiéndoles a los que despachaban, pero nadie le hizo caso. Es que también luego se iba sin pagar. Del Oxxo le dieron un cafecito y se lo estaba tomando con calma; pero dejó bombos a los de la farmacia de tanta súplica y uno de los chavos, que a veces le regalaba de las muestras de los laboratorios, salió por fin a darle unas gelatinas para que se callara la boca; pero, en ese momento, el Jovion se fue para el suelo, vomitó sangre y ya no despertó. Llamaron a la ambulancia pero no se lo quisieron llevar, porque estaba muerto. Cargó con él la Cruz Verde.
            Un llanto congelado se estancó en los ojos de la señora. Los recuerdos, cual soldados desfilones, traían al “Tormenta” cuando le servía los tacos que había pedido, con un tenedor de plástico en su plato, cortesía del gringo. Siempre quería guisarle a la señora. El día que la besó hasta se peleó con el Óscar. Y se salió con la suya, mojó una tortilla en la salsa para niños y se la dio en la boca. ¡Por Dios! ¡Ella comiendo de su mano! ¡Nadie daba crédito!
            La señora siguió su camino. Se detuvo con dos o tres personas. Conversaba con ellas y cada una le confirmaba que el escocés había pasado a mejor vida, pero llegó con la vendedora de pijamas y alimentó la idea de que tal vez le hicieron una broma pesada. ¡Ay, no, güerita! Ese que quedó tirado en la farmacia no era “El tormenta”. No, era otro señor. ¡El escocés ahí anda! ¡Pues si yo vi todo el relajo! Me quedo a cuidar la mercancía. Al gringo lo conozco porque trabajó conmigo dos años. Después se fue porque se enredó con una estúpida y luego regresó ya solo. Sí, pero el que se murió aquí era otro señor, no era él. Yo estaba cuando llegaron los de la ambulancia.
            Localizaría al hombre y haría gestiones por él. No era doctora, pero se dio cuenta de que el gringo desfallecía de cansancio, de hambre, de tristeza. La última vez que hablaron ya mero lo abrazaba. Qué bueno que no lo hizo. Él no quería nada de nadie, a veces era muy grosero y la hubiera mandado a freír espárragos.
            La pequeña oficina en la Nueva Atzacoalco también era un lugar triste. El día llegó a su término y la señora se encaminó hacia la parada del camión. Allí la recogía en mi taxi; la última dejada. Cuando nos saludábamos, se escuchó una gaita. ¡Inconcebible en ese lado de la ciudad! A la señora se le ocurrió que los fabricantes de whisky, los que llevaron gaiteros a la Condesa, tal vez estaban ahí haciendo promoción.
            No quisimos ver dónde estaba el ejecutante de aquella melodía. Si era verdad lo que la vendedora de pijamas había dicho, tendríamos oportunidad de ver al gaitero sin buscarlo. Y sí lo vimos: un muchacho que nada tenía de gallego ni de escocés, que platicaba con sus amigos en el camellón y tocaba una gaita española.
            Ella sintió que le dieron un trallazo. El hombre que nació en Glasgow, que probó las delicias exóticas de la India y de Tailandia, que era ninja y policía, que hablaba nueve idiomas, que lloraba por su esposa y sus hijos, que la miraba con deseo y se atrevió a besarla después de pedirle una cita para dejarla plantada, no volvería a recibir la luz del sol.







miércoles, 15 de junio de 2011

Cacharros ruidosos

Los lavaderos es el sitio más concurrido de la azotea en donde vivo. Allí se lava la ropa, pero también los platos. A veces sirve de muro de las lamentaciones, pero esa vez, Estela y yo recordábamos anécdotas del edificio y nos burlábamos de algunas tonterías que sucedieron. Mientras, Brendita, su retoño, ayudaba a Doña Adelina a fregar una pila de trastos, y se enfrascó en un comal. Tallaba, tallaba, y de repente exclamó: “¡Ay, ahora sí ya se puede ver lo que dice!” “¿Qué dice qué?”, preguntó Estela, pero la niña comenzó a leer:

-Gra cias a mi ma dre por su ca ri ñoy a po yoen el lo gro de mis me tas Lour des Bar ra gán se cre ta riae je cu ti va bi lin gûe.

            Estela se carcajeó: “¡Pinche Adelina manchada! ¡Agarró de comal el reconocimiento de su hija!”. Adelina sonrió y nada más contestó: “Pus ahí sirve”.

            Reflexioné acerca de esta forma de ser tan burda, pero Doña Adelina es una mujer que sí cumplió el compromiso de ayudar a Lourdes a salir adelante. Es trabajadora doméstica y le dio a su hija una carrera, logró la meta que muchos dicen trazarse. Su descendencia tiene algo mejor de lo que a ella le tocó.

            Tuve oportunidad de hacer esto mismo, y no pude. Teniendo más estudios y mejor nivel social, ¡no pude! Sencillamente, me eché para atrás ante el esfuerzo que implicaba sacrificar mi vida por una mocosa, que a fin de cuentas, nada me iba a agradecer. Pero estaba en un error. Minerva sí me quería. Yo la orillé a que dejara de hacerlo. Me fastidiaba ir a los eventos de su escuela, y el l0 de mayo, ¡insufrible!

            Un día, no hubo más remedio que ir, pero fui a recogerla, no estuve en la fiesta. Corrió a mi encuentro agitando una muñequita de papel, era mi regalo. No lo recibí. Le dije “ahí guárdalo”, pero ella insistió en  dármelo cuando íbamos a la parada del camión. Al subir, dejé caer el presente diz que por pagar los pasajes. Mine me vio, le sostuve la mirada con una expresión torva: tenía a flor de labio el “no te quiero”.

            Pasó el tiempo, Minerva me hizo algunos regalos más, el último  fue en l990. Un plato que tiene dibujada una casa que le tira a fortaleza, porque está bien plantada en el suelo y tiene un alcázar en lugar de chimenea. Hay pasto verde y tiene forma como de islote o la cima de alguna montaña. Sugiere movimiento de olas. Hay un árbol, hojas, aunque no frutos. La inclinación de las ramas indica viento, es de noche, hay luna, estrellas y un pájaro en pleno vuelo. A través de las ventanas de la casa, hay luz; desde luego, artificial, aunque por momentos tengo la sensación de que en la casa es de día y afuera  de noche. El pájaro va en sentido contrario al que llevan las ramas del árbol. Difícilmente podría ser un comal, Lo conservo intacto.

            Hace como siete años, una de las veces que escombré estuve a punto de tirarlo con todos los trebejos que se fueron y todavía no entiendo qué me lo impidió, que detiene, aun ahora, el impulso de romperlo.

            Creo que a Lourdes no le molesta que su madre use de comal una placa que es para colgarse en la pared. Sabe que cuenta con ella. Adelina tiene a su hija en dos sitios importantes: su corazón y la estufa.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Los tres guijarros


Nada sale como uno lo planea, era el enunciado favorito de mamá. No sé después de cuántas veces que se lo oí decir empecé a pensar que no tenía caso plantearse metas.


Según yo, no quería vivir una vida rígida y cuando cumplí diez años ya tenía más que grabado que tener propósitos era ponerse estorbos.


La verdadera marca de ese dicho la siento hasta hoy, después de un poco más de mil sesiones de terapia. Cuando era niña, (9 años) tenía un álbum de historia de México. Las estampas que me quedaban repetidas las guardaba y llegaron a ser como una baraja. Jugaba con ellas a que ponía dos al derecho y una al revés. Después de mucho tiempo de jugarlas las conocía tan bien que podía profetizar en dónde iba a quedar cuál y, sobre todo, descubrí que podía decidir cuál estampa quería que saliera y cuál no.


Eso contradecía la máxima familiar. Deseché las estampas ese mismo día. Olímpicamente las tiré a la basura después de que habían sido por más de un año mi juego favorito. Ya había aceptado que en la vida, para que las cosas me salieran, tenía que hacerlas a troche y moche, sin planearlas, y si las planeaba era con la condición de que no me salieran. 


Lo bueno y lo malo a la cara sale, era otro de sus principios. Entre más lo recuerdo más clara veo la cara de fuchi con la que siempre me miraba. Con el pelo chino y corto, más parecía un capataz que una madre. Cuando trabajaba en su consultorio, la bata y los zapatos blancos con antiderrapante le daban un cierto aire de monja o mujer policía. Nunca entendí qué le vieron sus pacientes. Creo que confiaban en ella precisamente porque no vivían con nosotros, no conocían, como ella también decía, el otro yo del doctor Merengue. 


En esa época tuve la manía de buscarme a cada rato en el espejo. A veces, me costaba trabajo reconocerme porque no veía siempre las mismas facciones. No sabía en realidad cómo era físicamente; las tías me decían que bonita, pero mi rostro no me gustaba, más bien me parecía feo, sentía que esa no era yo, y las pocas veces que me acepté, lo hice con miedo de que no durara la belleza más que un ratito. Me devastaba saber que después volvería a contemplar por semanas y semanas, el rictus amargo de siempre. Hasta la edad adulta tuve la capacidad de reconocer que ambas caras eran la mía.


Paliza de órdago, eran otras palabras que muy seguido le escuchaba. A medida que crecí las fue diciendo cada vez menos. La última vez que la vi ni siquiera las mencionó, como si nunca las hubiera conocido y mucho menos pronunciado, pero yo, nada más con su presencia, sentía unos retortijones de órdago. 
Era raro que nos quisiera explicar, a mis hermanos o a mí, qué quería decir alguna palabra de las que usaba. Siempre nos decía que nos fijáramos con qué tono la decía, con qué otras palabras, y así podríamos deducir el significado. Las cosas de órdago no siempre eran palizas, pero ninguna era bonita.


Y cómo iban a ser, si la palabra tiene que ver con Ordalía, que en la Edad Media era como se llamaba una forma de ejecutar a los sentenciados por la Inquisición. El método consistía en someter al acusado a una serie de torturas de las que debía salir ileso para confirmar su inocencia. De acuerdo con los tribunales de entonces, si eso sucedía era porque Dios estaba indicando que el inculpado no merecía ese trato y debía ser exonerado. 


Hace unos dos años, llegó a mis manos un Diccionario de Expresiones Malsonantes del Español y encontré la palabra órdago. Me dolió ver en un diccionario de groserías una palabra que tanto me impresionaba por venir de quien venía y prometer lo que nos cumplía. La certeza de que es una expresión que se usa en los arrabales de España francamente hirió mi vanidad, pero también hiere mis sentimientos asistir al hecho de que mamá nos dio una infancia de órdago a mis hermanos y a mí por la simple razón de que desciende, como hija de criolla, de la gentuza de allá.


Al escribir este texto, me he dado cuenta de que está saliendo mi madre, el ser que me dio la vida y al que le guardo más resentimiento. Antes de cumplir 30 años, llegué a la conclusión de que nada más hay dos tipos de mujer que no le guarda rencor a su madre: la mentirosa y la huerfanita. Yo no soy de esas.




Quizá sería pertinente poner aquí de dónde me viene la inclinación a escribir, y sale a relucir mi padre. Él me inculcó el gusto por la lectura y aunque se lo agradezco, no dejo de ver que lo hizo por conveniencia. Si yo me enfrascaba en un libro de cuentos, ya no hacía preguntas incómodas. Aunque para ser sincera, en casa, preguntar la hora bastaba para incurrir en una indiscreción mayúscula.


Mamá nunca dejó que tratáramos a los familiares de papá, y por esa razón es hasta ahora que rebaso el medio siglo, me he enterado de que, por el lado paterno, desciendo de una serie de escritores que se remonta a la época de la Primera Guerra Mundial. A quien conocí de ellos es a un primo hermano de mi padre, que es sacerdote jesuita y se llama Carlos González Salas, cronista de la ciudad de Tampico. Mi papá era de allá.


Con mi padre también estoy resentida. Entre otras cosas, porque por un lado, me decía que era inteligente, que podía tener, dicho con sus palabras, “una cultura humanística padre”, pero por otro lado, me golpeaba cuando no daba una en matemáticas. A veces hasta creo que le hubiera frustrado que alguna vez sacara una calificación decente en esa materia, porque entonces, no habría motivo o más bien pretexto para los golpes.


Otra cosa que no pude entender sino hasta hoy, fue que no nos rescatara, ni a mis hermanos ni a mí, de las garras de mamá. Y lo escribo así, porque así lo vivimos. Un médico psiquiatra le dijo que su esposa tenía esquizofrenia y que lo más conveniente era que se divorciara, le quitara la patria potestad sobre nosotros y que la dejara, que nos llevara consigo a otro lado a iniciar una nueva vida y no lo hizo. Argumentó que “no podía hacerle esa jijez a una pobre mujer que estaba hospitalizada”, y con ello nos condenó, a mis hermanos y a mí, a una vida de sinrazón que no teníamos por qué padecer.


Con los años entendí que el verdadero motivo que tuvo para ello fue que, afectivamente, no éramos sus hijos, sino “el pinche ganado de la buscona esa”, que se le había entregado antes del matrimonio para poder titularse de cirujana dentista, cosa que la abuela y las tías no le podían o no le quisieron ayudar a costear. Él fue el amante patrocinador de la segunda mitad de su carrera y fue motivo más que suficiente para que los parientes políticos, es decir los abuelos paternos y por ende los demás, no nos aceptaran.


Mamá fue díscola. Ante nosotros se presentaba con un aire de superioridad, de rigor moral a toda prueba, de ejemplo de mujer liberada y feminista, que tenía una profesión y que al mismo tiempo se desempeñaba como esposa, madre y ama de casa, ¡la gran admirable! ¡Chiflaba, bailaba y cantaba al mismo tiempo! 


Hoy puedo contemplar que esos aires de grandeza nada más transmitían un mensaje: “A ustedes no les importa lo que yo haya tenido que hacer para ganarme mi título, pero sí van a pagar los platos rotos de todas las broncas que tuve por eso y que no supe resolver.” Para ella tampoco fuimos sus hijos, sino más bien la secuela de una chamba desagradable que tuvo que hacer para subir, de ser la simple hija de una fritanguera, a ser toda una profesional, ¡en un trabajo que allá, en la España antigua, ejecutaba cualquier pinchurriento barbero! ¡La cenicienta grotesca!


Verla así, como princesa de pacotilla, o como mala persona, me ayuda a sobrevivir, pero también me ha impedido recordar que de niña ganó un concurso literario. El libro que obtuvo de premio lo conservaba como uno de sus bienes más queridos.



lunes, 16 de mayo de 2011

Ayer y hoy

La vecindad es el sucedáneo de la cárcel, por eso da tanta vergüenza vivir ahí. La gente niega el pasado tortuoso y barriotero del mismo modo que nuestros abuelos ocultaban su origen de campo y pueblerino.

            En mi niñez, la pobreza era algo que pertenecía a la azotea, allí  vivían las sirvientas. Un día, Ma. Alura y yo nos acordamos de algunas que ya se habían ido, entonces, mamá entró furiosa a nuestra recámara:

-¡Aquí no se vuelve a hablar de las criadas! ¡No son de la familia! ¡Gata que se largó, es gata muerta! ¿Lo oyeron?

            Ma. Alura dijo en seguida “sí, mamá”, yo me quedé mirando  la escena y mamá me gritó: “¿Lo  oíste tú también?” “Sí”, dije para mis afueras, pero para mis adentros, decidí que si ella las quería olvidar era su bronca. Después de todo, a través de ellas pude entender qué es la pertenencia al género femenino.

            Recuerdo a Rosa. Tenía el pelo largo, hasta la cintura y se hacía una trenza y un copete. Era vivaz y bromista. Sabía algunos trucos de ilusionismo; hoy se que era magia, porque he estado en contacto con magos, pero a los siete años fue un prodigio ver a Rosa quitarse la lengua y volvérsela a poner.

            A mamá le complacía que Rosa pudiera controlarnos. Para ella, nada más era “la única gata que había podido con estas chamacas”, y la premió regalándole un sweater; dos meses después se lo arrebató mientras le daba dos cachetadas y la corría por ladrona.

            Pasaron algunos meses. La expresión asustada de su cara mientras decía “Por Dios Santito, señora, que yo no fui”, mientras besaba la señal de la cruz, había desaparecido de mi mente. Un domingo, a fuerza de mucho insistir, logramos que papá y mamá nos llevaran al cine. Al regresar, Alejandro se adelantó pero al intentar abrir, la puerta cedió. Mi hermano dijo, asustado, “¡Robaron!” Mamá y papá entraron precipitadamente. Ma. Alura y yo lo hicimos después. Había desorden y faltaba la televisión junto con toda la ropa de mamá.

            Lo que tiene esto que ver con el hecho de que hoy viva en vecindad, es que descubro que tengo una lealtad invisible a las criadas; puede ser que hasta envidia. Las sirvientas eran pobres, pero tenían libertad, podían irse de la casa para siempre sin esperar a crecer, y lo mejor de todo, podían cobrarle a mamá sus ofensas.

            No se cómo sea la vida de hoy para todas esas mujeres; puede ser que Rosa logró vivir en una casa propia o que realmente haya conocido la cárcel, como aseguró papá cuando dijo que “Ora sí ya agarraron a esos cabrones”, lo único que tengo claro es lo que aprendí: para ser pobre, es necesario tener mentalidad de preso.

miércoles, 4 de mayo de 2011

De cómo chiflé a mi máuser con todo y detonaciones

Lo que me sucedió fue un verdadero milagro. El primer paso, admitir que soy querendona chingativa de mi madre. Esta es una enfermedad mejor conocida como mamitis, más identificable en hombres pero las mujeres la padecemos bien que mal disimulada.
         El síntoma principal aparece en la niñez; empieza una a identificarse con figuras tan cordiales como el Coyote y el Correcaminos, Pierre No Doy Una y su perro Patán o Piolín y Silvestre. En la pubertad, solía demostrarle mi cariño rauda y veloz, especialmente al sentirme perseguida.
         Cuando crecí y se me quitaron los miedos, asumí un comportamiento coyotesco: buscaba con afán la forma de ir a regalarle afecto y cuando al fin me hacían el favor de mandarme a saludarla, ya se me había ido el tren. Esto me producía accesos de rabia muy fuertes y me mostraba querendona hasta con la madre ajena. En ese tiempo usé una camiseta que decía: PARA CASOS DE MENTADA, AGARRO MAMÁ PRESTADA.
A pesar de todos los problemas, logré independizarme. Lo sentí cuando la gente empezó a compararme con un burro de noria: todos los días le hablaba por teléfono o de plano iba, aunque no fuera oportuno. Ella también se dio sus escapadas para ver cómo estaba la suya.    Mi vida se había vuelto ingobernable y busqué la ayuda de la meditación. Logré un cambio radical: vivo al estilo Pantera Rosa. Cada vez que demuestro mi cariño, el tizne me cae encima, pero estoy orgullosa de lo negro de mi conciencia. El hecho de que haya desarrollado esta compulsión, en parte se debe a que ella recibía agradecida las muestras de cariño. Estaba convencida de que soy una almita de Dios.
         Nunca voy a olvidar el día que me dijo: “¡Desgraciada, cabrona, huevona, maldita, hija de la chingada!”. Ya ni le quise avisar que se estaba metiendo autogol, pero sí me dieron ganas de llorar: es que no tenía palabras para agradecer a la Divina Providencia. Mi mami había encontrado en las escaleras el patín que se me perdió. Por la cantidad de palabrotas que dijo, deduje que rebotó cinco veces: de panza, de nalgas, de manos, de cabeza y de buche. También de eso era el taco que se daba. Cuando fui a ver por qué estaba gritando, me la encontré tirada a la muy mentirosa, ¡si presumía de que nadie se la había tirado en los últimos diez años!
         Una pierna se le hacía como colgandejo y fue necesario que el doctor la enyesara allí mismo. Fuimos a comprar sus muletas y me fijé que iba dejando pintada la pata. Se me ocurrió que podía pedir chamba los domingos allá en la Plaza México, para marcar los círculos blancos en la arena antes de la fiesta brava, pero ya mejor ni le dije; luego me mandaba al diablo y no era cosa de exponerse. Hay que tener dignidad, ella me lo enseñó. Cada vez que le revisaban el yeso, tenía que acompañarla y francamente no entiendo por qué, si nada más levantaba la pata y todos los árboles se echaban a correr. Los taxistas, luego, luego: en lugar de que ella les preguntara cuánto cobran la dejada, ellos eran los que querían saber. Lo que más coraje daba, es que ella se ofendiera en lugar de agarrarlos a patadas.
Durante las vacaciones, me encomendaba un quehacer de lo más interesante: todas las mañanas me decía que picara una cebolla “para que deveras tengas por qué llorar”. Yo la picaba con alfileres, como si fuera su cabezota y me ponía a buscar todas las canas verdes que decía que le sacaba con mi mala conducta.
         Mientras pensaba en cómo los piojos deambularían por su cabellera, me preguntaba cómo le hacía para lograr ese atractivo tan estrictamente apegado a los cánones de las revistas femeninas: inicualable, escaldufianamente bella, fodongamente maternal, perrunamente casta, gatunamente fiel.
         Siempre terminaba mi ritual pensando que el próximo diez de mayo le regalaría una caja con moñitos multicolores para que se los pusiera el día que llegara mi papá, porque él andaba comprando cigarros en Toluca.  Después me comía la cebolla y el que lloraba era mi novio. A veces creo que lo perdí por exceso de madre, aunque también pudo haber sido por aliento de dragón. De cualquier manera, no me escapé de hacer lo que terminan haciendo todas las mujeres: contemplar la vida desde lo alto del guayabo. Es todo tan duro allí. A veces creo que la que se debería haber ido de compras a Toluca, era mi mami.
Es una lástima que ya esté muerta. Nadie como ella para insultarme. En sus últimos días, le dio por querer reafirmarse los senos, borrar las estrías, quitarse arrugas, pintarse las canas y me pidió que le diera masaje.
         Para abreviar las sesiones, hice una pasta integral con tinte, pomada de azufre, crema de limón y blanco de España; porque no había concha nácar. Añadí Easy Off para la mente cochambrosa, Pato Pudrific y Maestro Limpio para dejarla rechinando, con cutis de porcelana y un aroma fabuloso. A veces, ella misma me pedía el Cloralex. En una semana bajó cinco tallas, se puso feliz y decidí aprovechar esa oportunidad de lucirla. Viéndolo bien, la vieja tenía su lado bonito; cuando me daba la espalda.
         La llevé a Chapultepec. En ese momento concebí un plan maestro,  fuimos al serpentario, y resultó. La dejé ahí.         Así supe lo que es el éxtasis en todo su esplendor. Iba por Paseo de la Reforma caminando sobre nubes, como si me hubiera sacado la lotería. Fui la mujer más dichosa de este planeta hasta que llegué a la entrada del metro. Ahí me estaban esperando los de la menajería del zoológico. Llevaban consigo a mi mami. Que mejor me la devolvían porque era un peligro para las cobras.
         En casa siguió su rutina de belleza y redujo tallas hasta el punto en que me preocupé ante la perspectiva de no tener madre. Le recomendé que suspendiera por un tiempo sus tratamientos. Desoyó y desolló todas mis súplicas. Las tenía colgadas como trofeos junto al espejo de su recámara y se fue haciendo chiquita, chiquita, hasta que finalmente desapareció. Ahora menos voy a saber cuál es la diferencia entre fingir demencia y tener un orgasmo. Ahora que ya no está, solamente me ha quedado una cara qué pintar, una edad qué lamentar, una panza qué esconder y unas nalgas qué prestar.


domingo, 24 de abril de 2011

También me llamo María

Escribo en las mañanas porque es cuando estoy despejada y puedo entregarme con calma y todas mis energías. A veces sucede que mi tarea se prolonga hasta la noche o incluso deshoras de la madrugada, pero solamente si el duende está alborotando o la víscera coopera para que me mantenga despierta.
Supe que mis padres me pusieron Adriana por el médico que atendió a mi madre cuando estaba esperándome. Se llamaba Adrián. Soy sietemesina y según me contaron, mamá estuvo muchas veces a punto de que no se lograra el embarazo; casi todo ese período se la pasó en cama. Hoy deduzco que esa historia me la contaba para que yo creyera que le debía muchísimo, pero en realidad, no le debo más de lo que otros hijos le deben a sus madres: la vida. Y eso ahí nada más cuando fui bebé. Y porque ella quiso. En realidad nadie pide venir. Ni ella misma lo pidió, que yo sepa.
En casa imperaron los nombres que empiezan con A. Mi hermano se llamaba Alejandro y mi hermana Alura. Aquí hay otra peculiaridad de mi gente: a las dos nos antepusieron el María, pero nada más enseñaron a mi hermana a usarlo. A mí, aunque en mi acta de nacimiento viene María Adriana, me enseñaron que mi nombre era simple y llanamente Adriana. Pero también me llamo María, y así como cargo con ese nombre omitido, pagué platos rotos de los errores de papá y mamá.
Y en efecto, una parte mía ha sido sistemáticamente ignorada por todos, hasta por mí. Es tan fuerte el hábito de negar el María que me asumo como una mujer que viene del mar, o de Hadria, una extranjera en esa familia en la que siempre me sentí distinta y me percibieron distinta, al grado que mi hermano me consideraba como una garza. Ese apelativo me puso: “Adriana Garza”, hasta parece otro nombre. Las garzas vuelan. A él lo motejaban “Cerdorino” y a mi hermana “Burrilú”.
 Para pertenecer a… tienes que ser como…, dice una regla por ahí, y creo muy bien que funcionó en esta hermandad en la que no fui admitida porque no era cuadrúpeda.
María es nombre hebreo. Quiere decir la elegida. María Adriana sería algo así como la judía que viene del mar, la elegida para servir de atrio, de puerta de entrada hacia no se qué lugar. Solo recuerdo un sueño en el que me veía platicando con mi hermano, él era 5 años mayor que yo y lo veía de 20 y yo de 15. Y lo escuché decir: “Por políticas de la familia, tú vas a ser la recogida”.
Mi hermano fue el primer pariente que me dijo que ya nadie me quería, pero fue el único en ese núcleo que me puso un apodo decente. Mamá me decía “Chiporreta”, según ella porque nací de chiripa o a veces “Vizcorneta”, porque tengo estrabismo. Con tales sobrenombres me sentía muy mal, como si yo fuera un objeto aporreado, deforme, echado a perder, de a tiro ya para la basura.
Mi nombre no me gusta, pero he aprendido a aceptarlo. Creo que es como el color de piel con el que se nace. No se tiene otro, y viéndolo bien, tampoco es feo; pero he tenido oportunidad de alterarlo y creo que me gusta más la alteración. “Mañagriana Falaz Herrández” es más mío que el "María Adriana Salas Hernández" que recibí.
No se si mi nombre tenga algún olor, pero el texto huele a azufre, a veces se va transformando y es un olor delicioso, como si se estuvieran tostando chiles. Entonces huele bonito pero hace llorar.

lunes, 18 de abril de 2011

LA MALDICION ARTURBIANA.

Si se conjuga en voz alta el verbo amar, en tiempo presente y primera persona del singular, aparecerán muchas cejas arqueadas alrededor. Si el motivo de la acción del verbo es un borracho, entonces no es predicado, sino un sujeto que pone en predicamento a quien hizo la conjugación. De alguna manera tengo que explicar mi mala suerte, y de tal modo que no tenga que acudir al pensamiento mágico; encuentro más sensatez en las leyes gramaticales.

                Cuando una ama, o cree amar a un sediento de Dios, se vive peor que después de recibir la maldición gitana, pero lo mágico es injusto, aunque tranquilice, y no puedo execrar eternamente a Don Arturbio. En honor a la verdad, la dicha maldición, si es que existe, la recibí de niña, pero se hizo notorio cuando cumplí once años. Puedo verlo ahora, que ya me estoy acercando al tostón.

                Sonó el teléfono. Era una tarde como cualquier otra. No tenía tarea, mamá no me tildaba de burra, como hacía con mi hermana, y como estaba en mis cinco minutos de sentirme la gran inteligencia andando, no soporté que el hombre que llamaba estuviera equivocado.

-¡Pues entonces, fíjese en lo que marca! ¡Pinche, cabrón, jodido! – Y colgué. Dejé la bocina en su sitio, como si estuviera sepultando un animal vivo, ¡y estaba vivo! Volvió a sonar.

-Oiga, señorita, si no la estoy insultando, quiero saber por qué me dijo usted así.

-¡Porque lo es!

-Entonces, ¿usted sabe cómo es la gente nada más por teléfono?

-¡Sí! ¡Y haga el favor de no estar fregando! – Volví a colgar. De nuevo repiqueteó. El teléfono, pero para mí, ese señor ya tenía cara de auricular.

Señorita, no puedo creer que una persona tan linda se exprese con ese lenguaje.

-¿Cómo sabe que soy linda?

-Porque lo es.

-Pero si nunca me ha visto.

-Su voz es linda, por eso lo creo. -Directo y a la cabeza; y la cabeza, en aquel tiempo más todavía que ahora, era la vanidad.

                A la semana, volvió a llamar y así varias tardes. Éramos los grandes amigos, sabía que se llamaba Julián y él, que mi nombre es Adriana.

                La última vez que hablamos, me pedía conocernos, pero no fue posible darle la cita, porque en ese justo momento, mamá entró a la sala y se quedó ahí, sentada en un sillón.

                Empecé a tartamudear, a oscilar entre el tú y el usted, mamá me arrebató la bocina y escuchó a Julián: “Adriana, si nos hablábamos de tú, ¿qué tienes?” “¿Desde cuándo conoce usted a mi hija, señor?...sí…sí…está bien.”

                Mamá colgó. Jamás llegó otro telefonema de Julián, y ni falta que hizo; ya era ostensible que para mí, lo correcto es engancharse en el insulto, que en esa forma se ama y se es amada.

                En realidad, mamá me salvó de caer en las garras de un hombre perturbado de sus emociones, con experiencia de la vida, por lo que me llevaba ventaja; pero ella sí sabía que yo iba a amar de manera obsesiva, ¿por qué le molestó ver que ya empezaba a hacerlo? Era su escuela, ¿no?

                Con todo y su lucha, terminé siendo lo que era lógico, pero sin aceptarme. Estoy empezando a entender qué clase de personas inventaron el dicho de que “no hay mal que por bien no venga”. Es un recurso para vivir con lo invivible.

domingo, 17 de abril de 2011

FUROR UTERINO

             I


-Adriana, ¿de veras la crees tan mala? ¿Qué madre enseñaría por su voluntad a su hija métodos de autodestrucción? ¿Qué mujer querría responder ante su hija por haber hecho eso?

“Eso”, se refiere a ponerle los cuernos al marido con un gringo alcohólico que todo lo quería pagar con clases de inglés, ¡por supuesto que ninguna madre quiere responder! Es más fácil decir que la hija es golfa.

Qué casualidad que cuando el gringo le decía a Ma. Alura que estudiara y la comparaba conmigo, mi hermanita se ponía roja y se quedaba callada. De repente, mamá ya me estaba sermoneando:

-¿Tan decepcionada estás de la vida para enredarte con semejante viejo poshco? ¡Tiene halitosis!

Y describía detalladamente cómo tenía cada muela. Aquella cavidad bucal me era presentada como un enorme cráter pestilente de donde brotaban pus y toda clase de miasmas.

 A los diez años de edad, no había tenido tiempo de decepcionarme de la vida, pero ya me estaba decepcionando de mamá.

-¡Marilú te vio, cómo el viejo te agarraba la mano por debajo del libro! ¡Con razón la pobre no adelanta!

Yo trataba de recordar y por más esfuerzos que hacía no me venía a la mente en qué momento el viejo poshco me había tomado la mano. Las recriminaciones se terminaron cuando mamá terminó de curarle la boca. También se acabaron las clases de inglés.



II


El profesor Javier y José Alberto coincidieron en que dejar a mi madre no me sirvió de nada porque, el ex galán lo dijo más claramente:

-De todos modos, eres lo que ella quiso, una mujer sola y además acomplejada. ¡No estás al servicio de nadie!

 Cuando tenía doce años, estuve a punto de romperle un brazo; pero a mi mami. El antedicho gandul entró a mi vida más tarde y salió con una camisa rota y la cara cuadriculada.


-Mira, Adriana, si te vuelvo a ver discutiendo con tu hermano, a ti te voy a pegar.

-¡Pero me estaba insultando!

-¡Aguántese! Las mujeres decentes no contestan insultos. No tiene caso, hija, si les contestas, los hombres se saben muchas groserías; nunca los vas a derrotar y sólo vas a quedar como una pelleja.

-¿Qué quiere decir pelleja?

-Búscalo en el diccionario.


Dos años después, a los catorce, mamá me llevaba de remolque a varios sitios donde se reunía gente con pretensiones de religiosos y espirituales; uno de esos lugares, era un templo pentecostal; allí había, entre los “hermanos”, dos mujeres, madre e hija, ambas vestidas de negro. Casi podría decirse dos monjas. Era difícil distinguir cuál era la hija porque se veían de la misma edad, o más bien, costaba trabajo creer lo que decían los miembros de la comunidad, que esas “hermanas” eran madre e hija.

Mi madre me hacía que la acompañara para contra atacar o quizá contra acatar mi rebeldía. Un domingo, rechacé la “limpia” que me ofrecía un hermano de los gringos que de repente llegaban, y ella me reprendió:

-No me conoces, mamá, tú, en realidad, no me conoces. Y casi me le voy a golpes. Me acababa de dar cuenta de qué era lo que realmente quería que fuéramos las dos.

En ese grupo de protestantes había un hombre joven, profesor de primaria, que debe haber tenido unos veinticinco años y empezó poco a poco a acercarse, primero, diz que a prestarme su Biblia para indicarme qué texto se estaba leyendo y después eran invitaciones a comer, hasta que una tarde, al salir del oficio religioso, nos invitó al cine. Sí debe haber tenido intenciones serias, puesto que siempre estuvo dispuesto a cargar con mi madre y se dirigía a ella para cualquier convite que nos quisiera hacer. Al negociar los paseos, a mí parecía ignorarme pero después se desvivía en atenciones; lo veía como un tipo agradable, pero raro.

Aquella tarde, mamá le dijo que con mucho gusto iríamos al cine después de la reunión espiritual a la que acudíamos todos los domingos cuando acababa el culto. Aceptó acompañarnos.

Los integrantes de ese otro grupo, llamaban “tenida” a la sesión. El dirigente se autonombraba Raynar y decía ser re-encarnación de Leonardo Da Vinci. Cuando le explicaron al infortunado pretendiente los requisitos “para venir al conocimiento”, de inmediato enarboló su Biblia y dijo: “El conocimiento está aquí”, se levantó y se fue.

Después de eso, seguimos yendo con los pentecostales, pero él ya nunca más se acercó. Mamá decía que se me quedaba mirando con ojos de “cómo se equivoca uno en la vida”. Hoy, treinta y cuatro años después, creo que la verdadera razón que tuvo ese hombre para alejarse, es que no le pareció que mi madre lo haya llevado con ese señor Raynar, y, sensatamente, se echó para atrás ante la idea de tener que hacer labor de proselitismo. El nada más buscaba una esposa, no demonios qué exorcizar, y menos si tales diablos habitaban la cabeza cochambrosa de la suegra.

Si el haberme separado de mi madre nada más sirvió para que no le diera un mal golpe ni fuera a dar a la cárcel por lesionarla o matarla, ya sirvió de algo, aunque los hombres, y quienes sean, digan lo contrario.



III



                                                                                                              Y nunca fui casadera,
casada y casamentera;
                                                                                                              pues me tenían por primera
                                                                                                              que ingresó en el asador.

                                                                                                      Sor Guanga


En el negocio de Silvia nos reunimos cada semana para lavar la ropa; pero también para conversar. El bla, bla, bla entre mujeres es tan vital que, aún teniendo lavadora en casa, estamos ahí puntuales, dispuestas a pagar el alquiler de una máquina. Se pone tan buena la plática, que no prestamos atención a los clientes masculinos que prefieren dejar su ropa por encargo; en terreno femenino, ni chance de mascullar. Cuando estamos tres mujeres o más, ponen cara de “qué enrarecido está el aire”. El día que hablábamos de que en muchos lugares del mundo todavía venden a las niñas, el muchacho que llegaba dijo “Vengo al rato”, y huyó como flatulencia. Pero es verdad. Todavía hay países donde matan a las bebitas si la familia no va a tener para dar la dote y casarla. (Se debería de escribir con z) Eso no está en el pasado ni lejos de la Ciudad de México.


Tenía diez años y una señora libanesa, paciente de mamá, me  echó el ojo para esposa de su hijo, muchacho apuesto, pero con veinte de edad. No supe que tenía esa oferta, hasta que a los diecisiete, en los preparativos para el bautizo de mi niña, mamá empezó a fastidiar con los maridos que pude haber tenido.

-Cuando ustedes andaban de juilonas, muchos amigos de Alejandro las quisieron conocer. Hasta se pelearon con él. Octavio Valderrama, un doctor muy prestigiado, me decía de organizar un paseo a Tequesquitengo para que ustedes y sus hijos se conocieran. Nada más le dije “mis hijas están muy chicas, no les interesa eso”, ¡buscando cómo salir del atolladero!

-Ay, mamá, eso de que no nos interesaba, ni tú te lo creías; podrías haberle dicho la verdad.

-¿Qué le decía? ¿Qué mis hijas son unas putas?

-Podrías haberle dicho que ya teníamos novio, era más fácil.

-¡Novio! ¡El hijo del doctor sí hubiera sido un novio! ¡Ese hombre es dueño de un yate y tiene tres casas! ¿Qué crees que sentí cuando me dijo que los dos muchachos ya estaban comprometidos?

-Bueno, ¿y qué querías? Tú no dejaste que nos conociera.

-¡Pero cómo iba a dejar! ¡Si hasta vergüenza da presentarlas!

Como todas esas historias las machacaba a cada rato, mis oídos estaban hechos cachaza. Por una me entraba y por la otra me salía, hasta que la libanesa, madrina de bautizo de mi hija, me confirmó que la intención de negociar mi matrimonio con su hijo, sí había sido cierta.

-Le agradezco, pero ya ve, eligió a una mujer que es muy diferente a mí. No tengo el físico que a él le gusta.

-Eso no importa. Manolo hubiera hecho lo que le ordenara.

Si mamá no quería que nadie de ellos nos conociera y ya los había largado, ¿para qué decirme? Fue su manera de avisar que nunca permitiría que Ma. Alura ni yo contrajéramos nupcias.

No creo en muchas de las libertades de hoy en día, y menos las referentes al matrimonio. El requisito de la virginidad puede ser que se pase por alto si hay dinero de por medio, o se tiene una respetable capacidad de seducción a la hora de negociar. ¡Claro! No debe haber hijos ni cosa alguna que delate la condición de señora sin marido; pero lo que es imprescindible, inapelable, es que una le guste a la madre de él.

Dicen por ahí que la ropa sucia se lava en casa, para nosotras, estar con Silvia es estar en casa. Así nos hace sentir. Los rostros de todas estaban ensombrecidos cuando terminé de hablar. A mi mamá le faltó habilidad para ver a futuro.