domingo, 8 de enero de 2012

Primera regla del juego



Según el pastor padrino, hablaba en lenguas de Dios. Aquella vez fue un día de esos de ceremonia especial. Los más viejos en el grupo jadeaban cantos extraños. Otros tocaban panderos y algunos que no, bailaban. Aquel frenesí era nuevo, de pronto, como de magia, todo mundo ahí, en el suelo, sacudido por sus rezos babeantes y macilentos, ¿esto también lo ve Dios?
           
Como pude, me hice a un lado siguiendo el ritmo de aquellos panderos. No quise ver más al suelo ni saber lo que me anclaba. Temblé de frío. El pastor de veinte lenguas ya tenía el torso desnudo. Coreómano de abolengo, se acercó a reconfortar al motivo de la fiesta, regocijo espiritual, ¡había rescatado un alma, ya empezaba a amar a Dios! Me tomó de la cintura, me arrancó de otras manos crispadas, tan desprovistas de ropa como los cuerpos del suelo, danzantes aquelarrescos, emergentes de ese barro al que tendrán que volver.
            
¿Amo a Dios en tierra de indios, o estoy a la buena de Él? Un dejo de rebeldía se mueve dentro de mí. ¿Soy ángel caído? ¿Por todo ese malestar, el veneno que infiltraron otras almas resentidas  que no pude rechazar? ¿Qué de bueno tiene Dios  con toda esa gente hambrienta que dice tener la Gracia y estar a salvo de todo lo nefando y terrenal?