domingo, 7 de octubre de 2012

Sociedad ligeramente achocolatada


Cuando huelo tabaco, pienso en chocolates. De los doce a los veintitrés comí tantas trufas, tablillas y malvaviscos, como cigarros fumé. Probé de todas las marcas. Hasta de esa yerbita de la discordia que tantos muertos ha provocado, pero siempre me supo más rico el chocolate.

He aquí algunas curiosidades: pitillos y chocolates son objetos que no deben faltar cuando nace un nuevo miembro de la familia. Para anunciar la llegada de una niña, se reparten chocolates y si es niño, puros. Una forma de anticipar de qué manera será consumido el nuevo ser, cuando forme parte de la población económicamente activa.


El tabaco y el cacao fueron descubiertos por un mismo señor, que se encargó de llevarlos a Europa y causaron sensación. Ambas plantas fueron usadas, alguna vez, como dinero. Quizá por eso resultan atractivas, pero, en el momento de fumar o de comer, ¿a quién se le ocurre pensar en dinero?

¡Qué pregunta! ¡Pues a las empresas tabacaleras; a las industrializadoras de cacao, las fábricas de dulces y golosinas que hoy llamamos, pomposamente, comida chatarra!

La gallina de los huevos de oro o el conejo de Pascua no podrían prometer cosa alguna si no existiera la posibilidad de fabricar huevos de chocolate y envolverlos con papel aluminio.  Tampoco la muerte se antojaría sin las calaveras del dos de noviembre.  

Todo es dinero, hasta las bolitas de humo, que más parecen monedas que se pierden en el aire, hasta las tablillas de chocolate, que más parecen lingotes de oro.