Cuando huelo tabaco, pienso en chocolates. De los doce a los veintitrés
comí tantas trufas, tablillas y malvaviscos, como cigarros fumé. Probé de todas
las marcas. Hasta de esa yerbita de la discordia
que tantos muertos ha provocado, pero siempre me supo más rico el chocolate.
He aquí algunas curiosidades: pitillos y chocolates son objetos que no
deben faltar cuando nace un nuevo miembro de la familia. Para anunciar la
llegada de una niña, se reparten chocolates y si es niño, puros. Una forma de anticipar
de qué manera será consumido el nuevo ser, cuando forme parte de la población económicamente activa.
El tabaco y el cacao fueron descubiertos por un mismo señor, que se encargó de llevarlos a Europa y causaron sensación. Ambas
plantas fueron usadas, alguna vez, como dinero. Quizá por eso resultan
atractivas, pero, en el momento de fumar o de comer, ¿a quién se le ocurre
pensar en dinero?
¡Qué pregunta! ¡Pues a las empresas tabacaleras; a las
industrializadoras de cacao, las fábricas de dulces y golosinas que hoy
llamamos, pomposamente, comida chatarra!
La gallina de los huevos de oro o el conejo de Pascua no podrían prometer cosa alguna si
no existiera la posibilidad de fabricar huevos de chocolate y envolverlos con
papel aluminio. Tampoco la muerte se
antojaría sin las calaveras del dos de noviembre.
Todo es dinero, hasta las bolitas de humo, que más parecen monedas que
se pierden en el aire, hasta las tablillas de chocolate, que más parecen lingotes
de oro.