lunes, 15 de julio de 2013

Guardarropa

Sus pies nadaban en aquel calzado. Arrastró un paso y se preguntó cómo le hace papá. Todo un misterio por resolver. A los seis años, resulta imposible creer que alguien pueda caminar con unos zapatos como piedras. Los de mamá tampoco le gustaron. Eran más bonitos, no pesaban, pero había que caminar de puntas.

Un par de botas especiales para andar en toda clase de terrenos, y asunto arreglado. El dinero no se iría en pagar composturas. No importaba el sacrificio de una buena presentación. A los veinte años, se pueden tomar decisiones audaces, y se puede vivir feliz de haberlas tomado, hasta que se tiene que discutir con el afanador de un sanitario público:

-¡Hey, usted, señor, el de las botas! ¡Salga de ahí! ¡Se ha equivocado! ¡Le estoy hablando, señor!

-¿A qué señor te refieres, pendejo? ¿Es suficiente con mi voz, o quieres pasar a verme la credencial?



Se detuvo en un aparador de la primera tienda de vestidos de novia que vio. Nunca había hecho el ejercicio de imaginar cuál compraría si estuviera preparando su casamiento, hasta que vio aquel hermoso strapless largo, de cola, blanco y unas nochebuenas moradas de ensueño.

El haber decidido cuál sería la indumentaria para semejante ocasión le cambió el día, y la vida. A partir de ese momento se sintió a gusto de ser tal cual, se divirtió con los sueños recordados:

Se vió de nueve años, vestida de novia, flotando en el aire, gesticulando, desesperada porque hablaba y nadie la veía, en otra imagen, en la sala de su casa, era una treintañera, vestida con el traje de su madre. Después se vio más delgada, una semana sin comer para entrar en un hermoso vestido de la moda porfiriana, recto, recto por el frente, con polisón y tocado.



Entonces, frente al mismo aparador, se preguntó qué vestido compraría si ahora, con su medio siglo a cuestas, se estuviera preparando para el Registro Civil. Encontró qué ponerse. La convenció de inmediato un atuendo color hueso, encaje muy moderado, de cola hasta los tobillos. Por el frente, llegaba a media pantorrilla. Manga larga, sin escotes, con un sombrero blanco de red al frente en lugar de tocado.

En el cuarto y último sueño, se vio vestida de novia. Bailó de gusto por no flotar en el aire, por no tener que usar un vestido ajeno, ni dejar de comer para enfundarse en una rigidez, ¡y por calzar bototas de andar la legua!