Sus
pies nadaban en aquel calzado. Arrastró un paso y se preguntó cómo
le hace papá. Todo un misterio por resolver. A los seis años,
resulta imposible creer que alguien pueda caminar con unos zapatos
como piedras. Los de mamá tampoco le gustaron. Eran más bonitos, no
pesaban, pero había que caminar de puntas.
Un
par de botas especiales para andar en toda clase de terrenos, y
asunto arreglado. El dinero no se iría en pagar composturas. No
importaba el sacrificio de una buena presentación. A los veinte
años, se pueden tomar decisiones audaces, y se puede vivir feliz de
haberlas tomado, hasta que se tiene que discutir con el afanador de
un sanitario público:
-¡Hey,
usted, señor, el de las botas! ¡Salga de ahí! ¡Se ha equivocado!
¡Le estoy hablando, señor!
-¿A
qué señor te refieres, pendejo? ¿Es suficiente con mi voz, o
quieres pasar a verme la credencial?
Se
detuvo en un aparador de la primera tienda de vestidos de novia que
vio. Nunca había hecho el ejercicio de imaginar cuál compraría si
estuviera preparando su casamiento, hasta que vio aquel hermoso
strapless largo, de cola, blanco y unas
nochebuenas moradas de ensueño.
El
haber decidido cuál sería la indumentaria para semejante ocasión
le cambió el día, y la vida. A partir de ese momento se sintió a
gusto de ser tal cual, se divirtió con los sueños recordados:
Se
vió de nueve años, vestida de novia, flotando en el aire,
gesticulando, desesperada porque hablaba y nadie la veía, en otra
imagen, en la sala de su casa, era una treintañera, vestida con el
traje de su madre. Después se vio más delgada, una semana sin comer
para entrar en un hermoso vestido de la moda porfiriana, recto, recto por el frente, con polisón y tocado.
Entonces,
frente al mismo aparador, se preguntó qué vestido compraría si
ahora, con su medio siglo a cuestas, se estuviera preparando para el
Registro Civil. Encontró qué ponerse.
La convenció de inmediato un atuendo color hueso, encaje muy
moderado, de cola hasta los tobillos. Por el frente, llegaba a media
pantorrilla. Manga larga, sin escotes, con un sombrero blanco de red
al frente en lugar de tocado.
En
el cuarto y último sueño, se vio vestida de novia. Bailó de gusto
por no flotar en el aire, por no tener que usar un vestido ajeno, ni
dejar de comer para enfundarse en una rigidez, ¡y por calzar bototas de andar la legua!