domingo, 13 de mayo de 2018

Carta abierta a la tía Nico


México, D.F., a 8 de mayo de 2018

Hola Tía Nico:

Tenemos la creencia de que las almas de los que han muerto se encuentran en algún lugar más allá de nuestra tierra. Un lugar al que me estoy acercando, pues he llegado a la recta final de mi vida, que no sé si dure veinte años o treinta, ¡o treinta segundos! Siempre decimos al respecto “lo que diga Dios” pero en fin; espero que si ese lugar existe y estás ahí te encuentres bien.

Si es que te llegan noticias de acá, sabrás ya que perdí mi casa por el terremoto de septiembre del año pasado y a consecuencia de ello vine a vivir a la casa de Beatriz y su hoy ex esposo, Faustino.

Ellos tuvieron dos hijos. No sé si alcanzaste a conocer al menos al mayor, Roberto Carlos, que fue quien me visitaba de vez en cuando en el tiempo en que viví en la colonia Roma. Cuatro días después del sismo llegó a buscarme a la calle donde estaba el edificio del que ya para entonces se había dictaminado que ni mis vecinos ni yo podríamos volver a habitar.

La casa es grande y bonita. Está siendo remodelada y en las paredes del cubo de las escaleras han puesto los retratos de toda la familia. Estás entre ellos con tu esposo.

Eras muy guapa de joven. En serio, nada qué ver con la anciana de cara chueca que conocí en mi niñez y con la que estuve a punto de tener un agarrón de chongo el día de la boda de Beatriz; mucho menos con aquella viejita que saqué de un empujón por aprensiva y molona cuando vestí el cadáver de Petrita.

En la familia tenemos un vicio que me dediqué a cultivar con singular devoción: despreciar al ancestro. Por desgracia lo aprendí de mamá, tu sobrina. Ella quería estar cerca de ustedes, pero nunca tuvo palabras de gratitud por las cosas buenas que significaron para su vida y lo que llegó a ser.

Y tuvo que venir este momento en el que uno de mis alifafes es la hipertensión arterial, una advertencia de que en cualquier momento me puede dar una embolia o una parálisis facial, como te pasó a ti.

En la vejez tenemos la cara que nos hemos ganado a pulso y recuerdo que si tu rostro ya me parecía feo cuando te conocí, después de aquella retorcedura de nervios de la que no te repusiste del todo, tu fealdad se acentuó.

Ahora me veo en el espejo donde se está reflejando ese monstruo y no te puedo engañar: estoy despavorida. He venido a ti no sé si en busca de consuelo o simplemente para entender y encontrar dentro de mí la posibilidad de mirarte con otros ojos. Creo más viable lo segundo, porque ya te moriste y los muertos no consuelan.  Además no creo que tuvieras muchas ganas de consolar a una grosera como yo te estoy escribiendo.

Siento tristeza porque no es posible que tengamos una conversación, pero también comprendo que habría sido no sólo imposible sino impensable, tal vez hasta contraproducente en esos tiempos en que estaba peleada con mi sombra.

Toda la vida he pensado en mamá, en las tías, en la abuela, en Petrita y en ti como en una panda de viejas lacras, entontecidas, furcias y en que tú, ¡tú y tú más que nadie, enfermaste a mi madre! No me sorprendería que también a Cirenia.

Por mal que me hayas caído desde niña, porque me di cuenta de que fingiste un desmayo, tengo que aceptar lo que tenemos en común: las dos fuimos madres solteras, aunque tú lo hayas sido de manera voluntaria mientras que yo lo viví como maternidad subrogada, pero sin firmar contrato.

Las dos sufrimos la pérdida de nuestras criaturas. Tu hijo murió a los cuatro años de edad, enfermo de pulmonía. Mi hija dejó de quererme a los 18. Y las dos hicimos algo para que esas cosas ocurrieran: tú no moviste un dedo para curar a tu niño y yo orillé a mi niña a que dejara de amarme.

Puedo ver ahora la envidia y competencia que tuviste con mi abuela o sea tu hermana. O medio hermana, como también decían. Me queda claro que las historias de la familia se saben más a través del desprecio que del cariño y la versión oficial de la tuya es que quisiste presionar a la abuela mediante un embarazo para que te dejara contraer matrimonio con el hombre que amabas, ¡pero en qué cabeza cabe! ¿Por qué pensaste que una mujer soltera que tenía tres hijas, cada una de diferente padre, iba a sentir vergüenza por un hijo natural?

Tía Nico, ¿para quién fue tu bebé en realidad? ¿Sí lo dejaste morir porque no sirvió a tus objetivos o te obligaron a ello? Quizá hubo alguien que te lo quiso quitar y preferiste entonces verlo muerto. Si fue así tendría que felicitarte porque no tuve esas agallas para consentir en morirme y conservar de ese único modo el cariño de mi hija… son otras posibilidades; aún en la parte más pequeña de la sociedad, la historia la escriben los vencedores… ¿fue así? Porque mi niña, finalmente, se quedó con Alicia y la experiencia me ha enseñado que ninguna mujer se deja quitar un hijo si no es bajo presión…

Según tus cálculos, tuviste un hijo para usarlo. Hoy entiendo que no puedo criticarte porque tu plan no te haya salido; yo ni siquiera tuve cabeza para darme cuenta de que el embarazo me quitó de cuajo la condición de “menor de edad”,  ¡tenía el derecho a emanciparme, lo podía haber solicitado ante un juez de lo familiar! Lo peor de todo es que lo podía haber solicitado sin huir de la casa, ¡me podía haber ahorrado al hombre que me embarazó!

Fui torpe, atrabancada o comodina, ¡o las tres cosas y en ese orden! No sé. Por mucha escuela que tuviera, a los dieciséis años y en una situación como esa hay que saber de la vida y de eso era una completa burra. Lo sigo siendo. Por eso pregunto, aunque ahora mismo esté escuchando una vocecita como la de mamá que me dice que hasta la pregunta es tonta, que hasta la pregunta es necia… Quizá porque le daba al clavo y el sí o no rotundo que contuviera la verdad resultaba insoportable…

Pero aun así me gustaría que vivieras para poderme decir, ¡si tuvieras el valor de sostenerme aunque fuera la mirada! Te cayó en pandorga que no muriera de bebé, ¿verdad? ¡Te cayó gorda mi madre porque no tuvo éxito en repetir el patrón que estableciste con tu hijo!

No me extrañaría que la hayas mal aconsejado para que se entregara por dinero a un hombre del que no estaba segura de querer como esposo. Respecto a Alicia no tengo duda de qué escuela tuvo. Sólo que ella fue una malvada victoriosa y tú no pasaste de ser una viuda rica venida a menos.

Siempre me brincó el hecho de que vivieras con Beatriz y Concha en lugar de con la abuela y mis tías, de quienes eras más cercana; pero le doy gracias a Dios por que haya sido así. Ahora nada me quita de la cabeza que pude vivir en casa de Alicia porque la abuela que estaba ahí era Petrita, si has sido tú no hubiera entrado ni de visita. Conocí tus modales.

De verdad que no se puede sentir otra cosa sino coraje por alguien que desea la muerte de uno. Y voy mirando ya los espíritus fregativos que estaban manejando a mamá. Eso es de lo que más me duele, aunque ni tú ni nadie me crean. Contemplar el daño que le hiciste ha sido lo que en definitiva alimentó mi encono hacia ti. ¡Porque es mi madre! ¡La madre de mis hermanos y mía y con la mierda que le diste por cuidados, nos la quitaste! ¡Ella es buena y nos podía haber tratado de otro modo de no haber metido tu triste cuchara en su niñez!

Si el solo hecho de que esté viva fue y es considerado por algunos familiares como traición, ahora me explico por qué tanta culpa de mi parte. ¡También mi rebeldía! ¡Nadie, ni loco, obedece un mandato de tal catadura! ¡Y vaya que cuesta trabajo emprender las acciones cotidianas vestida con el sambenito de infiel, desobediente, irredenta!

De manera indiscutible fuiste un demonio con faldas. El pilar viviente de la enfermedad en mi casa, el eunuco femenino de ese harén olvidado de Dios y la inclinación que me corresponde hacer ante ti no es de sometimiento ni mucho menos de cariño, sino de aceptación. Con la enfermedad no podemos. Ni tú pudiste y por eso te poseyó. No descarto que hayas tenido tu propio infierno y debió ser atroz. Te mando en este momento la compasión que puedo sentir por ti.

Hasta otra vida si es que la hay:

María Adriana.