Era lunes. A las
diez de la mañana, ya se podía trabajar. La primera hora pico del día había
terminado. Subió al microbús una joven ofreciendo dulces. En su pregón anunció
que era madre soltera, que venía de una casa
hogar donde se ayuda y rehabilita a las chavas con esa misma broncota. Compré
una bolsa. En la tapa del paquetito venía un cartón con el teléfono del lugar y
un nombre bastante esperanzador: Madres Solteras en Cooperativa. ¿Sería posible
que existiera, en medio de la laguna, un maravilloso islote?
Llegando a casa
marqué el número. Nadie contestó. Me fijé que había escrito un horario de
atención. Llamé al día siguiente, y dos días más. Nunca contestaron. Desistí.
Me quedé sin saber cómo son ahora esos lugares. Conocí uno en mi juventud.
A los
dieciséis años, embarazada, fui a dar a
un albergue para madres solteras, dirigido por monjas franciscanas. El sitio
tenía fisonomía de convento, pero tuve la sensación de haber entrado en una penitenciaría.
Mi primera semana la pasé en un dormitorio de por lo menos quince camas para ser trasladada al pabellón de las que trabajaban cuando le dije a la directora que podía aportar trescientos pesos mensuales a la casa.
Ese día, al
instalarme en el nuevo lugar, dos compañeras del dormitorio grande se pelearon
a golpes. Ver a Lilia, madre de un niño de dos años y embarazada por segunda
vez con los labios reventados y la cara llena de sangre, fue la primera herida
que recibí. Su contrincante aún mostraba los puños cerrados. Parecía la
caricatura de un boxeador preñado. Medio año de estancia bastó para esterilizar
mis sentidos: nunca más quise un bebé.
Era presa de
angustia cada vez que tenía entre los brazos a un pequeñito, creía que se me
iba a deshacer. La directora me tranquilizó: cuando naciera mi niño, ya no
iba a sentir así.
¿Y cómo se iba a
llamar la criatura que estaba creciendo dentro de mí? Pensaba nombres
masculinos y ninguno me gustaba, se me ocurría “Minerva”, y de inmediato la
calma; pero, ¿qué seguridad tenía de que era niña? Aquí volvía todo a empezar.
Cuando llegó el día del parto, pregunté: “¿Y mi bebé, qué es?” “Niña”, contestó
el doctor. Descansé.
El trance del
alumbramiento no lo sentí porque fui anestesiada. Es de las cosas que tengo que
agradecerle a la vida. ¡Prefiero decir “no sentí”, que andar ahí, como mi
madre y las otras, contando historias truculentas de fórceps, parir en seco y
otras mentidas cesáreas! ¡Da coraje tener
hijos, esa es la simple verdad!
Si fuera bonito, no habría mujeres con ascos; son achaques inventados, es la única
forma aceptable de expresar que para uno es de la chingada estar esperando, lo
sé porque me daba asco ver basura amontonada, o una mesa con trastos sucios,
aún los desperdicios de una oficina me hacían vomitar. Cuando se está
embarazada es mejor no decir qué le da a una asco. Así se muestra lo que
pensamos del hecho de estar encinta, por algo dicen “en cintarazo”.
Aún tenía el
cartoncito. Antes de romperlo y tirarlo a la basura, vinieron a mi mente como en un desfile de circo, todas aquellas compañeras de infortunio que cosían las
calcetas diariamente. Una vez hice ese trabajo. Con un ganchito, había que
subir los puntos que se le fueron a la máquina. Las monjas recibían la paga de
la empresa que encomendaba la faena. De ese dinero, las internas no veían un
centavo. Debían retribuir su manutención de alguna manera, pero a nadie parecía importarle que también les
correspondiera echarse algo a la bolsa.
El Seguro Social
me había dado cuarenta y cinco días de incapacidad y, por orden de la directora, fui a un salón donde estaba una costurera tomando medidas a todas las
compañeras. Me tocó el turno, ¡había alcanzado noventa centímetros de cintura!
Al salir, me
topé con Emilia. A veces platicaba con ella y su charla me gustaba aunque de
repente decía cosas muy hirientes y además, hiperbólicas:
-Te van a hacer
tu uniforme. A ti también te van a llevar a la granja de Atemajac, y vas a
estar nada más trabajando y no vas a salir de allí más que para casarte.
-¿Y con quién?
Si no voy a salir, nadie me va a conocer.
-Pues así va a
ser. Esta casa se va a quitar. La que no quiera, se va a quedar en la calle. Ahí
tú verás.
Sabía que cuando
mi niño tuviera mes y medio de edad, contaba con mi trabajo; pero creo que las
religiosas tenían más visión, a la mujer que tiene un hijo, la hostigan en
cualquier sitio y daban por sentado que yo no conservaría el empleo. Sí recibía
en el despacho indirectas y francas insinuaciones, pero lo achacaba a que era
madre soltera. Con los años me di cuenta de que hasta las casadas reciben ese
mal trato. El deleite es acostarse, y el delito, concebir.
La gota que
derramó el vaso, lo que me decidió a irme, fue ver a Emilia haciendo de nuevo
sus irigotes nocturnos. Estaba en su tercer embarazo y podíamos haber sido
mellizas. Sus otros hijos los había vendido y estaba en conflicto: ese que
venía en camino, sí lo quería, pero no sabía por qué.
Hoy dudo que lo
haya querido. Algo buscaba con esas escapadas de la casa y sus llegadas a
deshoras, cuando ya se había cerrado la puerta y tenía que brincarse por las
azoteas de los edificios contiguos, y hacerse ovillo debajo de los lavaderos
para que la directora no la viera entrar ni salir.
-Tú ya no vales,
ya nunca vas a valer, porque ya estuviste aquí.
Iba a echarme a
correr. Me detuvo. Aquella mano crispada jaloneádome el vestido, ardía. Emilia
parecía un animal asustado, un embrión vivo dentro del enorme vientre de
piedra. Así se vivía en ese lugar, y lo más probable, es que así se siga viviendo. No en balde pensé que
necesitaba un marro para hacer añicos aquel cartoncito, y una pala para tirar
los pedazos a la basura.