sábado, 22 de marzo de 2014

La cárcel de las putas

Era lunes. A las diez de la mañana, ya se podía trabajar. La primera hora pico del día había terminado. Subió al microbús una joven ofreciendo dulces. En su pregón anunció que era madre soltera, que venía de una casa hogar donde se ayuda y rehabilita a las chavas con esa misma broncota. Compré una bolsa. En la tapa del paquetito venía un cartón con el teléfono del lugar y un nombre bastante esperanzador: Madres Solteras en Cooperativa. ¿Sería posible que existiera, en medio de la laguna, un maravilloso islote?

Llegando a casa marqué el número. Nadie contestó. Me fijé que había escrito un horario de atención. Llamé al día siguiente, y dos días más. Nunca contestaron. Desistí. Me quedé sin saber cómo son ahora esos lugares. Conocí uno en mi juventud.

A los dieciséis  años, embarazada, fui a dar a un albergue para madres solteras, dirigido por monjas franciscanas. El sitio tenía fisonomía de convento, pero tuve la sensación de haber entrado en una penitenciaría.

Mi primera semana la pasé en un dormitorio de por lo menos quince camas para ser trasladada al pabellón de las que trabajaban cuando le dije a la directora que podía aportar trescientos pesos mensuales a la casa.

Ese día, al instalarme en el nuevo lugar, dos compañeras del dormitorio grande se pelearon a golpes. Ver a Lilia, madre de un niño de dos años y embarazada por segunda vez con los labios reventados y la cara llena de sangre, fue la primera herida que recibí. Su contrincante aún mostraba los puños cerrados. Parecía la caricatura de un boxeador preñado. Medio año de estancia bastó para esterilizar mis sentidos: nunca más quise un bebé.

Era presa de angustia cada vez que tenía entre los brazos a un pequeñito, creía que se me iba a deshacer. La directora me tranquilizó: cuando naciera mi niño, ya no iba a sentir así.

¿Y cómo se iba a llamar la criatura que estaba creciendo dentro de mí? Pensaba nombres masculinos y ninguno me gustaba, se me ocurría “Minerva”, y de inmediato la calma; pero, ¿qué seguridad tenía de que era niña? Aquí volvía todo a empezar. Cuando llegó el día del parto, pregunté: “¿Y mi bebé, qué es?” “Niña”, contestó el doctor. Descansé.

El trance del alumbramiento no lo sentí porque fui anestesiada. Es de las cosas que tengo que agradecerle a la vida. ¡Prefiero decir “no sentí”, que andar ahí, como mi madre y las otras, contando historias truculentas de fórceps, parir en seco y otras mentidas cesáreas! ¡Da coraje tener hijos, esa es la simple verdad!

Si fuera bonito, no habría mujeres con ascos; son achaques inventados, es la única forma aceptable de expresar que para uno es de la chingada estar esperando, lo sé porque me daba asco ver basura amontonada, o una mesa con trastos sucios, aún los desperdicios de una oficina me hacían vomitar. Cuando se está embarazada es mejor no decir qué le da a una asco. Así se muestra lo que pensamos del hecho de estar encinta, por algo dicen “en cintarazo”.



Aún tenía el cartoncito. Antes de romperlo y tirarlo a la basura, vinieron a mi mente como en un desfile de circo, todas aquellas compañeras de infortunio que cosían las calcetas diariamente. Una vez hice ese trabajo. Con un ganchito, había que subir los puntos que se le fueron a la máquina. Las monjas recibían la paga de la empresa que encomendaba la faena. De ese dinero, las internas no veían un centavo. Debían retribuir su manutención de alguna manera, pero a nadie parecía importarle que también les correspondiera echarse algo a la bolsa.

El Seguro Social me había dado cuarenta y cinco días de incapacidad y, por orden de la directora, fui a un salón donde estaba una costurera tomando medidas a todas las compañeras. Me tocó el turno, ¡había alcanzado noventa centímetros de cintura!

Al salir, me topé con Emilia. A veces platicaba con ella y su charla me gustaba aunque de repente decía cosas muy hirientes y además, hiperbólicas:

-Te van a hacer tu uniforme. A ti también te van a llevar a la granja de Atemajac, y vas a estar nada más trabajando y no vas a salir de allí más que para casarte.

-¿Y con quién? Si no voy a salir, nadie me va a conocer.

-Pues así va a ser. Esta casa se va a quitar. La que no quiera, se va a quedar en la calle. Ahí tú verás.

Sabía que cuando mi niño tuviera mes y medio de edad, contaba con mi trabajo; pero creo que las religiosas tenían más visión, a la mujer que tiene un hijo, la hostigan en cualquier sitio y daban por sentado que yo no conservaría el empleo. Sí recibía en el despacho indirectas y francas insinuaciones, pero lo achacaba a que era madre soltera. Con los años me di cuenta de que hasta las casadas reciben ese mal trato. El deleite es acostarse, y el delito, concebir.

La gota que derramó el vaso, lo que me decidió a irme, fue ver a Emilia haciendo de nuevo sus irigotes nocturnos. Estaba en su tercer embarazo y podíamos haber sido mellizas. Sus otros hijos los había vendido y estaba en conflicto: ese que venía en camino, sí lo quería, pero no sabía por qué.

Hoy dudo que lo haya querido. Algo buscaba con esas escapadas de la casa y sus llegadas a deshoras, cuando ya se había cerrado la puerta y tenía que brincarse por las azoteas de los edificios contiguos, y hacerse ovillo debajo de los lavaderos para que la directora no la viera entrar ni salir.

-Tú ya no vales, ya nunca vas a valer, porque ya estuviste aquí.

Iba a echarme a correr. Me detuvo. Aquella mano crispada jaloneádome el vestido, ardía. Emilia parecía un animal asustado, un embrión vivo dentro del enorme vientre de piedra. Así se vivía en ese lugar, y lo más probable, es que así  se siga viviendo. No en balde pensé que necesitaba un marro para hacer añicos aquel cartoncito, y una pala para tirar los pedazos a la basura.





Aspiraciones

“Mira”, me dijo el profesor, “si verdaderamente quieres ayuda, nada más una mujer puede dártela". Asombrada, pregunté por qué; esa pregunta me fue respondida años después. A los 46, enamorada de un alcohólico, fui a dar al consultorio de Mireya.

“Con tu mamá tenemos mucha tarea”, sentenció. Empecé la apertura de capa semanaria hablando de mi disgusto por trabajar en fiestas infantiles y salió el recuerdo de mis cumpleaños 8 y 10. Era la del santo, la festejada, y todo mundo aceptaba de buen grado que cantara y bailara. En el segundo convivio canté y varios invitados intercambiaron comentarios elogiosos acerca de mí. Al día siguiente, mamá buscó un pretexto para regañarme y sacó a colación mis maullidos y mi show de exhibicionista.

–Tu mamá te tenía envidia porque en ese momento no era la principal. Ahí comprendí por qué “respetó mi petición” en la pubertad: no quise fiesta de quince años. ¡Lo que hacen algunas madres con tal de ahorrarse unos pesos!

Y hablando de pesos, Mireya me dio una sorpresa: de ahí en adelante, mi sesión bajaba de costo. La tarifa de ella era de cuatrocientos pesos por consulta, pero, en la entrevista preliminar negociamos a quedar en ciento cincuenta. De repente, ¡el gran día!

–Te lo mereces como premio a tu constancia y disciplina. Sentí incomodidad y no me fui ni rechacé porque tenía miedo de parecer soberbia. Era verdad que me costaba trabajo pagarle, pero podía hacerlo.

Una tarde mencioné que en la secundaria, mamá me dejó ver la tesis con la que se recibió “La odontología infantil preventiva”.

–Me desilusioné. Se veía que había tomado párrafos de un libro y de otro y los insertó.

–Conozco ese estilito.

–No hallé nada de ella, no alcancé a ver qué la inquietaba o qué la había motivado a elegir ese tema.

-¿A qué viene eso? La pregunta de Mireya me hizo el efecto de un baño de agua fría. ¿Cómo que a qué venía? La señora fue mi madre a regañadientes y en lugar de conformarse con eso, tenía el atrevimiento de querer ser mi mentora. ¡No tenía nada qué enseñarme, yo ya escribía mejor que ella!

Todo quedó petrificado en mi cabeza mientras llenábamos el tiempo hablando de la relación con el alcohólico, que no tenía para cuándo componerse. A pesar de que había mucha tarea con mi mamá, una vez más, esa tarea no se abordó.

Cuando estaba leyéndole una parte del libro que casi terminaba, me interrumpió:

-Te pierdes en una serie de datos y aparte, le das amargura a la gente. Enseguida me regaló una revista Cosmopolitan y me sugirió que leyera los artículos para que viera cómo escriben los que le dan dulzura a la gente. Después, recibiría una contraindicación: “De escribir no se vive”. Le hablé de un artículo sobre ancianas prostitutas que me conmovió por lo increíble que parecía el asunto. “Tú puedes acabar así”.

Un día, llegué veinte minutos tarde. En una de las microbuses donde me subí con mi muñeco de ventriloquía, el chofer me dijo muy ceremonioso “suba usted, reina”, para después manejar enfrenándose y como vio que no me caí, escupió. El gallote no me rebotó porque bajé en ese justo momento y me quedé un buen rato ahí en la calle, abrazando a mi marioneta, tiemble y tiemble.

–A ti te encanta ver moros con tranchete. Para entonces, había decidido volverme a premiar y en lugar de cien pesos, me cobraba cincuenta.

Te cuesta mucho trabajo ganar el dinero estas juntando para tu refri tu ropa tiene un pequeño olor a humedad que es muy notorio es bueno que ya tengas lavadora es un privilegio venir a terapia y más con facilidades estas pidiendo limosna si te propones puedes dejar de ser pobre tienes que moverte en otro ambiente es bueno que quieras cambiarte de casa debes valorar lo que tienes no te avientes el compromiso de pagar una renta haz lo posible por que tengas un crédito puedes encontrar un señor que valga la pena tienes que dejar de ser un medio hombre por tu pura edad ya está difícil que tengas pareja…

Cuando recibimos con una mano el pan y con la otra nos tienen listo el garrote, no hay mucho que agradecer. Al mes de la sesión de cierre, me llamó. En el recado que escuché preguntaba si ya estaba bien, si ya tenía otro tipo de amigos y "estás alejada de toda esa gente nefasta que te rodeó". La nenita resentida que vive dentro de mí, comenzó a jugar a la pelota con una palabra: Mierdeya.




Medio siglo de tristeza

Después de cincuenta primaveras, ya no abrigo la menor duda: las mujeres decentes no existen. Es la etiqueta que se ponen las que odian la sexualidad hasta el punto de creer que entre menos la ejerzan, mejor. Tampoco hay putas. La sociedad les da esa categoría para que crean que hacen un trabajo. La emancipada es la del mejor camuflaje. Se comporta como si la sexualidad no existiera y su ejercicio fuera un trebejo.

Uno de los daños que se nos hace a las mujeres es inculcarnos la idea de que nada más las prostitutas tienen derecho a cobrar. La verdad es que ni entre ellas está limitado el cobro al dinero. Otro de los daños que sufrimos, es el.desfasamiento. Hay familias que educan a sus hijas para esposas, pero no las dejan casarse; a la que estimulan para que se comporte como presa, le dan exhortaciones para que evite, al precio que sea, ir a la cárcel; si la orillan a que se asuma como puta, le prohíben que ponga el pie en un congal; a veces, estas familias dotan a sus hijas de personalidades monjiles, para después castigar cualquier intento de ingresar a una cofradía religiosa. Cuando alguna infortunada logra adecuarse a estos cánones absurdos, la hostigan. Le dicen que está loca, pero nadie se avienta el follón de llevarla al manicomio.

Ser mujer es enfrascarse en una lucha grotesca por seguir siendo chamaca. La edad jamás nos ayuda. Se nos considera incapaces por no tener experiencia y en un abrir y cerrar de ojos, a veces de piernas, resultamos demasiado viejas para cualquier ocupación.

Se nos señala con dedo acusatorio cuando entablamos relaciones de trabajo en donde roles, derechos y obligaciones están claramente definidos. En cambio, se espera que laboremos en tales condiciones que lo que hagamos no sea concebido como trabajo, sino como actividades propias de nuestro sexo, o de la naturaleza, o de lo que Diosito nos dio como un don.


¡Me queda claro ya para qué sirve creer en el amor! El dogal de nosotras es el lastre de los hombres, aunque ellos jamás asumirán el sobrepeso en la misma proporción en que nosotras nos dejamos ahorcar. Hemos defendido un sistema que nos obliga a tener hijos y criarlos en el seno de una sociedad que detesta a los niños. Y nos detesta a nosotras también. 


miércoles, 19 de marzo de 2014

El séptimo mandato

El 11 de enero de 2010, podía haber sido la fecha de mi muerte. Así lo percibí al contemplar a ese hombre. Enfundado en una gruesa chamarra, parado junto al chofer, apuntaba con una pistola. Los tapices rojos de todos los asientos danzaban al ritmo de la descarga de adrenalina. Las cortinas de las ventanillas, también rojas como capotes de fiesta brava, intentaban en vano espantar ese momento. El hombre cortó cartucho.

Ayudado por cuatro mujeres, despojó a los pasajeros de cuantas pertenencias pudo. Una versión moderna del Tigre de Santa Julia y sus aguerridas colaboradoras, a quienes nada pedían las chicas del  autobús, que se desempeñaron con una saña que habría dejado muda y helada a la mismísima Perra de Buchenwald.

Cuando se está en un hospital, sin poder moverse por los dolores de golpes contusos y dos costillas rotas, se antoja más pensar en una celebridad de los nazis que lamentar la pérdida del abrigo, la bolsa y los zapatos.

Antes, sólo se hablaba de que las mujeres robábamos porque sentíamos que el botín nos iba a dar un éxito social que no teníamos. Hoy se admite que nos hemos vuelto ladronas para sacar utilidad económica. Ya no es importante resarcir una femineidad y/o una autoestima inexistentes. Somos tan violentas como ellos. E incluso más crueles.

Si esto obedece al rencor acumulado de siglos y siglos de ninguneo, ¿contra qué estamos resentidas en realidad? ¿Contra un sistema arbitrario que nada nos da a cambio de lo que nos exige, o contra las otras mujeres, que siempre funcionan como un instrumento eficaz de control para que no nos salgamos del huacal, para que no alteremos el consenso que admite que todo siga como está?

Pensé en la joven que me ordenó quitarme el abrigo. Era casi una niña. Me vi reflejada en ella. En su cara resentida tuve tiempo de encontrar esa mirada que yo también tenía en mi primera juventud. Recibimos el mismo trato, pero yo tuve la dudosa fortuna de contar con una madre interesada en no perder su prestigio.

A los doce años, sustraje quinientos pesos de la bolsa de mamá para viajar al pueblo de Tantoyuca y conocer el rancho de papá. También al abuelo. Lo que hice impactó en el secreto familiar que descubrí, más todavía que en el presupuesto casero. Mamá, atónita, ¡ni se movió!

Ese día la miré de arriba-abajo y comprendí que la última paliza había tenido lugar hacía tiempo; que la próxima vez que me levantara el cordón de la aspiradora no se iría limpia. ¡Ya sabía que la familia de papá nunca la aceptó y que el rancho no era tan feo como decía!

Cada mes, tenía que robar para conseguir mis toallas sanitarias o romper las toallas de la casa, porque mamá me hablaba del pudor, pero no le cuajaba en el cerebro que nadie me iba a regalar una pinchurrienta caja de kotex y nunca sabía si al pedirla recibiría un guamazo. La gravedad del asunto se vio cuando fui sorprendida en una tienda de abarrotes, ¡la hija de la doctora en flagrante delincuencia juvenil! Mamá, entonces sí, movió cielo y tierra para que yo no cumpliera ningún arresto en el Consejo Tutelar.

Robar, cuando no es delito, es pecado, pero a veces, es el único medio de llegar a tener lo que legítimamente es para uno. Si no me creen, pregúntenle a los magnates. De adulta, seguí de facinerosa. El profesor de psicología de la preparatoria donde estudié fue mi siguiente víctima. El rechazo de los compañeros y la sensación de ser la oveja negra me hacían una chuza bárbara y él se ofreció a darme información para entender lo que me sucedía. Fue plan con maña por ambas partes. Quiso acostarse conmigo. No le di gusto ni le pagué las consultas. En los tres casos me sentí culpable, pero ahora sé que negarme al hurto, hubiera sido una estupidez.

Golpes en la puerta. La enfermera dio paso a los agentes del Ministerio Público. Tomaron mi declaración. Antes había sido revisada por tres médicos legistas. Una vez más recibí el puñetazo, sentí el golpe de frío, volvía a ver a la joven ladrona con mi abrigo puesto, escuché de nuevo insultos, ayes de gente golpeada, súplicas, un bebé que lloró, el señor que viajaba junto a mí opuso resistencia, el disparo. La sangre que manaba de la herida me alcanzó. Llegó el auxilio, quedamos en la misma ambulancia. Murió camino al hospital.  Los peritos me indicaron que, en cuanto me dieran de alta, debía ir a las oficinas a ratificar la denuncia y a identificar a los ratas, que porque sí los habían agarrado.


Temblé ante la idea. Volvería a ver la cara de aquella joven. Ella, en el banquillo de los acusados y yo, en el lugar de la gente de bien.