martes, 28 de junio de 2011

Música de gaitas

Vino un señor con pinta de norteamericano. Era alto, flaco, traía una filipina por camisa y un birrete de cocinero. Dijo que le urgía hablar con usted, hasta preguntó si alguien sabía dónde vive. La señora quedó sin aliento. Una sensación de finas navajas tasajeándole la espalda recorrió su cuerpo,  mientras el dueño de la tienda pesaba la fruta. Un sonido agudo que le hacía el mismo efecto que el tam-tam de los danzantes, se abrió paso en su mente. La transportó a ese domingo cuando deambulaba por la colonia Condesa y escuchó una música que la llevó a la explanada del mercado. Era un concierto de gaiteros escoceses.
            ¡Qué agasajo para una mujer! La señora disfrutó de las faldas plisadas hasta la rodilla, de las piernas torneadas con calcetas impecables, boinas, insignias. Ellos también se acompañaban de un tambor para las percusiones. Mientras tocaban, iban marcando el paso con solemnidad y hacían, de ese modo, un baile muy peculiar. Todo era encantador hasta que reparó en que esa función era patrocinada por unos fabricantes de whisky. Se fue. Para ella, lo empresarial resultaba desagradable. La noche de ese día conversó por primera vez con el hombre que ahora la buscaba.
            En el puesto de tacos donde cenábamos antes de pasar a dejarla en su casa, le fue presentado como un agente secreto de la Interpol que estaba involucrado en una misión tan delicada que no podía decírsele a cualquiera.  Mal camuflaje para un policía de altos vuelos. Estar ahí, de chalán de unos que venden tacos en la calle. Es lo que pensaría cualquiera, lo que seguramente pensó la señora, pero les siguió la corriente a todos esos hombres que atendían el changarro.
            El agente secreto cumplía la misión de limpiar y apilar los platos. De ese modo, el cocinero tenía a la mano en qué despachar. También se encargaba de servir los refrescos. Así conoció a la señora, así fue como se hizo más intenso el azul de sus ojos. Para el cobrador y el pastorero, no pasó inadvertido ese momento. Se dieron a la tarea de ayudar y ponderaban que viene de Escocia, habla nueve idiomas, es viudo y tiene dinero. El gringo, entonces, más seguro de sí mismo, sabiéndose debidamente exhibido, posaba. Un mercado de esclavos no habría tenido mejor gente que lo reprodujera.
            Los días transcurrieron y la señora probó de las salsas que guisaba el gringo, quien, a pesar de venir de Extranjia tenía una sazón especial para las garnachas. Sabía un buen de cocina. Se me hace que era su verdadero oficio. ¡Qué policía ni qué nada! Le dio nueva fama al sitio, a pesar de que ya estaba acreditado. Hizo un aderezo especial para niños, por lo que aumentó la clientela familiar. Cada noche, el Jovion  -así se escribía el nombre del escocés- platicaba de las comidas exóticas que había probado en la India, en Tailandia y decía que los platillos mexicanos los sabía elaborar porque su esposa le enseñó.
            Jovion nos explicó que su nombre se pronunciaba como “lluvia” o “yovian”. Así las cosas, preferimos llamarlo “El tormenta”.
            La señora dejó de ir a cenar a raíz de que “El tormenta” le dio un beso, pero después me la encontré en el puesto de la vendedora de pijamas y le estaba diciendo que, en una de esas pláticas el gringo soltó la carcajada y alcancé a ver que tenía los dientes hechos raigones. El besito fue, entonces, lo que la acabó de espantar.
            Del puesto lo corrieron, porque todo el tiempo estaba tomando de una anforita y la gente empezó a darse cuenta de que estaba borracho. “El tormenta” no le dio importancia, pues, empecinado en olvidar la muerte de su esposa y sus hijos, nada más lamentó que la gente no lo comprendiera.
            Cuando atravesaban, él y su familia, una avenida en la ciudad de Nueva York, les dieron de balazos y su gente murió acribillada. Jovion se salvó de milagro, pero tuvo que huir de los Estados Unidos. Fueron pistoleros de una mafia en la que estuvo infiltrado como espía. Esa misma historia nos la contó de otra manera: que los sicarios dieron con su casa y rafaguearon a todo mundo. Como los creyeron muertos, se fueron; pero, cuando “El tormenta” regresó, la esposa le dijo es mejor que huyas, y nunca los volvió a ver. Decía que le gustaba platicar conmigo porque le recordaba a su hijo, que tenemos la misma edad, pero hay quienes se jactan de que les confesó que fue él quien cometió los asesinatos. No dijeron si había explicado por qué; pero, lo que resulta claro, es que a nadie le dijo la verdad.
            Era violento, a pesar de su aspecto dulce y bonachón. Traía una mochila y ahí cargaba su pistola. Decía que se la dieron en la Scotland Yard, que para ellos trabajó, que ahí le encargaron la comisión de ir a espiar a esa mafia en la que lo cacharon y lo iban a matar. A veces lucía una chamarra negra, entonces se le veía un tahalí como el que usan algunos judiciales.
            Aquí en el barrio, nos enseñamos a malpensados. Para mí, que el que asaltaba era él, pero ya bien jarra no medía, no seleccionaba adecuadamente a sus víctimas y, con todo y pistola, le daban lo suyo. Tuvo suerte de que los asaltados se hayan conformado con partirle su madre. En este lado no nos andamos con cosas: la justicia se hace a trancazos, como debe ser. En la procu nada más es puro rollo, venganza reglamentada, por eso nos hacen los mandados. Tan es así que del lado de los tacos, de ahí donde trabajaba, le aventaron a los cuicos de migración que lo anduvieron buscando. ¡Dizque no dieron con él!
            Era un costal de moretones y golpes contusos. Quién sabe cómo le hizo para recorrer tantos lugares en busca de la señora, si apenas podía caminar. Días después, uno de los del changarro prendió el radio mientras cenábamos y se oyó una música rara. Bueno, para ellos era rara. La señora y yo supimos que era música de gaitas. Alguien del turno anterior quiso ver si era cierto que ese radio agarraba estaciones de todo el mundo y estuvimos oyendo esa frecuencia de Inglaterra un buen rato. La señora se despidió, pero se detuvo bruscamente. “El tormenta”, sentado en la jardinera que estaba junto al puesto, la tomó del brazo.
            ¡Mi amiga! ¡Mi mejor amiga! Y los ojos azules amarillentos se iluminaron y los labios, igualmente amarillos, se abrieron en una sonrisa desgarrada. Estaba más flaco que de costumbre. Quería parecer invulnerable. La verdad era que ya no podía con su alma, por más que dijera ¡Oh! ¡No es nada! Me asaltaron, pero yo me defendí. Mandé a ellos a hospital, you know. Ahora tengo dos costillas rotas, right, pero con este faja voy a estar bien. Y enseñó el codo derecho. ¡No morado, sino púrpura tirando a negro! A mí también se me enchinó la espalda. La voz de la señora se escuchaba serena cuando le dijo que esos golpes son de consecuencias graves. Los pasos en la azotea, quién sabe dónde quedaron, porque le dijo de cosas, feo. Hasta vergüenza me dio.
            Mire nada más, Jovion, usted, cuando no está preso, lo andan buscando. Si no son los otros briagos que le echan pleito, son los policías que se lo llevan al Torito y si no, los borrachazos que usted mismo se da. ¡Ya párele! ¿Por qué se deja al garete? ¡Qué se quiere morir! El escocés le lanzó unos ojos cuajados de tristeza y una sonrisa burlona. La señora se quedó tan helada como yo.
            “El tormenta”, seguro de los puntos que estaba ganando, se quejó de un dolor de cabeza. Con exhibir la angustia por sentir algo inflamado, logró conmover a la señora; pero, en cuanto ella se ofreció a conseguirle una aspirina, volvió a las andadas, quiso hacerla menos por no traer las pastillas en su bolsa. Con su sonsonete de ohhh…, no… no… yo traiga aquí… en mi bolsa… yo voy, me dio coraje. Creo que la señora también se enojó, aunque se controlaba más que yo. Le ganó la compasión, le tomó una mano, lo miró a los ojos y le volvió a preguntar si de verdad se estaba atendiendo esos golpes.
            ¡Pinche Jovion! ¡Ni porque estaba boqueando dejaba de darse su paquete! Según él, tenía que ir con médico a las cinco de la mañana. Estoy esperando aquí las cinco para ir a hospital, ¿right? La señora se alejó. “El tormenta” le siguió los pasos con la mirada y se quedó mucho rato dirigido al punto en que se le dejó de ver. Había quedado atrás el hombre ofendido que me enseñaba un libro azul, ¡shet! Porquería de regalo, no soy enfermo, nadie mi entiende, ¡no tengo ninguna problema! Pero tampoco estaba decidido a tirar el pequeño manual. Después de todo, resultaba interesante en algunas cosas y un obsequio de ella no lo podía despreciar. A los dos días, la señora se acercó al puesto y, después de saludarnos, preguntó si sabíamos algo de “El tormenta”.
            Murió ayer en la madrugada. Quedó tirado en la escalinata de la farmacia del Hospital General. Quería comprar un analgésico. Estuvo mucho rato pidiéndoles a los que despachaban, pero nadie le hizo caso. Es que también luego se iba sin pagar. Del Oxxo le dieron un cafecito y se lo estaba tomando con calma; pero dejó bombos a los de la farmacia de tanta súplica y uno de los chavos, que a veces le regalaba de las muestras de los laboratorios, salió por fin a darle unas gelatinas para que se callara la boca; pero, en ese momento, el Jovion se fue para el suelo, vomitó sangre y ya no despertó. Llamaron a la ambulancia pero no se lo quisieron llevar, porque estaba muerto. Cargó con él la Cruz Verde.
            Un llanto congelado se estancó en los ojos de la señora. Los recuerdos, cual soldados desfilones, traían al “Tormenta” cuando le servía los tacos que había pedido, con un tenedor de plástico en su plato, cortesía del gringo. Siempre quería guisarle a la señora. El día que la besó hasta se peleó con el Óscar. Y se salió con la suya, mojó una tortilla en la salsa para niños y se la dio en la boca. ¡Por Dios! ¡Ella comiendo de su mano! ¡Nadie daba crédito!
            La señora siguió su camino. Se detuvo con dos o tres personas. Conversaba con ellas y cada una le confirmaba que el escocés había pasado a mejor vida, pero llegó con la vendedora de pijamas y alimentó la idea de que tal vez le hicieron una broma pesada. ¡Ay, no, güerita! Ese que quedó tirado en la farmacia no era “El tormenta”. No, era otro señor. ¡El escocés ahí anda! ¡Pues si yo vi todo el relajo! Me quedo a cuidar la mercancía. Al gringo lo conozco porque trabajó conmigo dos años. Después se fue porque se enredó con una estúpida y luego regresó ya solo. Sí, pero el que se murió aquí era otro señor, no era él. Yo estaba cuando llegaron los de la ambulancia.
            Localizaría al hombre y haría gestiones por él. No era doctora, pero se dio cuenta de que el gringo desfallecía de cansancio, de hambre, de tristeza. La última vez que hablaron ya mero lo abrazaba. Qué bueno que no lo hizo. Él no quería nada de nadie, a veces era muy grosero y la hubiera mandado a freír espárragos.
            La pequeña oficina en la Nueva Atzacoalco también era un lugar triste. El día llegó a su término y la señora se encaminó hacia la parada del camión. Allí la recogía en mi taxi; la última dejada. Cuando nos saludábamos, se escuchó una gaita. ¡Inconcebible en ese lado de la ciudad! A la señora se le ocurrió que los fabricantes de whisky, los que llevaron gaiteros a la Condesa, tal vez estaban ahí haciendo promoción.
            No quisimos ver dónde estaba el ejecutante de aquella melodía. Si era verdad lo que la vendedora de pijamas había dicho, tendríamos oportunidad de ver al gaitero sin buscarlo. Y sí lo vimos: un muchacho que nada tenía de gallego ni de escocés, que platicaba con sus amigos en el camellón y tocaba una gaita española.
            Ella sintió que le dieron un trallazo. El hombre que nació en Glasgow, que probó las delicias exóticas de la India y de Tailandia, que era ninja y policía, que hablaba nueve idiomas, que lloraba por su esposa y sus hijos, que la miraba con deseo y se atrevió a besarla después de pedirle una cita para dejarla plantada, no volvería a recibir la luz del sol.







miércoles, 15 de junio de 2011

Cacharros ruidosos

Los lavaderos es el sitio más concurrido de la azotea en donde vivo. Allí se lava la ropa, pero también los platos. A veces sirve de muro de las lamentaciones, pero esa vez, Estela y yo recordábamos anécdotas del edificio y nos burlábamos de algunas tonterías que sucedieron. Mientras, Brendita, su retoño, ayudaba a Doña Adelina a fregar una pila de trastos, y se enfrascó en un comal. Tallaba, tallaba, y de repente exclamó: “¡Ay, ahora sí ya se puede ver lo que dice!” “¿Qué dice qué?”, preguntó Estela, pero la niña comenzó a leer:

-Gra cias a mi ma dre por su ca ri ñoy a po yoen el lo gro de mis me tas Lour des Bar ra gán se cre ta riae je cu ti va bi lin gûe.

            Estela se carcajeó: “¡Pinche Adelina manchada! ¡Agarró de comal el reconocimiento de su hija!”. Adelina sonrió y nada más contestó: “Pus ahí sirve”.

            Reflexioné acerca de esta forma de ser tan burda, pero Doña Adelina es una mujer que sí cumplió el compromiso de ayudar a Lourdes a salir adelante. Es trabajadora doméstica y le dio a su hija una carrera, logró la meta que muchos dicen trazarse. Su descendencia tiene algo mejor de lo que a ella le tocó.

            Tuve oportunidad de hacer esto mismo, y no pude. Teniendo más estudios y mejor nivel social, ¡no pude! Sencillamente, me eché para atrás ante el esfuerzo que implicaba sacrificar mi vida por una mocosa, que a fin de cuentas, nada me iba a agradecer. Pero estaba en un error. Minerva sí me quería. Yo la orillé a que dejara de hacerlo. Me fastidiaba ir a los eventos de su escuela, y el l0 de mayo, ¡insufrible!

            Un día, no hubo más remedio que ir, pero fui a recogerla, no estuve en la fiesta. Corrió a mi encuentro agitando una muñequita de papel, era mi regalo. No lo recibí. Le dije “ahí guárdalo”, pero ella insistió en  dármelo cuando íbamos a la parada del camión. Al subir, dejé caer el presente diz que por pagar los pasajes. Mine me vio, le sostuve la mirada con una expresión torva: tenía a flor de labio el “no te quiero”.

            Pasó el tiempo, Minerva me hizo algunos regalos más, el último  fue en l990. Un plato que tiene dibujada una casa que le tira a fortaleza, porque está bien plantada en el suelo y tiene un alcázar en lugar de chimenea. Hay pasto verde y tiene forma como de islote o la cima de alguna montaña. Sugiere movimiento de olas. Hay un árbol, hojas, aunque no frutos. La inclinación de las ramas indica viento, es de noche, hay luna, estrellas y un pájaro en pleno vuelo. A través de las ventanas de la casa, hay luz; desde luego, artificial, aunque por momentos tengo la sensación de que en la casa es de día y afuera  de noche. El pájaro va en sentido contrario al que llevan las ramas del árbol. Difícilmente podría ser un comal, Lo conservo intacto.

            Hace como siete años, una de las veces que escombré estuve a punto de tirarlo con todos los trebejos que se fueron y todavía no entiendo qué me lo impidió, que detiene, aun ahora, el impulso de romperlo.

            Creo que a Lourdes no le molesta que su madre use de comal una placa que es para colgarse en la pared. Sabe que cuenta con ella. Adelina tiene a su hija en dos sitios importantes: su corazón y la estufa.