miércoles, 25 de mayo de 2011

Los tres guijarros


Nada sale como uno lo planea, era el enunciado favorito de mamá. No sé después de cuántas veces que se lo oí decir empecé a pensar que no tenía caso plantearse metas.


Según yo, no quería vivir una vida rígida y cuando cumplí diez años ya tenía más que grabado que tener propósitos era ponerse estorbos.


La verdadera marca de ese dicho la siento hasta hoy, después de un poco más de mil sesiones de terapia. Cuando era niña, (9 años) tenía un álbum de historia de México. Las estampas que me quedaban repetidas las guardaba y llegaron a ser como una baraja. Jugaba con ellas a que ponía dos al derecho y una al revés. Después de mucho tiempo de jugarlas las conocía tan bien que podía profetizar en dónde iba a quedar cuál y, sobre todo, descubrí que podía decidir cuál estampa quería que saliera y cuál no.


Eso contradecía la máxima familiar. Deseché las estampas ese mismo día. Olímpicamente las tiré a la basura después de que habían sido por más de un año mi juego favorito. Ya había aceptado que en la vida, para que las cosas me salieran, tenía que hacerlas a troche y moche, sin planearlas, y si las planeaba era con la condición de que no me salieran. 


Lo bueno y lo malo a la cara sale, era otro de sus principios. Entre más lo recuerdo más clara veo la cara de fuchi con la que siempre me miraba. Con el pelo chino y corto, más parecía un capataz que una madre. Cuando trabajaba en su consultorio, la bata y los zapatos blancos con antiderrapante le daban un cierto aire de monja o mujer policía. Nunca entendí qué le vieron sus pacientes. Creo que confiaban en ella precisamente porque no vivían con nosotros, no conocían, como ella también decía, el otro yo del doctor Merengue. 


En esa época tuve la manía de buscarme a cada rato en el espejo. A veces, me costaba trabajo reconocerme porque no veía siempre las mismas facciones. No sabía en realidad cómo era físicamente; las tías me decían que bonita, pero mi rostro no me gustaba, más bien me parecía feo, sentía que esa no era yo, y las pocas veces que me acepté, lo hice con miedo de que no durara la belleza más que un ratito. Me devastaba saber que después volvería a contemplar por semanas y semanas, el rictus amargo de siempre. Hasta la edad adulta tuve la capacidad de reconocer que ambas caras eran la mía.


Paliza de órdago, eran otras palabras que muy seguido le escuchaba. A medida que crecí las fue diciendo cada vez menos. La última vez que la vi ni siquiera las mencionó, como si nunca las hubiera conocido y mucho menos pronunciado, pero yo, nada más con su presencia, sentía unos retortijones de órdago. 
Era raro que nos quisiera explicar, a mis hermanos o a mí, qué quería decir alguna palabra de las que usaba. Siempre nos decía que nos fijáramos con qué tono la decía, con qué otras palabras, y así podríamos deducir el significado. Las cosas de órdago no siempre eran palizas, pero ninguna era bonita.


Y cómo iban a ser, si la palabra tiene que ver con Ordalía, que en la Edad Media era como se llamaba una forma de ejecutar a los sentenciados por la Inquisición. El método consistía en someter al acusado a una serie de torturas de las que debía salir ileso para confirmar su inocencia. De acuerdo con los tribunales de entonces, si eso sucedía era porque Dios estaba indicando que el inculpado no merecía ese trato y debía ser exonerado. 


Hace unos dos años, llegó a mis manos un Diccionario de Expresiones Malsonantes del Español y encontré la palabra órdago. Me dolió ver en un diccionario de groserías una palabra que tanto me impresionaba por venir de quien venía y prometer lo que nos cumplía. La certeza de que es una expresión que se usa en los arrabales de España francamente hirió mi vanidad, pero también hiere mis sentimientos asistir al hecho de que mamá nos dio una infancia de órdago a mis hermanos y a mí por la simple razón de que desciende, como hija de criolla, de la gentuza de allá.


Al escribir este texto, me he dado cuenta de que está saliendo mi madre, el ser que me dio la vida y al que le guardo más resentimiento. Antes de cumplir 30 años, llegué a la conclusión de que nada más hay dos tipos de mujer que no le guarda rencor a su madre: la mentirosa y la huerfanita. Yo no soy de esas.




Quizá sería pertinente poner aquí de dónde me viene la inclinación a escribir, y sale a relucir mi padre. Él me inculcó el gusto por la lectura y aunque se lo agradezco, no dejo de ver que lo hizo por conveniencia. Si yo me enfrascaba en un libro de cuentos, ya no hacía preguntas incómodas. Aunque para ser sincera, en casa, preguntar la hora bastaba para incurrir en una indiscreción mayúscula.


Mamá nunca dejó que tratáramos a los familiares de papá, y por esa razón es hasta ahora que rebaso el medio siglo, me he enterado de que, por el lado paterno, desciendo de una serie de escritores que se remonta a la época de la Primera Guerra Mundial. A quien conocí de ellos es a un primo hermano de mi padre, que es sacerdote jesuita y se llama Carlos González Salas, cronista de la ciudad de Tampico. Mi papá era de allá.


Con mi padre también estoy resentida. Entre otras cosas, porque por un lado, me decía que era inteligente, que podía tener, dicho con sus palabras, “una cultura humanística padre”, pero por otro lado, me golpeaba cuando no daba una en matemáticas. A veces hasta creo que le hubiera frustrado que alguna vez sacara una calificación decente en esa materia, porque entonces, no habría motivo o más bien pretexto para los golpes.


Otra cosa que no pude entender sino hasta hoy, fue que no nos rescatara, ni a mis hermanos ni a mí, de las garras de mamá. Y lo escribo así, porque así lo vivimos. Un médico psiquiatra le dijo que su esposa tenía esquizofrenia y que lo más conveniente era que se divorciara, le quitara la patria potestad sobre nosotros y que la dejara, que nos llevara consigo a otro lado a iniciar una nueva vida y no lo hizo. Argumentó que “no podía hacerle esa jijez a una pobre mujer que estaba hospitalizada”, y con ello nos condenó, a mis hermanos y a mí, a una vida de sinrazón que no teníamos por qué padecer.


Con los años entendí que el verdadero motivo que tuvo para ello fue que, afectivamente, no éramos sus hijos, sino “el pinche ganado de la buscona esa”, que se le había entregado antes del matrimonio para poder titularse de cirujana dentista, cosa que la abuela y las tías no le podían o no le quisieron ayudar a costear. Él fue el amante patrocinador de la segunda mitad de su carrera y fue motivo más que suficiente para que los parientes políticos, es decir los abuelos paternos y por ende los demás, no nos aceptaran.


Mamá fue díscola. Ante nosotros se presentaba con un aire de superioridad, de rigor moral a toda prueba, de ejemplo de mujer liberada y feminista, que tenía una profesión y que al mismo tiempo se desempeñaba como esposa, madre y ama de casa, ¡la gran admirable! ¡Chiflaba, bailaba y cantaba al mismo tiempo! 


Hoy puedo contemplar que esos aires de grandeza nada más transmitían un mensaje: “A ustedes no les importa lo que yo haya tenido que hacer para ganarme mi título, pero sí van a pagar los platos rotos de todas las broncas que tuve por eso y que no supe resolver.” Para ella tampoco fuimos sus hijos, sino más bien la secuela de una chamba desagradable que tuvo que hacer para subir, de ser la simple hija de una fritanguera, a ser toda una profesional, ¡en un trabajo que allá, en la España antigua, ejecutaba cualquier pinchurriento barbero! ¡La cenicienta grotesca!


Verla así, como princesa de pacotilla, o como mala persona, me ayuda a sobrevivir, pero también me ha impedido recordar que de niña ganó un concurso literario. El libro que obtuvo de premio lo conservaba como uno de sus bienes más queridos.



lunes, 16 de mayo de 2011

Ayer y hoy

La vecindad es el sucedáneo de la cárcel, por eso da tanta vergüenza vivir ahí. La gente niega el pasado tortuoso y barriotero del mismo modo que nuestros abuelos ocultaban su origen de campo y pueblerino.

            En mi niñez, la pobreza era algo que pertenecía a la azotea, allí  vivían las sirvientas. Un día, Ma. Alura y yo nos acordamos de algunas que ya se habían ido, entonces, mamá entró furiosa a nuestra recámara:

-¡Aquí no se vuelve a hablar de las criadas! ¡No son de la familia! ¡Gata que se largó, es gata muerta! ¿Lo oyeron?

            Ma. Alura dijo en seguida “sí, mamá”, yo me quedé mirando  la escena y mamá me gritó: “¿Lo  oíste tú también?” “Sí”, dije para mis afueras, pero para mis adentros, decidí que si ella las quería olvidar era su bronca. Después de todo, a través de ellas pude entender qué es la pertenencia al género femenino.

            Recuerdo a Rosa. Tenía el pelo largo, hasta la cintura y se hacía una trenza y un copete. Era vivaz y bromista. Sabía algunos trucos de ilusionismo; hoy se que era magia, porque he estado en contacto con magos, pero a los siete años fue un prodigio ver a Rosa quitarse la lengua y volvérsela a poner.

            A mamá le complacía que Rosa pudiera controlarnos. Para ella, nada más era “la única gata que había podido con estas chamacas”, y la premió regalándole un sweater; dos meses después se lo arrebató mientras le daba dos cachetadas y la corría por ladrona.

            Pasaron algunos meses. La expresión asustada de su cara mientras decía “Por Dios Santito, señora, que yo no fui”, mientras besaba la señal de la cruz, había desaparecido de mi mente. Un domingo, a fuerza de mucho insistir, logramos que papá y mamá nos llevaran al cine. Al regresar, Alejandro se adelantó pero al intentar abrir, la puerta cedió. Mi hermano dijo, asustado, “¡Robaron!” Mamá y papá entraron precipitadamente. Ma. Alura y yo lo hicimos después. Había desorden y faltaba la televisión junto con toda la ropa de mamá.

            Lo que tiene esto que ver con el hecho de que hoy viva en vecindad, es que descubro que tengo una lealtad invisible a las criadas; puede ser que hasta envidia. Las sirvientas eran pobres, pero tenían libertad, podían irse de la casa para siempre sin esperar a crecer, y lo mejor de todo, podían cobrarle a mamá sus ofensas.

            No se cómo sea la vida de hoy para todas esas mujeres; puede ser que Rosa logró vivir en una casa propia o que realmente haya conocido la cárcel, como aseguró papá cuando dijo que “Ora sí ya agarraron a esos cabrones”, lo único que tengo claro es lo que aprendí: para ser pobre, es necesario tener mentalidad de preso.

miércoles, 4 de mayo de 2011

De cómo chiflé a mi máuser con todo y detonaciones

Lo que me sucedió fue un verdadero milagro. El primer paso, admitir que soy querendona chingativa de mi madre. Esta es una enfermedad mejor conocida como mamitis, más identificable en hombres pero las mujeres la padecemos bien que mal disimulada.
         El síntoma principal aparece en la niñez; empieza una a identificarse con figuras tan cordiales como el Coyote y el Correcaminos, Pierre No Doy Una y su perro Patán o Piolín y Silvestre. En la pubertad, solía demostrarle mi cariño rauda y veloz, especialmente al sentirme perseguida.
         Cuando crecí y se me quitaron los miedos, asumí un comportamiento coyotesco: buscaba con afán la forma de ir a regalarle afecto y cuando al fin me hacían el favor de mandarme a saludarla, ya se me había ido el tren. Esto me producía accesos de rabia muy fuertes y me mostraba querendona hasta con la madre ajena. En ese tiempo usé una camiseta que decía: PARA CASOS DE MENTADA, AGARRO MAMÁ PRESTADA.
A pesar de todos los problemas, logré independizarme. Lo sentí cuando la gente empezó a compararme con un burro de noria: todos los días le hablaba por teléfono o de plano iba, aunque no fuera oportuno. Ella también se dio sus escapadas para ver cómo estaba la suya.    Mi vida se había vuelto ingobernable y busqué la ayuda de la meditación. Logré un cambio radical: vivo al estilo Pantera Rosa. Cada vez que demuestro mi cariño, el tizne me cae encima, pero estoy orgullosa de lo negro de mi conciencia. El hecho de que haya desarrollado esta compulsión, en parte se debe a que ella recibía agradecida las muestras de cariño. Estaba convencida de que soy una almita de Dios.
         Nunca voy a olvidar el día que me dijo: “¡Desgraciada, cabrona, huevona, maldita, hija de la chingada!”. Ya ni le quise avisar que se estaba metiendo autogol, pero sí me dieron ganas de llorar: es que no tenía palabras para agradecer a la Divina Providencia. Mi mami había encontrado en las escaleras el patín que se me perdió. Por la cantidad de palabrotas que dijo, deduje que rebotó cinco veces: de panza, de nalgas, de manos, de cabeza y de buche. También de eso era el taco que se daba. Cuando fui a ver por qué estaba gritando, me la encontré tirada a la muy mentirosa, ¡si presumía de que nadie se la había tirado en los últimos diez años!
         Una pierna se le hacía como colgandejo y fue necesario que el doctor la enyesara allí mismo. Fuimos a comprar sus muletas y me fijé que iba dejando pintada la pata. Se me ocurrió que podía pedir chamba los domingos allá en la Plaza México, para marcar los círculos blancos en la arena antes de la fiesta brava, pero ya mejor ni le dije; luego me mandaba al diablo y no era cosa de exponerse. Hay que tener dignidad, ella me lo enseñó. Cada vez que le revisaban el yeso, tenía que acompañarla y francamente no entiendo por qué, si nada más levantaba la pata y todos los árboles se echaban a correr. Los taxistas, luego, luego: en lugar de que ella les preguntara cuánto cobran la dejada, ellos eran los que querían saber. Lo que más coraje daba, es que ella se ofendiera en lugar de agarrarlos a patadas.
Durante las vacaciones, me encomendaba un quehacer de lo más interesante: todas las mañanas me decía que picara una cebolla “para que deveras tengas por qué llorar”. Yo la picaba con alfileres, como si fuera su cabezota y me ponía a buscar todas las canas verdes que decía que le sacaba con mi mala conducta.
         Mientras pensaba en cómo los piojos deambularían por su cabellera, me preguntaba cómo le hacía para lograr ese atractivo tan estrictamente apegado a los cánones de las revistas femeninas: inicualable, escaldufianamente bella, fodongamente maternal, perrunamente casta, gatunamente fiel.
         Siempre terminaba mi ritual pensando que el próximo diez de mayo le regalaría una caja con moñitos multicolores para que se los pusiera el día que llegara mi papá, porque él andaba comprando cigarros en Toluca.  Después me comía la cebolla y el que lloraba era mi novio. A veces creo que lo perdí por exceso de madre, aunque también pudo haber sido por aliento de dragón. De cualquier manera, no me escapé de hacer lo que terminan haciendo todas las mujeres: contemplar la vida desde lo alto del guayabo. Es todo tan duro allí. A veces creo que la que se debería haber ido de compras a Toluca, era mi mami.
Es una lástima que ya esté muerta. Nadie como ella para insultarme. En sus últimos días, le dio por querer reafirmarse los senos, borrar las estrías, quitarse arrugas, pintarse las canas y me pidió que le diera masaje.
         Para abreviar las sesiones, hice una pasta integral con tinte, pomada de azufre, crema de limón y blanco de España; porque no había concha nácar. Añadí Easy Off para la mente cochambrosa, Pato Pudrific y Maestro Limpio para dejarla rechinando, con cutis de porcelana y un aroma fabuloso. A veces, ella misma me pedía el Cloralex. En una semana bajó cinco tallas, se puso feliz y decidí aprovechar esa oportunidad de lucirla. Viéndolo bien, la vieja tenía su lado bonito; cuando me daba la espalda.
         La llevé a Chapultepec. En ese momento concebí un plan maestro,  fuimos al serpentario, y resultó. La dejé ahí.         Así supe lo que es el éxtasis en todo su esplendor. Iba por Paseo de la Reforma caminando sobre nubes, como si me hubiera sacado la lotería. Fui la mujer más dichosa de este planeta hasta que llegué a la entrada del metro. Ahí me estaban esperando los de la menajería del zoológico. Llevaban consigo a mi mami. Que mejor me la devolvían porque era un peligro para las cobras.
         En casa siguió su rutina de belleza y redujo tallas hasta el punto en que me preocupé ante la perspectiva de no tener madre. Le recomendé que suspendiera por un tiempo sus tratamientos. Desoyó y desolló todas mis súplicas. Las tenía colgadas como trofeos junto al espejo de su recámara y se fue haciendo chiquita, chiquita, hasta que finalmente desapareció. Ahora menos voy a saber cuál es la diferencia entre fingir demencia y tener un orgasmo. Ahora que ya no está, solamente me ha quedado una cara qué pintar, una edad qué lamentar, una panza qué esconder y unas nalgas qué prestar.