sábado, 4 de septiembre de 2010

Agradecimientos

Tuve en mis manos el libro LOS HOMBRES QUE NO PUEDEN AMAR, escrito por los doctores en sicología Steven Carter y Julia Sokol, editado por el señor Javier Vergara. Doy gracias a estas tres personas, con cuyo trabajo dispuse de una muy valiosa información para digerir la experiencia que viví con el alcohólico.


-¿Qué esta operando en ti, que estás dispuesta a enfermarte?- fue la pregunta que me hicieron los actores Marconio y Jorge Belaunzarán. Nunca terminaré de agradecerles esa muestra de amistad.

.Este trabajo ha sido también un reconocimiento a mis locos: Nachtoyollotzin Arturo, alcohólico en activo que niega su problema; Jerónimo, tío abuelo materno, borracho, neurótico de guerra que en el frente de la Revolución Mexicana, fue asesino; Juana, abuela materna, comedora compulsiva por querer expandirse para ser tapadera de todos; Antonio, padre, ausente y humillado, mordaz, golpeador, estafador y trinquetero; Tía Genoveva, hermana de Antonio, pianista concertista, compositora y arreglista, que fue obligada a contraer matrimonio con un tipo mediocre, a cuyas manos murió asesinada por una presunta infidelidad; Esperanza, mi madre, esquizofrénica paranoide; mis hermanos: Alejandro, que desde su más temprana juventud nadó en las aguas negras del alcohol, que tocó todos los fondos impensables en un estado completo de orfandad; y Ma. Alura, mitómana; tía Cirenia, poetisa malograda; tía Alicia, monja resentida que prefirió el sonambulismo a falta de agallas para ser insomne; Petrita, ejemplo de codependencia hasta la ignominia.

Cada uno de ellos, con su respectiva dolencia, me enseñó el valor de comprometerse con un proyecto de vida. Desde aquí, un abrazo y un beso para todos, en donde quiera que estén.

Gracias a Irma, por su trato, su buena comida y por el hecho, bastante halagador, de que a estas alturas del partido se siga tomando la molestia de hablar de mí, aunque hable mal.

Mi gratitud a Premalata de Matesanz, amiga y mentora en esta difícil tarea de hacer con podredumbre la composta.

Raquel Olvera me concedió una gracia: asistir a sus clases. Ahí aprendí que para ejercer el derecho de contar nuestra historia, estamos obligados a saber escribir.

Por último, gracias, mil gracias a los padrinos Raúl, Pascacio, Edith, Angélica, David, Ernesto, Juana, Teresa, Esther, Alma, Luís, Eladio, Miguel, Francisco, Enrique y Patricia, por el auxilio emocional que me brindaron y el riesgo que algunos de ellos corrieron al visitar a Arturo en su casa. Gracias por existir y por darle vida a AA y Al Anon.

Un agradecimiento más a los lectores por su tiempo y sus comentarios, tanto si los escriben como si no.

Colofón tabernario

“¿Todas las decepciones son errores? ¡Sorpresa! ¡La respuesta es no!

La decepción puede ser una magnífica oportunidad para el crecimiento personal y la cicatrización de las heridas infantiles… siempre que esté dispuesta a asumir la responsabilidad y a soportar las angustias del cambio.”

Dra. Laura Schlessinger.


La cita anterior ha sido lo más reconfortante que pude hallar en toda la literatura que revisé para poder escribir este libro. En el tiempo que dediqué a su elaboración, me fue benéfico creer que tenía pareja, pues eso me brindó la posibilidad de observar con detenimiento mi bagaje emocional para llegar a saber por qué me enganché, por qué me dormí en mis laureles y quedé involucrada en el lío de pantalones que una restaurantera se traía con varios hombres al mismo tiempo.


Las personas que trabajan en ese medio, están expuestas a convertirse en ayudantes de borrachos. Aquellas que no han resistido la tentación, no sólo se ven impedidas para hacer dinero, sino que muestran, además, una “madurez” y una “amplitud de criterio” que se reducen a dominar el juego de los alcohólicos que tengan enfrente, y hasta para esos bebedores compulsivos, llegan a resultar simple “gente que vive encerrada en su mundito”, según palabras textuales de Arturbio.

Encontrar a ese hombre en mi camino fue tan afortunado como sentarme en un pajar y pincharme con la aguja, y ni hablar; es verdad: nosotras no significamos cosa alguna para ellos, pero ellos sí se encargan de hacer que una toque fondo. En mi fuero interno él ya tiene un lugar. Allí va a seguir siendo “hermano de mi corazón”, por lo que provocó que descubriera; porque, en el afán de brindarle un cariño sincero, tuve oportunidad de conocer AA y su programa, que me dio herramientas con las que puedo distinguir, al momento de estar cerca de algún “briagoberto”, si me toca en suerte ver los toros desde la barrera, o si estoy en riesgo de quedar como una torera, en medio del ruedo y hasta con traje de luces. Espero tomar actitudes de forcado si el animal vuelve a embestir contra mí. Espero también darme cuenta de cuándo estoy citando a la bestia, y por qué.

En una de las juntas Al Anon, descubrí que hay compañeros que ven la cuestión de vivir con un alcohólico así como la veo; estar en la fiesta brava, o en la corretiza de Pamplona, y cuando siento que no voy a dejar de estar en el ruedo porque, como dicen los AA, “Del triángulo sí se sale, pero del círculo no.”, recuerdo que mi única defensa es ilustrarme, prepararme, conocerme más.

Gruñosaurio, el hombre con el que viví, antes de ser actor fue torero y me decía del ambiente taurino con tristeza, pero también con acierto: “¡Ay, niña! En esos lugares, tu único amigo es el toro.”, y en la vida es igual: en todo este merequetengue, mi único amigo fue Arturo.

Ciudad de México, 30 de Noviembre del 2008.

Tabernícolas, huevosaurios, pedodáctilos y mamuts sin lana. Epílogo

El silencio, tortura para el que quiere hablar; estrategia para el que da la guerra; disciplina para el que quiere saber, ¿quién será el castigado de los tres? Muchas veces me conduje en la familia permaneciendo al acecho, y al mismo tiempo que aprendí a cazar el punto, empecé a hablar sola. Guardaba delante de todos el silencio que había que guardar y cuando me quedaba sola, dialogaba hasta con el aire, porque confiaba en que no era vista ni oída y no sería entonces juzgada, culpada, recriminada o criticada, pero también tenía la certera frustración de no contar con nadie que me diera o me negara la razón.


“Tú dices cosas que por nuestra hipocresía no estamos acostumbrados a decir, pero no es mala onda”, me dijo una vez en el camerino Teresa Valenzuela. Representábamos para las escuelas una obra de Sor Juana. Era mi primer trabajo profesional y estuve a punto de ser excluida por haberle dicho al director que sus clases eran las más aburridas del mundo.

Cuando hablo sola experimento placer, delectación, éxtasis, cosas muy cercanas a la felicidad, que tienen que ver con ella. En aquel ensayo estaba ebria de triunfo: la familia no quería que fuera actriz y ahí estaba, en ese momento precioso de mi vida, en un montaje profesional. Tan completa me sentía, que dejé de guardar silencio.

Cuando era niña y comencé a hablar sola, estaba embriagada con mis propios pensamientos. Con el sonido de mi voz y mis palabras; ahora deseo que la imagen de mis letras tenga un eco, una respuesta, y aquí está, por consiguiente, todo el silencio guardado por decenios.

No se qué tanto se parezcan la vergüenza de un borracho en la resaca a la sensación que tengo de ser descobijada cuando hablo sola y reparo en que alguien me ha estado observando. Antes de mis terapias, montaba en cólera y me desquitaba hasta con el papelero. Con la ayuda de mis doctores fui viendo que eso es una costumbre que desarrollé porque me dejaron sola y, buena o mala, es sólo eso, una costumbre. No estoy hablando con nadie, sino diciendo en voz alta lo que pienso o lo que más adelante voy a decirle a alguien, repasando una y otra vez mi guión: corrigiendo y aumentando.

He aprendido también a fijarme en la reacción de aquellos por quienes soy descobijada. Se divierten o se asustan, eso es algo que está fuera de mi control, pero me gustaría más que la gente se divirtiera.

Investigué, profundicé y conocí por sentimientos de culpa. Sin esas culpas, estas cuartillas no existirían, sin esas culpas, no podría darme cuenta de que así como mi madre esquizofrénica está zoocializada, yo he alcanzado por mi cuenta un cierto grado de zoobriedad:

Cuando lo considero pertinente, me hago pata o me hago buey. Si el sahumerio de los sahumadores está chido, voy a rastras, me arrincono y con mucha urbanidad, doy el saludo a mi cola.

A veces, avanzo por la vida con paso de tortuga y si tengo mala suerte, rebuzno en vez de rugir o de perdis, relinchar. A menudo creo que estoy barritando y es que sólo fue un farfullo. Si me doy por insultada, como todo un león mugiente, queriendo dar el zarpazo, doy el golpe de testuz y me rompo la cerviz. He aspirado en no pocas ocasiones a llorar lágrimas de cocodrilo, las de sangre duelen más y al derramarlas, no gozo de credibilidad.

Recibí dos propuestas de matrimonio. Rechacé ambas, pero uno de ellos, el que me daba la segunda oportunidad, me dijo la percepción que tuvo de mí: “Uno te ve y dice qué bonita mariposa, pero de cerca, ¡ay mamacita! ¡Si es un halcón!”

No sé si estuve bien o hice mal, pero me enorgullecí. Me gusta que la gente me vea de esa manera, es como tener un letrero de guardián que dice: “Si no me puedo ganar tu respeto, siempre podré ganarme tu miedo”. Dominaré mis demonios en la medida que deje de planear en circunloquio, para aterrizar y encontrar felicidad en el trato directo con los demás.

En el tiempo en que fue terriblemente angustioso vivir en mi edificio, una de las vecinas que me hostigaban se refirió a mí como a una “pinche ave de rapiña”. El zopilote y el cóndor son aves homenajeadas. Esta señora me tachó una vez de ladrona; si me vio como un gavilán, al menos me reconoció capacidad de vuelo, fiereza, astucia y cautela, atributos indispensables para vivir en humilde vecindad.

Hace nueve años, recibí un bautizo náhuatl en un tianguis del metro Insurgentes. Por el día en que nací, 8 de Septiembre de l957, según la conversión a calendario azteca, me correspondería llamarme Ixcuincíhuatl, mujer perro, o Tochtlicíhuatl, mujer conejo; tuve la oportunidad de elegir cuál de los dos nombres quería, porque solamente podía tener uno. Me quedé con el segundo por todos los atributos: seductor, prolífico, previsor, pero sobre todo, por la creatividad. ¡La capacidad de cazadora y la lealtad cuando me comprometo, se las debo al perro! ¡Carajo! Yo quería ser de la familia de los totoles que imponen, pero bueno, siempre tendré el consuelo de que la ira me transforme en una linda cuauhtochtli, es decir, una simpática ardilla.

Hace relativamente poco, llegó a darme el avión un horóscopo chino, donde leí que Arturo es perro de tierra y yo soy gallo de fuego. El canto del gallo es graznido. No deleita, avisa que sale el sol.

A veces pienso que vivo sola nada más para creer que soy buena; todos tenemos derecho a una ilusión, ¿no?


Ciudad de México, 20 de Noviembre 2006,
a 7 días del fallecimiento de mi padre, cuyo
alcoholismo descubrí hasta las últimas
entrevistas que tuve con él.

Tabernícolas, huevosaurios, pedodáctilos y mamuts sin lana. XI

“Hay mujeres cuya única aportación al hogar son las nalgas.”
                                               Papá.

“¡Desgraciado! ¡Mi dote yo la llevaba en estudios!”
                                                                       Mamá.

XI

Es triste darse cuenta de que nuestra sociedad desprecia tanto a las mujeres, que ni a nosotras mismas nos interesa el potencial femenino para ganar dinero.
Ayer, cuando iba a trabajar, pasé por las tiendas de trajes de novia y de l5 años de Insurgentes. Me detuve, como hago de unos cuatro años para acá. Veo bordados, modelos, telas, estampados, aprecio el que está bonito, aquel ostentoso, el otro elegante…
Al estar viendo los trajes me vino a la mente el recuerdo de una fotografía de mi madre con su vestido de novia. También recordé otra foto, donde aparece con mi padre, ambos pergeñados para la ceremonia, pero la que más tengo presente, es la otra, porque era una fotografía grande y estaba en la sala, en el lugar principal: como que papá no contaba para nada, nunca estaba, ¿cómo diablos iba a contar? El acarreaba dinero y ya.
Mi madre me platicó algo de los preparativos de su boda: ya estaba embarazada de mi hermano y papá le dijo “No me salgas ahora con que quieres tu vestido blanco”, y mi tía Alicia, indignada, explotó. “¡Ah, cómo de que no! ¡Te lo mereces, qué!”
Por lo que se veía en la foto, mamá tuvo su vestido blanco; lo que no se es con qué dinero se pagó. ¿Lo compró papá? ¿Se compró con recursos de Alicia? ¿Se cooperaron ella, Cirenia y mi abuela para que pudiera vestirse de novia?
Cada vez que me detengo a observar algo, descubro que solo camino sobre las ruinas de mi ciudad antigua, por donde aún circulan riachuelos de lava y cada piedra es una brasa. Ese es el conocimiento que me lastima cuando lo encuentro, y ese es el conocimiento que busco aunque llore, porque crecí con un sentimiento de ser inmolada en forma inmisericorde para conservar un orden inexistente, y nada más me conformaría con saber por qué.
Al mirar mi pasado, veo también el de mis hermanos, que compartieron la misma suerte de nacer en esa cloaca que me tocó por familia.
Desde mi primera infancia, recuerdo a Alejandro como un pendenciero, hostigante y amedrentador. Gracias a los amigos que tuvo cuando íbamos a la misma escuela y a los que azuzaba para que me molestaran a la hora del recreo, me grabé que la mala noticia por excelencia era: “Adriana, ya nadie te quiere”, lo peor de todo es que llegué a creer que era cierto. También recuerdo que mi madre lo ponía a trapear la cocina; lo obligaba a arrodillarse y limpiar a gatas el suelo, mientras usaba el palo de trapear para golpearlo.
Debo haber tenido unos 7 u 8 años, la puerta estaba abierta y mamá gritaba. Alejandro estaba escaleras arriba en el pasillo, completamente desnudo, llorando, de cara hacia la pared y le decía: “Por favor, mamá, te lo suplico”. Ella, con un cordón en la mano que hacía las veces de látigo le ordenaba: “Voltéese, camine derecho”.
No era la primera vez que lo mandaba desnudo a la azotea del edificio y tampoco fue la última; meses después, lo bajaba a escobazos porque Alejandro mal vestía un pantalón de mezclilla que le quedaba corto.
Las trabajadoras domésticas que vivían en los cuartos le dieron aquel pantalón para que se lo pusiera mientras estuviera lavando su ropa, aunque después se lo quitara para volver a casa y hacerle creer a mi madre que todo el tiempo había estado tal como Dios lo echó al mundo. Desgraciadamente, a ella se le ocurrió subir. Tiempo después nos cambiamos de casa; estoy segura de que esas idas allá arriba de Alejandro en traje de rana causaron un escándalo y esa, probablemente, haya sido una de las razones por las cuales nos tuvimos que mudar. En el nuevo edificio, ¡mi mami se guardó muy bien de enseñar tales cobres! Allí, el vecindario era pípiris náis, pura familia judía; otros recursos, otra cultura, así que allí, ¡derechita!
Mi hermano no tenía recámara; dormía en el sofá de la sala. Tenía que ser el primero en levantarse y el último para irse a dormir. Le prometieron que allí en la nueva casa ya iba a tener su recámara y sí, compraron un sofá cama y lo pusieron en lo que era el cuarto de estudio; pero jamás fue acondicionado como recámara; se puso el piano, la televisión y ni siquiera un ropero. Era el cuarto de estar. Una vez más, “El Cerdorino”, como le decía mamá, se tuvo que comportar como huésped arrimado al que sólo le brindaban un rincón.
Todavía en la casa anterior, recuerdo a mis padres; una vez permanecieron como piedras viendo la televisión, mientras mi hermano les decía que ya tenía mucho sueño y que se quería dormir. Otra vez, obligaron a Alejandro a levantarse y vestirse a pesar de que les decía que se sentía mal y necesitaba descanso. Papá llegó a darle dos cinturonazos y le dijo que no se estuviera haciendo el enfermo, que ya sabía las costumbres de la casa y no tenía que dar mal aspecto en la sala. ¡Y luego por qué, años después, se quedaba tirado de borracho en el pasillo de la casa de las tías!
No es mi intención refutar los conocimientos de los médicos que afirman que los enfermos alcohólicos son seres que ya nacen con una predisposición emocional y fisiológica para embriagarse, pero estoy segura de que esos vejámenes que mi hermano sufrió en su infancia jugaron un papel decisivo para que acabara como acabó. Alejandro murió de tristeza, más que de alcoholismo o diabetes, lo sé como si estuviera aquí, junto a mí, y me hablara de lo que sintió.
El l0 de noviembre de l987 intenté por primera vez pensar en mi madre sin enojarme. Fracasé. Hoy, 11 de noviembre del 2006, vuelvo a pensar en ella con un dejo de comprensión.
Mis hermanos y yo fuimos blanco de todas las frustraciones que tuvo en su matrimonio, porque no es posible que obre con cordura y justicia un ser que es humillado hasta en sus más íntimos deseos.
Las mujeres no vivimos de acuerdo con nosotras mismas, al educarnos para depender de un hombre, no somos capaces de asumir nuestra posibilidad de ser madres y resulta que, al tener un hijo, lo aceptamos de buen grado si tenemos al padre del niño a nuestro lado, que nos esté reconociendo y manteniendo o medio manteniendo a la prole; pero en cuanto se va, el hijo es un fardo que nos molesta cargar, porque nada más tenemos hijos para dárselos a los hombres. Creo que mamá no necesitaba casarse; de hecho ninguna mujer lo necesita. Son los hombres quienes sacan raja del matrimonio, nosotras no.
Cuando mi madre se descubrió preñada, estaba en mejor situación que yo; tenía su profesión, pero se aferró a mi padre porque en 1952 era más vergonzoso ser madre soltera que en l974, y no podía correr el riesgo de esperar uno, dos o cinco años o toda la vida la aparición de un suplefaltas, teniendo a la mano al responsable de su preñez.
Mamá se enfrascó en la idea de que no tuvo caso darme la vida. Ella decía que por puta, pero creo que el verdadero motivo es porque no resulté la sumisa que esperaba, porque no se cumplió su deseo de que fuera su enfermera y dama de compañía, entiéndase su sirvienta.
Para mí, es claro que en realidad ella no quería casarse ni tener hijos; lo hizo porque en su tiempo, la exigencia social era mucho mayor que ahora, pero no nos amaba. En este sistema, las mujeres no tenemos un verdadero chance de dar vida; lo que recibimos en cada hombre que nos llega, no son oportunidades de amar, sino una presión encabronada para producir gente, entre más de mala gana, al garete, o a quemarropa, mejor. Ella y mi padre se casaron por falta de anticonceptivos y porque ambos se permitían jugar a que tenían un matrimonio sin tenerlo.
Mamá decía que yo era su hija predilecta, pero eso fue una argucia que inventó para acallar sus sentimientos de culpa. Sus tres hijos, de alguna u otra manera, estuvimos en peligro de morir cuando éramos bebés. Conmigo Esperanza tuvo que pasar acostada todo el embarazo, nací dos meses antes de lo que me correspondía, estuve en incubadora y mamá decía que era un triunfo darme de comer porque todo lo vomitaba, que había que alimentarme con gotero y una fórmula especial, recetada por el pediatra. Un día me dejó encargada con la abuela Juana y no le dio instrucciones de cómo era la dicha fórmula. No llegó a tiempo, empecé a llorar, la abuela se encomendó a Dios, llenó un biberón con leche de vaca, que de todo lo que tenía, era lo más adecuado para darle a un bebé, ¡y hasta pedí más! ¡Se acabaron para siempre los goteros y vomitadas! El profesor Javier interpretó que en realidad mamá me estaba matando de hambre y que la abuela, providencialmente, puso al descubierto el juego.
Uno de los más grandes daños que recibimos las mujeres, es cuando nos inculcan en casa que podemos fijarnos metas que requieren años de dedicación y de pronto quedan truncas las ilusiones. Una mujer que se ve forzada a mandar al caño su proyecto de vida, jamás va a ser buena madre; no tiene con qué, y lo más seguro es que tampoco tenga por qué: bastante hace una con no abortar.
Una mujer con recursos, como era mi madre, puede sentir, con la posibilidad de un hijo no deseado, la misma desesperación que una marginada, porque bajo la circunstancia de un embarazo inesperado, se da cuenta de que sólo vive con la cabeza llena, pero las manos vacías.
¿Cómo parar en seco ese genocidio hormiga que le es encomendado, bajita la tenaza, a cada mujer en edad reproductiva? ¿De qué manera se puede romper ese círculo vicioso de crueldad? ¿Evitando tratos con los hombres? ¿Negándose a tener relaciones sexuales? ¿Rechazando cualquier posibilidad de contraer matrimonio? ¿Viviendo sola? ¿Esterilizándose? Todo esto es posible hacerlo; pero no lo hacemos todas. Nada más unas cuantas loquitas nos atrevemos a intentarlo, y digo intentarlo, porque logramos algo de eso por un tiempo, a veces años, pero no para siempre.
Mamá quería ser religiosa y tal vez en un convento hubiera sido bien recibido su título de Cirujana Dentista. Tía Alicia ingresó a la orden de San José de Lyon cuando la abuela tenía un año de muerta y por poquito no la reciben. Las monjas encargadas de seleccionar a las aspirantes ponían el grito en el cielo: “¡Dios mío! ¡Parece una plaga! ¡Todas las hermanas llegan con puro comercio, que aquí no les sirve de nada!”
Mis tías estudiaron para secretarias bilingües mientras que mamá tuvo universidad, porque, según la abuela, ella era la bonita, la consentida, la que sacaría a la familia de pobre mediante un casamiento con algún partidazo que la conociera en la U.N.A.M., en los cuarentas, estudiar ahí era como ir a Harvard. ¡Ah, qué mi abuela la gordobesa! ¡Pensó en fruta bien vendida, y se le pudrió en el huacal! Mi padre no cantó malas rancheras; quiso dar el braguetazo y terminó en vendedor. Si esto no es una caricatura de la hidalguía española, díganme ustedes, lectores, qué otra cosa puede ser.
Tía Alicia podía haber sido una excelente humanista, pero por decreto de la abuela, se tuvo que conformar con envidiar a mamá, quien dependía de ella económicamente cuando era alumna de la Facultad de Odontología. De golpe y porrazo le retiró el apoyo financiero y Esperanza tuvo que recurrir a un mecenas: ese fue su novio rico, mi entonces futuro padre, quien recibió acceso sexual a cambio del dinero para comprar los materiales y pagar los gastos inherentes a la carrera. La transacción no era mala, se volvió mala cuando papá dejó de ser un patrocinador para convertirse en esposo. ¡Qué negras se las vio! Mamá se sentía ramera por haber usado al hombre que se atrajo, y pagó tan caro haberlo tenido, que le fue imposible aprovecharlo. Con razón peleaban tanto por cuestiones de dinero.
Contemplo a otro miembro de la familia, ancestro, la Tía Cire. Mamá nunca se imaginó en qué concepto las tuve, a ella y a la Tía Alicia, cuando me contó que siendo niñas le rompieron sus poemas a Cirenia y se burlaron de su inclinación a escribir.
La diversión máxima en casa de abuelita, era ponernos a bailar twist y rock and roll con Tía Cire cuando nos quedábamos solas con ella. Cire ponía sus discos y Ma. Alura y yo, ¡a bailar! También la tía, por supuesto. Alejandro solamente participó una vez y eso me cayó bien; después ya nunca lo quiso hacer. A mi abuela, tampoco le gustaba. No quería ni vernos bailar y Petrita llegaba corriendo a avisarnos: “Ahí viene Doña Juanita”, para que, rápidamente se acabara la fiesta. El tocadiscos se apagaba, la mesa de centro volvía a su lugar y todo mundo con cara de “aquí no ha pasado nada”. Éramos niños y hasta eso nos hacía gracia. Creo que Alejandro, Ma. Alura y yo, alimentamos la fantasía de que todo el tiempo iba a haber bailongo con Tía Cire; a los tres nos daba por poner música a muy alto volumen cuando vivíamos en casa de Tía Alicia, y aunque rara vez bailábamos –Alejandro nunca- cada uno a su manera, pensó en atraer a la Tía Cire, como cuando éramos niños, pero ya no pudo ser. Cirenia estaba como ida. Estuvo así desde que yo tenía 9 años de edad.
Por haberse ido Alicia de monja, Cire quedó al frente de la casa. Poco a poco fue dejándose caer ante el peso de la responsabilidad. En ese tiempo recibió a unos parientes, entre ellos Beatriz, la hija adoptiva de Petrita, porque los habían lanzado de donde vivían; un día fue con mamá a pedirle que por favor la ayudara a sacarlos de su casa porque no aportaban nada económicamente.
Mamá, a gritos y sombrerazos echó a esa gente a la calle. Agarró a una de las dos niñas que eran hijas de esa familia y, si no llega Beatriz en ese justo momento del trabajo, la niña Araceli se hubiera hecho mazacote al ser arrojada desde un tercer piso.
Fue un verdadero milagro que mis hermanos y yo hayamos sobrevivido al hecho, y la desgracia, de ser los hijos de nuestra madre. Ese acto de ruindad era, hasta la última vez que la visité, uno de sus más grandes motivos de orgullo.
En ese lapso que Cire y Petrita vivieron solas, a la tía le dio por hacer algunas fugas geográficas; agarraba un camión sin fijarse a dónde iba, Petrita le preguntaba “¿Viste lo que decía el letrero?” “No, a ver a dónde nos lleva”, le contestaba sin más. La Vieja Zorra, como le decía Alejandro, optó por no salir ya con Cire, entonces, se iba sola y una vez se desapareció diez días y la fueron a encontrar por el rumbo de Xochimilco.
Petrita en ese tiempo lavaba ajeno para sostener la casa y aún así, ya se debían dos o tres meses de renta. Como fue a pedirle prestado a mamá, recibió el dinero, pero ella jamás hacía un favor sin cobrarlo enseguida: fue a regañar a Cirenia a su casa y la encontró en brazos de un vecino con quien tenía relación desde hacía algunos meses.
El hombre salió corrido después de recibir el insulto de padrote desgraciado. A Cirenia le tocó el de maldita puta. Poco después, la tía estaba completamente desconectada de la realidad, nunca más volvió a estar bien y cuando se enojaba, todos los hombres eran padrotes desgraciados y las mujeres, malditas putas. Se volvió de una lentitud exasperante para hacer las cosas y todos la tildábamos de güevona, pero en realidad no lo era; fue la única forma que le quedó de demostrar su ira, porque ni eso, una mujer iracunda, la dejaron ser. Como fácilmente provocaba en nosotros el deseo de maltratarla, caí en esa trampa. De hecho, ella y Ma. Alura son las personas de la familia que más agredí físicamente. Era horrible, porque sentía que una fuerza destructiva, extraordinariamente grande, tiraba de mí. Siempre que hice eso me sentí de lo más infeliz; pero había algo en ellas, un movimiento, una palabra, algo que me tocaba el resorte adecuado, y una vez funcionando, no lo podía parar.
Creo que fue un milagro de Dios o una buena suerte excepcional que no me haya dado por golpear gente a lo loco fuera de casa; también fue igualmente milagroso que no haya tenido entonces a alguien que me dijera “no les pegues, mejor échate una cubita”; hasta para eso me faltó compañía, y qué bueno, porque si no, lo más probable es que sí hubiera desarrollado la adicción a las drogas y el alcohol.
Ma. Alura, de niña, se bebió todas las botellas que había de vinos, jereces, rompopes y demás. Nunca nos dimos cuenta, hasta que ella misma nos contó. En la actualidad, tampoco es alcohólica, de lo cual, en su nombre, le doy gracias a Dios. Ojalá encuentre un camino para exorcizar a los demonios que se la están comiendo viva.
Tengo que agradecerle a mi hermano que no me haya aceptado ni como compañera de farra cuando descubrí que fumaba mariguana con todos sus amigotes y que usaba la casa como punto de reunión mientras mamá estuvo internada en un hospital psiquiátrico. Si esto es la raíz emocional del alcoholismo, qué bueno entonces que me mantuve seca.
Había por ahí una fotografía de la abuela Juana con sus hijas: ninguna de ellas se parecía entre sí. Para mí, que mis tías y mi mamá eran hijas, cada una, de diferente padre. ¿Será ese el origen de la vergüenza? ¿Explicará eso el que mi madre y mis tías hayan tenido problemas psiquiátricos tan severos?
Alicia, aunque nunca haya ido a un manicomio, ¡era sonámbula! Cuando Tía Cirenia demostró su completa pérdida de la razón ya era monja profesa y mamá fue ante autoridades eclesiásticas superiores a las del convento y consiguió que renunciara a sus votos para volver al mundo seglar.
Cuando una institución como la Iglesia se desprende fácilmente de un miembro, es por cualquiera de estas dos razones: el miembro en cuestión hizo algo lo suficientemente grave como para que se le corra o, simplemente, no es alguien importante dentro de la congregación; a esto sumemos que devolver la dote no implicó una erogación fuerte.
Mamá cometió un error grave al procurar que nos quedáramos con la idea de que los únicos ancestros eran los de su familia; no conocí a la abuela paterna y de la tía Genoveva, hermana de papá, supe porque se expresaba muy mal: que andaba dando qué decir en el pueblo, que los abuelos le compraron el marido para que le hiciera los favores con tal de que no anduviera de chinta, que al final, el esposo la mató por cuzca. Se le hizo holán el hocico al repetir lo que dijeron las malas lenguas: que Manuel, el primo que me arrimó, era producto de una puesta de cuernos.
Mamá juzga con mucha severidad la conducta de otras mujeres, no importa que no las haya conocido. Cuando llegó con los abuelos paternos en calidad de esposa de mi padre, la tía Genoveva acababa de morir.
La abuela Juana tenía dos medio hermanos: la Tía Nico y el Tío Jerónimo, que conoció a Petrita en tiempos de la Revolución y desde entonces, fueron marido y mujer hasta la muerte de él, por alcoholismo. Petrita le aguantó todo lo que una esposa de alcohólico tiene que aguantar: golpes, insultos, hambres, miseria, vejaciones, que nunca le diera una casa. Llegaron de arrimados con la abuela y a la muerte del tío, Petrita pasó a ser sirvienta. La abuela Juana siempre vio en menos a su cuñada porque fue soldadera, pero para mí, todavía más que la Tía Nico, Petrita es mi tía abuela, ¡y vaya que quería al tío abuelo! Al sentarse por la tarde, con la cocina limpia, relajada ella misma, se acordaba de él mientras fumaba su cigarrito y se tomaba su café, se le iluminaban los ojos y decía que si lo volviera a conocer, ¡se volvía a juntar con él!
Mamá también sufrió la ausencia de su padre. Según lo que contaba, el señor murió cuando su madre la estaba esperando, o sea que es hija póstuma. Ella y las tías se criaron en Pachuca, ciudad minera en la que nada más había ricos y pobres. A veces contaba historias de cuando iba a la escuela primaria, recordaba a un maestro que usaba la palabra “mujer” como si fuera un término despectivo, la suya fue la época en que los maestros podían pegarle a los alumnos. En términos generales, el ambiente que describía de su infancia era un entorno culpígeno, en el que resultaba señalado el que no tenía padre, el que no iba a la escuela, el que estudiaba, el obrero, el minero, el que trabajaba y el que vivía de sus rentas. Todo mundo tenía que simular que era mejor de lo que era. “Nada sale como uno se lo planea”, era su dicho favorito.
La forma en que trabajo me ha permitido conocer algunas ciudades de la República, entre ellas, desde luego, Pachuca. A través de los diálogos con mis muñecos y percibiendo la reacción de la gente, es como puedo darme cuenta de si estoy en un lugar agradable o no.
Cuando estuve en la capital hidalguense, platiqué con mucha gente que todavía en los noventas recordaba a la abuela Juana y a sus hijas. La gente de allá tiene una peculiaridad, hablan de los demás en una forma persecutoria, como buscando siempre el defecto, no importa si hablan bien o hablan mal. Si en la niñez de mi madre esto estaba recrudecido, probablemente fue algo de lo mucho que la enfermó.
Tengo una anécdota acerca de esa jornada: a unos pasos de la Central de Autobuses, había una feria con restaurantes al aire libre a cuyas mesas me acerqué con mi muñeca Güicha para hacer mi numerito de ventriloquía. Los comensales de la primera mesa me recibieron bien, además de que se juntó una buena cantidad de gente alrededor, pero hubo un señor con su hijo que me siguió a la siguiente mesa. Ahí, el niño empezó a hacer visiones como de que estaba asustado con mi rana de peluche. Cuando se disponían a seguirme, fui hacia ellos y enfrenté al hombre: “Mire señor, usted no ha sido capaz de brindarme una moneda, y sí está usando mi muñeca para amedrentar a su hijo. Eso es no tener madre.”
El hombre y el niño se fueron. Ya en el camión de regreso, mientras saboreaba un paste, me quedé con la idea de que lo mejor que pudieron hacer la abuela, mi madre y las tías, fue irse de ese lugar.





Tabernícolas, huevosaurios, pedodáctilos y mamuts sin lana. X

“Los seres humanos, por lo general, no actúan de modo radical. Frecuentemente lo hacen tratando de encontrar una forma de arreglo o de compromiso que les permita, por igual, ahuyentar la angustia y obtener bienestar. Esta forma de resolver los problemas y de elegir soluciones constituye un verdadero impedimento para la total realización del individuo." 
Aniceto Aramoni.


X

Hay problema cuando se asumen comportamientos de guerra en situaciones de paz, cuando una iniciativa la dicta el enojo y no la vivacidad. Hasta donde puedo acordarme, entre los 4 y 5 años aprendí que ese fuego corrosivo que circula cuando algo no nos parece, tiene el nombre de enojo, y si es reprimido en aras de la conveniencia de Juan de las Cotonas, hay que usarlo de combustible, como hacen los hombres, o asumir los modos femeninos de mostrarse iracunda: llanto y yanto, por eso hay tanta señora pasadita de peso, porque no puede ser pasadita de lanza, aunque la humillen vecinos y familiares por igual.
Irma era absurdamente flaca y eso revelaba no sólo abstinencia de comida, sino un deseo de existir como fantasma. No sé si en verdad seguí las huellas de mis locos o los llevaba arrastrando como si fueran la cola de mi vestido. Quizá de ahí se agarraron Arma Ramera, Roña Yoblanda, Garlitros Salva Mendaces, Dámenso Naftaly, Pésar Disgusto, Golfino Glacial Terqueda y Pose Arturbio Ladilla. Mamá era de armas tomar y nos tildó a Ma. Alura y a mí de rameras; roñosamente blandos, los adultos tendían garlitos para salvar a sus mendaces predilectos. Éramos una familia de mensos, unidos a pesar del disgusto de habernos conocido, porque resultaba muy cómodo ser ladrones con la vida de los demás. Convivíamos fría y tercamente empecinados en negar las fallas propias y aspirar con fruición y devoción lo turbio del ambiente, cargado de naftalina, producto de la destilación de nuestras ilusiones petrolificadas, posando ante los demás, para que no se dieran cuenta de que los veíamos como a ladillas. El artrópodo humano es pendejo por antonomasia.
Cuando conocí a la señora Yolanda, creí que era otra ayudante más de Irma. “A ver ésta cuánto dura”, pensé, “porque toda la gente que viene a trabajar, no aguanta ni quince días.” Se notaba, a leguas, que de joven fue un cromo; una auténtica belleza de mujer. No me sorprendería que en sus l5 o 20 abriles le hayan dado o haya estado a punto de recibir alguna distinción por ser bonita en su natal Tulancingo, así como mi mamá fue la abanderada oficial del Instituto Científico y Literario de Pachuca. Me contó algunas cosas de su juventud: que tuvo madrastra, que estudió con monjas, igual que yo, que quedó trunca su ilusión de aprender música porque la madrastra, siguiendo las instrucciones para madrastras que vienen en los cuentos de Perrault, vendió una pianola que había sido de la difunta antecesora en cuanto vio que Yolanda había empezado a tocar el piano. Supe que era la madre de Irma cuando la oí decirle a un cliente asiduo: “Es mi santa”. Con el tiempo, llegué a la conclusión de que su “santa” y mi “chingada”, se llevarían muy bien. Lástima que ya no hubo chance de presentarlas. Tan cabra la una como la otra.
La señora Yolanda no usaba brassiere, llegaba siempre a las 12 del día. A veces llevaba blusitas camiseras blancas o color de rosa, según ella abrochadas hasta el cuello, pero sin un corpiño; entonces, toda se transparentaba. Le gustaban mucho las mascadas y chalinas y un día que estaba terminando de desayunar llegó, se detuvo a saludarme y tal vez a presumir su chalina, que era de flores, como de manta, muy bonita; a la mejor quería que notara el hecho de que no llevaba sostén. Estuvo parada ahí más tiempo del requerido para un simple saludo. Nada más contesté buenas tardes y me comporté como si no diera mayor importancia, pero en aquel momento recordé a mi madre:
Estábamos en el cuarto de estudio allá en la casa, tenía quince años y ella hablaba de que todas las mujeres debíamos tener hijos; le contesté, enojada, que jamás los tendría. Mamá, con las piernas apoyadas en uno de los brazos del sillón donde estaba arrellanada, de repente me dijo: “Mira, así es la posición del parto”, y ya tenía una pierna apoyada en cada brazo del sillón. Pero traía calzones, doy fe.
Con Doña Yolanda platicaba de las noticias del periódico y le compartí algunas de mis lecturas. Ella iba, y probablemente todavía vaya a eventos donde se presentan libros; otro de sus hijos, Horacio, es editor.
Lo primero que hacía al llegar, era sacar el bote de basura, ponerlo en un diablito y llevarlo a la gasolinera de la esquina, donde se juntan todos los barrenderos de la colonia para esperar al camión y vaciar los enormes tambos que arrastran en su jornada. Todos los días, la señora, diablito de por medio, elegantemente ataviada con mascada y sin brassiere llegaba con aquellos hombres a entregar su basura.
Durante la primera ausencia de Arturo, empezó a dar muestras de que gozaba viéndome ahí, darle vueltas al asunto como trompo bailarín. Un día, llegó por detrás de donde estaba sentada, me abrazó y dijo: “No se preocupe, usted está viviendo su experiencia”, y me miraba con sorna, con esa mirada sardónica que años atrás apareció en mi madre, al alcanzar yo la pubertad.
En uno de esos días, reflexionaba acerca de lo que mis tías, mi abuela y mi madre me habían enseñado del atractivo de una cuarentona. Para ellas, una mujer que llega a la quinta década de su vida sin haber pescado un marido, ya chupó faros en el mercado sentimental, porque con la edad se pierde la belleza y ya nadie se acerca ni la elige a una para nada. Esto no es verdad, una sigue llamando la atención de los hombres, pero ya no son buenos partidos: en el caso de ser jóvenes, tienen fijaciones con sus madres o buscan en dónde ensayarse para ser buenos maridos de otras; pero, en su mayoría, no triunfaron en la vida, tienen problemas económicos y emocionales, a veces más graves de los que tenemos nosotras, ¡ya para que algunos de ellos necesiten de las drogas y el alcohol! Los grupos de autoayuda para estos padecimientos todavía son mayoritariamente masculinos. En suma, son hombres que no le convienen a nadie; que no eran adecuados ni siquiera para las chavas que alguna vez los aceptaron como esposos. Son desechos de esas mujeres, y si una dejó pasar su oportunidad, nada más se puede escoger entre aceptar a uno de ellos o asumir la soledad.
Creo que sí soy adicta a sufrir porque, aún si lo expuesto fuera una realidad incambiable, no tiene caso entristecerse por ello y a veces busco entristecerme con “verdades” para lastimar a quienes me escuchan. Esa vez, Doña Yolanda, con una sonrisa francamente sádica, me dijo: “Hay que tener un poco de resignación, ¿no cree?”
Hacía tiempo, leía un ensayo que se llama CUANDO MEAN LAS GALLINAS, un estudio sociológico acerca de la forma en que los españoles tratan y educan a sus niños. Ahondar de vez en cuando en el tema de España y lo español, es de gran ayuda para comprender México y lo mexicano. Al avanzar en esa lectura, experimenté asombro y enojo, al grado que la señora Yolanda me dijo, con muy justa razón, lo tengo que reconocer, “No tenga conmigo esa actitud, yo no estoy compitiendo con usted”.
Si he de ser sincera, las conversaciones con Irma y la señora Yolanda, eran más bien diatribas, en las que soltaba mi rollo, así como mamá nos hacía a Ma. Alura y a mí; que ya habíamos acabado de desayunar y estábamos ahí, oyendo su choro, sin poder levantarnos ni a lavar los trastos; una sobremesa interminable en la que mamá creía dotarnos de “armas para que se defiendan en la vida”, y en esas disertaciones, se juntaba el desayuno con la comida y terminábamos haciendo limpieza general a las tres de la mañana, arrulladas por la estentórea voz maternal, que hacía hincapié en lo huevonas y mal hechas que éramos, y en que cómo “les gusta perder el tiempo”.
En febrero del 2002, estaba con una constipada de garrotillo, de esas que luego me dan en invierno porque tengo sinusitis. Con mis moqueadas, consumía muchas servilletas y eso molestaba a la señora Yolanda, que de inmediato me recomendó un remedio naturista:
Para ella, la sinusitis es cosa del estómago, de manera que, si lo limpiábamos, se arreglaría lo demás. El dicho remedio consistía en unos lavados hechos así: en una cubeta de 12 litros, poner agua y una taza grande de bicarbonato. Hacer una mezcla y, cuando estuviese bien disuelta, llenar una jarra de dos litros y tomarse de un porrazo toda esa cantidad; inmediatamente después, provocarme vómito. Repetir la operación otras cinco veces o hasta que el agua saliera limpia… ¡si antes no quedaba a tres metros bajo tierra! Ingerir cualquier cosa con la finalidad de provocarse vómito, es bulimia; como me la haya querido pintar.
Además de que eso explica la impresionante delgadez de Irma, pude ver hasta qué punto la señora es controladora y sagaz: al día siguiente de que me dio el “remedio”, más me tardé en ordenar mi comida, que la viejilla en preguntar cómo me fue. Desde luego, no lo había hecho, pero como vi que estaba ávida de oír algo, le inventé que sí lo había intentado aunque no recordé las indicaciones. Según mi cuento, me tomé la primera jarra y esperé a que el vómito llegara por sí solo, y esperé y esperé.
La inteligente anciana no creyó media palabra y solamente me quedó la alternativa de hacer chunga de sus reproches, ostentando mi torpeza para seguir una receta. Esto duró algunas semanas. Al no encontrar eco, se fueron acabando sus comentarios venenosos: “Usted es difícil, soberbia, misógina”, se fueron desintegrando y su odio volvió a aparecer, cuando apareció Don Arturbio.
El negocio de Irma, al principio, era un local pequeño en el que apenas cabían la cocineta, un mostrador, un refrigerador y tres mesas. Después tomaron el local contiguo, que era más grande. Entonces se hizo necesario que el lugar fuera atendido por dos personas mínimo. En esa, que fue su buena época, a las 9 de la mañana empezaban a dar servicio. La señora Yolanda también llegaba temprano pero un día, a la hora de más gente en el lugar, tuvo una caída muy aparatosa. Sucedió en el local grande. Nadie de los clientes nos movimos de nuestros asientos e Irma dejó lo que estaba haciendo por el ruido que hicieron los platos al caerse. Alguien por ahí se quiso acomedir, pero fue rechazado. Yolanda esperó a ser levantada por su hija, a quien se le caía la cara de vergüenza. Dicho sea de paso, tuvo que limpiar el suelo, tirar pedazos de vajilla a la basura, todo eso presionada por la carne asada que había quedado en el comal y los clientes que esperábamos atención. Su septuagenaria madre, mientras tanto, recibía palmaditas en la espalda cómodamente sentada en la silla del cliente que quiso auxiliarla y además, ¡ilesa! De ahí en adelante, sin importar lo llena de trabajo que estuviera su hija, la señora Yolanda llegaba a las 12 del día y se iba a las 6 de la tarde, reloj en mano.
Tengo la impresión de que Irma creó un negocio que podría ser familiar y su gente no la toma en cuenta, salvo para ver qué beneficio le saca. Por los tapetes que eso me movió, caí en la cuenta que, de no haber rechazado a mi madre, estaría viviendo una dinámica exactamente igual; sólo que el escenario, en lugar de una fonda, sería un consultorio médico. Mi madre quiso legarme su profesión para que la cuidara en su época de vejez. Como buenos herederos de los usos y costumbres españoles, los hijos nacen para ser usados, y no son más que peones en el ajedrez de los adultos.
Tendría unos 6 o 7 años de edad y mamá se enfermaba muy a menudo. Una vez me llamó y empezó a pedirme que le acercara cosas, que la tapara bien, pero todo lo que hacía, curiosamente, estaba mal. El acabóse fue un día que Petrita le llevó su bandeja de comida y mamá quiso que yo le diera de comer en la boca. Como se movía mucho, al menos así me parecía, todo se derramaba. “¡Ay, chingado! –Dijo mamá- ¡Tú, como enfermera, eres de la patada!”
Enojada por tantos días de “estarlo haciendo todo mal”, le grité: “¡No quiero ser enfermera! ¡No quiero estar con gente horrible como tú!”
En ese tiempo, papá nos compraba unos chocolates muy sabrosos con forma de ratón y mamá, honestamente, nunca pude distinguir si se estaba haciendo la enferma o estaba convaleciente de una operación, el caso es que pidió le fuera llevada la caja completa, ¡y se los acabó! No dejé de protestar: “¡Vieja golosa, nada más puros pretextos para hartarse!”
En realidad fui valida de la ocasión; le grité lo que sentía porque sabía que no se iba a levantar a golpearme. No lo podía hacer, o a la mejor, no le convenía… ¿qué determinó…? Sólo Dios sabe qué determinó que Irma no rechazara a una madre a todas luces rechazable. Sin saber, ellas me enseñaron lo que hubiera sido de mí en caso de ser más dócil. Allí perdí los últimos vestigios de arrepentimiento que cargaba respecto a mamá.
El día que conocí a Irma, tenía más o menos una semana de haber abierto el negocio. Ella decía que llegué el primer día que se puso, en eso jamás estuvimos de acuerdo, pero quedé seducida por la cercanía con mi casa y lo ricos que estaban los molletes con café americano que pedí. Al tomarme la orden, engolaba la voz y pronunciaba algunas veces la r como g: “¿Qué le voy a segvig? ¿Le ofgesco algo de tomag?”
Este es un vicio que tienen todos los meseros de postín. Ella de repente ofrecía en el menú, platillos de alta cocina, ese fue otro de sus éxitos conmigo.
Hace algunas semanas, encontré en una tienda de ropa a una ex empleada de la fonda. Lo primero que me dijo, fue que Irma le quedó a deber toda una semana de sueldo y, lo segundo, que vio cómo partía los cigarros en tres o cuatro pedacitos y se los iba cambiando a través de la jornada, después de traerlos metidos algunas horas en la boca.
¡Con razón le agarró tirria! ¡Era un ambiente tan tenso e irrespirable cuando Doña Aurora trabajó ahí! Esa mujer vio santo y seña de su romance con Carlos, pero, además, descubrió sin querer algo que Irma ocultaba con mucho celo: su adicción a mascar tabaco. La hinchazón de sus encías y el modo de hablar tan cosmopolita, se debían a su manera de consumir los pitillos.
Entre la saliva con nicotina, los prolongados ayunos y las lavativas de su mamá, lo más seguro es que mi ex amiga lo sea más porque ya está muerta, y no se ha dado cuenta, ¡y el pinche César, que es otro alcohólico, no le ha podido avisar! ¡Pobre de Don Arturbio, de veras! En un ataque de alucinosis, se enamoró de un cadáver.
Irma me desconcertaba mucho. A veces le hablaba de tú y a veces de usted, me pasó con ella como cuando era niña, que no sabía cómo tratar a la gente, a Irma la tuteaba o me distanciaba de acuerdo a como ella quisiera; de esto sí me di cuenta un día que, tuteándola, me sentí presionada por su actitud para hablarle de usted; una vez que lo hice, volvió a ser la misma amable de siempre. Me recuerda las actitudes de Ma. Alura. En una ocasión le pedí dinero prestado para pagar la renta de donde vivía y me dijo que sí, que contara con ella, pero después papá y Alejandro me dieron los billetes, acompañados de sendos insultos disfrazados de recomendaciones para que me administrara mejor. Desde luego, le reclamé y ella, con cara relajada, que no delataba ninguna emoción, solamente dijo: “Lo importante es que vas a resolver tu problema”. Creo que se quedó con ganas de que le aventara el dinero aunque le escupiera a la cara. Siempre se nutrió con lo que me vi precisada a dejar.
Hubo un tiempo en que Irma se divertía, o al menos así parecía, cuando yo les ponía apodos a los especímenes masculinos que tenía por clientes. Creo que fue otra de las cosas que me atraparon. ¡Iba cada ejemplar! ¡Lo más granado de los machos de la fauna humana se daban cita, justo ahí, en el restaurante! “El Robocop”, “Nuestro Buey”, “El Señor Vázquez” (me veía llegar, y ¡vas que chutas!) “El Yupi Mitomanías”, “El Militar de Carrera”, los más seriecitos eran Don Gonzalo y el profesor Santiago.
Don Gonzalo siempre llegaba antes que el profesor y apostaban que, el que llegara tarde, pagaba la cuenta. Un día, tomé unos versos del Juan Tenorio y los parodié para poner en labios de Irma una respuesta chusca. Don Gonzalo había ido tres veces a preguntar por el profesor, y ella no hallaba cómo decirle que no estuviera molestando, y en lugar de incitar al señor a que le hiciera consumo, se tragaba su malestar.

Me hacéis reír, Don Gonzalo,
pues venirme a preguntar
por el profe a estas deshoras,
es como ir a visitar
a la Virgen en el templo
cuando no hay Misa de Gallo.
Y voto a tal, si no os tomáis un café,
que a vuestra misma oficina,
charola en ristre y cuchara,
a cobrároslo he de ir.     

Creo que aquí en realidad descubrí su verdadero carácter; destapé a la mujer insidiosa y vengativa que se escondía detrás de esa actitud reservada y la voz apenas audible con que solía contestar cuando alguien se dirigía a ella.
Es muy sencillo ser triunfadora entre fracasados, ¡su majestad, la tuerta, en tierra de ciegos! ¿Acaso no fue esa estulta posibilidad el verdadero satisfactor que esa fonda me dio?
Cualquiera tiene muchos pretendientes si es la única mujer; pero, cuando todos los hombres que están ahí son borrachos, la mujer en cuestión tiene un serio problema, y más cuando lucha, a brazo partido, para seguir siendo la única. La ex amiga no quería a nadie con ella. No quiso a Gloria, la cocinera, porque no soportó que otra mujer pudiera guisar tanto o más sabroso; sintió celos, ¡de una joven con retraso mental! (Tuve oportunidad de platicar también con Lilí, otra ex trabajadora) Ante una anciana como la señora Angélica, ¡se sentía disminuida! No se diga ya de la señora Aurora, que, llevándole l5 años, era un torrente de vitalidad. Para Irma, en su mente, la mujer que sea, con la edad que tenga y como quiera que esté, es una rival.
Mamá consideraba rivales a las sirvientas, a una la corrió con lujo de prepotencia: la hincó en el suelo y después de cachetearla, le quitó sus pertenencias y el dinero que mi padre le había dado como indemnización y sueldos atrasados. La puso en un camión rumbo a su pueblo, un viaje de más de ocho horas, que la infeliz tuvo que hacer sin equipaje, sin dinero, y con hambre. Esto no lo hizo porque se haya acostado con mi hermano, ni porque le haya robado a ella ropa íntima, sino porque esa mujer se llamaba Juana, igual que la abuela.
Para mi hermana, también fui una rival. Estaba en preparatoria y uno de mis compañeros empezó a frecuentar la casa. De repente, Ma. Alura me sorprendió con una noticia: “Fíjate que dice Luis que le gustas, que se te ha declarado tres veces y que todo se lo tomas a la broma; que él pensaba ofrecerte con el tiempo matrimonio y un nombre para tu hijita.” Nada más le contesté: “Dile a Luis que muchas gracias, pero la niña ya está registrada.”
Al poco tiempo empezaron a salir. Después terminaron y se reconciliaron; dos o tres veces y en una de esas dejadas, Luis me invitó a tomar un café y acepté, pero al día siguiente o dos días, Ma. Alura me buscó camorra porque me había comido un guisado que, según esto, era para ella, cosa que nadie me hizo notar; ni Petrita, ni Cirenia, ni Alejandro, que estaban ahí presentes cuando me lo comí. En esa época mi hermana y yo nos prestábamos la ropa; también eso generó unos pleitos de campeonato.
¡Ma. Alura quería que Luis anduviera con las dos! ¡Qué más explicación! No tenía por qué ser su recadera, y por sentido común, ya no por dignidad, debió pedir la ayuda de todos para que lo corriéramos, a no ser que ya desde entonces persiguiera que la corrida fuera yo. Con Arturo pasó lo mismo. Si he sabido lo de Irma, no le hago caso.
Hasta por ahí del los 32 años, estuve reacia a tener una pareja, porque tenía la sensación de que mi hermana me la iba a quitar, ¡qué raro que no se me ocurriera que yo representaba la misma amenaza para ella! Papá me contó que a él mi tía Alicia se le insinuaba desde antes que se casara con mamá, ¡una dinámica igual!
Quise sustraerme de esas broncas; no quise compromisos y siempre procuré lo menos que pudiera durar con mis amantes y entre un galán y otro, lo más que me pudiera tardar. Igual que con mi familia; durar con ellos el menor tiempo posible y entre una visita y otra, lo más que me pudiera tardar. Ahora ya ni siquiera los visito y no tengo ganas de hacerlo: son historia, letra muerta, o más bien eso deberían ser. Para que ande haciendo transferencias a otra gente, es que no han de estar muy muertos que digamos, pero los voy a matar, tengo que.







Tabernícolas, huevosaurios, pedodáctilos y mamuts sin lana. IX

“En la neurosis, un individuo posee un secreto que también pertenece al otro, a quien no se le informa ni se le permite conocer la totalidad del mapa. Frente a él se actúa como si se tratara del secreto de ambos, de un valor entendido, como si ambos lo supieran y les interesara por igual. No se reclama de modo abierto y directo, se hace por vía indirecta, simbólica, es decir, inconsciente.”

Aniceto Aramoni.

IX

La forma en que conocí al señor Molina fue una repetición de lo que sucedió cuando tenía 20 años y había retomado mis estudios de preparatoria. En la escuela conocí al profesor Javier. Era el maestro de psicología y nos aplicó a todos un test. Al ver mis resultados, me dijo que si quería, me podía dar terapia en su consultorio. El documento mostraba un cuadro patológico: “Tú podrías entregarte sexualmente sin que te importen mucho las consecuencias.”
Estaba pasando por un duelo marca “Diablo”. Acababa de tener un novio que me convenció de que abortara. Era estudiante de administración de empresas, andaba muy trajeadito. A media semana llamaba para saludarme y el sábado, sin falta, ramito de flores o caja de chocolates. Cuando le dije que estaba embarazada, se puso serio, porque se daba cuenta de que no podíamos seguir juntos, yo no respetaba ningún tipo de autoridad, él tenía que recibirse, si yo aceptaba abortar, nos casaríamos dentro de un año.
Ya no se si de veras le creí o más bien obedecí a lo que me dictaba la experiencia. Era preferible el legrado a tener un segundo hijo y quedarme sola de nuevo. Una vez consumado el aborto, Raúl me dijo que le salía más barato pagar gastos médicos que mantener a un chiquillo que quién sabe si fuera de él; ya era madre soltera, ¿no?
Resolví el coraje desmayándome en la escuela. Interrumpía clases o echaba a perder recreos, ¡y llegó el profesor Javier! De alguna manera estaba dándome cuenta de que no iba a poder continuar así mucho tiempo. No sabía cómo, pero asistía al hecho de que me sentía mal aunque no lo supiera decir, y acepté el ofrecimiento.
Estuve yendo a terapia. Al principio las confrontaciones eran muy dolorosas, pero me interesaba lo que descubría en cada sesión: no tenía idea de lo que era alegría de vivir, ni era la heroína de ninguna telenovela y, aún con la poca experiencia de la vida que tenía, había cooperado mucho con quienes provocaron las desgracias que llevaba sufridas. De repente, en una jornada no manejé lo que decía. Muy vagamente recuerdo algo acerca de mi padre; como una traición, pero no puedo ir más allá. Sólo se que el profesor me interrumpió: “¿No te parece que eso es muy doloroso y que debemos dejarlo para después?” Dije que sí desesperada, como queriendo huir de algo y nada más tengo presente que estaba bañada en llanto, parecía que me aventaron una cubetada de agua, porque hasta la blusa tenía mojada. Nunca he podido traer a la memoria qué dije para llorar así. Temo que se perdió para siempre una oportunidad de curar de manera efectiva mis problemas emocionales.
Al mes, el profesor me dijo que no me podía atender porque en aquella oficina ya no iba a seguir dando consulta; que estaba en sociedad con otros colegas y la asociación se había disuelto. Pero me dio su teléfono por si quería consultarle algo. También su dirección.
Tía Alicia no desaprovechó la oportunidad de humillarme; más vivida que yo, no dio crédito a las excusas presentadas por el maestro pero me dijo que esa decisión la había tomado “porque vio que eres inmadura y rebelde, él no se iba a andar esforzando por una como tú, que ya no vale la pena.”
Tardé mucho en decidirme a regresar con él a terapia. Me quedé con la idea de que era posible, dado que no tuvo la valentía de decir que no era competente para seguir tratando mi caso. En realidad me había dejado y ni siquiera tuvo la generosidad de canalizarme con alguno de sus colegas.                                           
En el Centro Médico de Ciudad Universitaria en mi época de estudiante de teatro, busqué ayuda emocional y me mandaron con el único médico psiquiatra que había. No recuerdo su nombre, pero me sentía muy mal cuando decía: “¿Por qué es actriz, Adriana? En esa actividad no hay más que extranjeros, ¿qué futuro cree que pueda tener allí? Usted buscó mejorar su vida y lo único que consiguió fue echarla a perder, porque ahora, cualquier hombre que se le acerque nada más va a ver qué le saca. Será extremadamente difícil que uno de ellos le diga te quiero y deseo formalizar una unión contigo.”
Todo eso ya lo sabía, el chiste era encontrar una salida; ir a un consultorio a escuchar que ya no tenía remedio era frustrante, y más si en la facultad nos decían que el talento para interpretar a un personaje nos abría puertas; y es cierto, hay mexicanos destacados en la actuación profesional.
Tengo la satisfacción de haber vivido de eso y al día de hoy cobrar regalías de lo que grabé y filmé. Si no es el gran billete que perciben otros compañeros, es porque me contrataban poco. Si cargaba con un morral de emociones de “no hagan olas”, difícilmente iba a tener futuro en ninguna profesión, me congratulo de que pude hacer lo que hice.
En lo referente a los hombres, el doctor no me dijo de qué manera podría darme a valer si ya había echado a perder mi vida, ni cómo era posible conservar la ilusión de casarme si ya nadie iba a quererme por mujer. Era cierto que a los l6 años cuando huí de mi madre me salió peor el remedio que la enfermedad, pero resultaba tonto soportar una confrontación psiquiátrica para oír la misma mezquindad que me podía haber dicho cualquier “amiga compasiva”. Fuera del consultorio toda interpretación es una agresión; dentro del consultorio, toda interpretación es una sentencia. No volví con ese doctor, y creo que para los terapeutas varones, la mujer que ya no es virgen no tiene derecho a ser curada.
Con semejantes encrucijadas, es imposible aspirar a una pareja, marido, amante, quelite o peor es nada, y menos aceptar que me debía casar por el civil, por la iglesia, ¡y ni por güey! Celebrar con un hombre cualquier trato que implique sexualidad siempre me ha disgustado, porque nunca se dónde estuve parada hasta que me dan el esquinazo; porque encuentro sofocante que al principio me traten como si tuviera la obligación de aceptarlos y una vez que les acepto, me vean como si me estuvieran haciendo un favor. Me parece abyecto que no se los pueda tratar con la verdad en la mano, que tenga una que fingir que no hay interés ni gusto, que se es pura e inmaculada, joven, bella y millonaria.
Puedo durar años sin relaciones sexuales, no por decente ni frígida, sino porque cada vez tengo menos arrestos para sobrellevar las actitudes de ellos, que tarde o temprano me harán pensar que soy algo podrido, que cada nueva experiencia amorosa no ha sido mas que un contacto directo con la misoginia y el machismo.
A los 32 años, volví al consultorio del profesor Javier. Acababa de terminar con una unión libre que tuve con un español, catalán, que me doblaba la edad. Llegué dando eso por terminado y el profesor me quiso persuadir de que todavía podía salvarse. Es la única vez en mi vida que he tenido lo que podría llamarse un esposo. Desgraciadamente, él era un desarraigado de la Guerra Civil Española, fue Niño de Morelia y adormecía sus dolencias emocionales con mariguana.
Esa segunda vez, el profesor me corrió. Llegó una sesión en la que no soporté su cuestionamiento, fue después de que en una consulta me confesó que yo le gustaba. ¿Y? ¿Qué con eso? También me había confesado que allá en mis años de estudiante no estaba preparado para tratar un paciente con problemas como los míos: “Adriana chula, fuiste una víctima de las fallas en el medio psicológico de este país.”
Agriana, que siempre ha convivido conmigo y ha hecho lo que se le antoja, me comentó: “Mira nada más, ¡pinche viejo! ¡No tenía parque, y andaba en el tiroteo! Pregúntale qué dijiste el día que te interrumpió, dile lo que recuerdas; si tiene güevos, te va a decir, ¡cabrón, desgraciado! ¡No fue ni p’a ayudarte a saber por qué le tienes miedo a los perros! Hijo de su puta madre, pero bien que te criticaba por no ser casada, ¡y te sigue criticando, abre los ojos!”
De alguna forma imperceptible, comenzaba a hacerle caso a mi pequeña fiera. Mucho de eso era verdad. El profesor minimizó lo que había pasado, ¡hacía ya tantos años! Insistí.
-¿Qué pudo ser tan doloroso como para dejarlo pendiente? Estaba llorando de un modo que no es usual en mí, nadie llora en esa forma por una tontería.
-En ese tiempo eras muy joven. Con la edad valoramos las cosas de diferente manera. Tan fue un evento sin importancia que tú misma estimas que no tiene caso recordarlo. De otro modo te acordarías.
Agriana parecía caldero a punto de estallar: “¿Lo ves, lo ves? ¡Hijo de la chingada! ¡Tiene bien presente qué enseñaste y no te lo quiere decir! ¡No te dio chance de acabar tu tratamiento, ni quiere que sepas cuál es tu problema! ¡Ahora va a estar más difícil sacarle la sopa! ¿Qué vas a relajarte ahí, acostadota? ¿Para que te vuelva a decir que eso es muy doloroso y lo dejamos para después? ¿Para después de qué? ¡Por Dios, maestra! ¿No ya te dijo que quiere coger?”
Me era cada vez más difícil acostarme en su diván, un mueble tapizado en blanco en el que había que subirse con todo y zapatos. Me daba miedo ensuciárselo o quedarme dormida; y peor me sentí cuando llegué y descubrí el dicho mueble con una sábana doblada a la altura de donde quedaban los pies. Aquello no podía terminar mas que como terminó. El día que salí corrida de su consultorio, me dijo, con mucha amargura, “Tú no quieres ser curada por mí; quieres la información para curarte sola.”
¿Qué esperaba? No me demostró que fuera posible otra cosa, ni me trató muy bien que digamos; tampoco quería que le pagara.
¿Qué puede ser más horrible: aquello que no recuerdo, o darme cuenta que la persona en quien confiaba nada más se enteró de mi bronca y me botó? Estuve amarrada con eso de “No terminaste tu tratamiento”, que se parece, como dos gotas de agua, a “Tienes poderes que desarrollar”. De ir con el único psicólogo que me recibía sin tener dinero, pasé a consultar al único brujo que no cobraba, ¡pero pedía veladoras! ¿Cómo hubiera sido la vida de no haber aceptado “tratarme” con el señor Molina? Igual. ¿Cómo sería si hubiera rechazado el ofrecimiento del profesor allá en mi juventud, si al enfrentar la relación con Arturbio no hubiera ido aunque fuera con alguien como Dora Luz y Mireya? Peor. En última instancia, están tres psicólogos y un hechicero. Todos trabajan con emociones y anhelos. Ninguno tuvo ética, pero, a fin de cuentas, quienes me beneficiaron, aún sin querer hacerlo, fueron los psicólogos; el brujo no.
El profesor Javier se limitó a tratar de convencerme de que debía admitir el rol asignado a las mujeres: “El matrimonio, tú no lo aceptas, lo más que soportas es una aventura pero un hombre para tener hijos de por vida, eso, para ti, ¡bueno!” También tomó partido por mamá; para él mi craso error en la vida había sido no aceptarla; pero con ella no había mas que dos caminos: someterse o rebelarse y se que hubiera sido un horror sujetarme.
-Piensas, haces y hablas puras pendejadas. Eres una persona desagradable, ni siquiera es posible desear que te vaya bien. Si eres tan maldita, pues mejor no te acuerdes de ella, ¿cómo es posible que prefieras andar de pordiosera que tomar lo que te dio?
A los pocos días de esa perorata, fui capaz de ver que no mandé al diablo cualquier bagatela: rechacé una profesión altamente lucrativa, un viaje a Europa y un status muchísimo mejor que el que tengo, pero al precio de tener que pedir permiso hasta para ir al baño, ¡estaba frita si me hubiera conformado! ¡Mil veces más digno mendiga autónoma, que dentista amordazada!
Bajita la tenaza recibí una insultada buena pero así como vino a mi mente la conciencia del bien perdido, también regresó la imagen del profesor cuando me dijo que le gustaba: “Te lo tengo que decir porque estas cosas, si no se ventilan, no se puede trabajar.”
¡A la mierda con lo que haya querido ventilar! Si se preciaba de ser un hombre normal, que sabía vivir, no podía sentirse atraído hacia una pendeja que estaba maldita y vivía de pordiosera, ¡mintió! Si no lo hizo cuando me dijo sus sentimientos, entonces fue un embustero al momento del sermón; lo que haya sido, ¡allá que lo sepa Dios!
De Dora Luz supe por una propaganda que circulaba en la Facultad de Filosofía y Letras, allá en Ciudad Universitaria. Era l993. Hacía medio año que el profesor Javier me corrió y estaba indecisa. Tenía la idea de que una terapia debe iniciarse y terminarse con un solo especialista. Pensaba que quienes están de un consultorio a otro es que no quieren salir adelante y en ese caso es preferible quedarse mal que andar así, perdiendo tiempo y haciéndoselo perder a los demás; yo no era “de esa gente”, pero vencí la resistencia porque mi deseo de continuar era más fuerte.
Con Dora Luz empecé tan bien, que hice muchísimas introyecciones de lo que había trabajado con el profesor: “Es señal de que estás sanando el hecho de que ya no quieras ir ahí, ¡ese psicólogo de plano!”
En su consultorio aprendí nociones del ajedrez como parte de la terapia. A través del juego, descubrir cuáles eran mis aciertos y en qué estribaban mis errores. Tuve también problemas de dinero, mas no como con el maestro; en temporadas le quedaba a deber, pero de alguna u otra manera me ponía al corriente y cuando me fui no dejé deudas pero sí un recado muy feo, escribí algo acerca de unos cuernos, ¡puras jaladas! Lo que una suele hacer cuando está encabronada, pero eso la motivó a pensar que fui a tomarle el pelo. Creo que por esa razón no puso interés cuando llegué con el problema de Arturbio en Febrero del 2003.
Dora Luz tenía una mala costumbre: de repente, llegaba a mi consulta, y no estaba. La primera vez que fui su paciente no pasaba tan seguido. Era allá cada dos o tres meses, y además, lo que le estaba pagando no era para que me pusiera a reclamar. Al principio le daba $25.00 pesos, y fui subiendo poco a poco la cantidad, cuando dejé de ir le daba sesenta. Estamos hablando de Enero del 97. En el relajo de Arturo, ya no me fue difícil asumir $100.00 pesos por cada sesión.
Aquella primera etapa duró tres años y acordamos que el cuarto sería el último; no quería precipitarme yéndome antes de tiempo, aunque sentía ganas de hacerlo. Me discipliné a esperar un año más y, a escasos tres meses de que se cumpliera el plazo, Dora Luz cambió la forma de tratamiento: de trabajar cara a cara, me acostó en el diván; la terapia ortodoxa, por ahí escuché decir. Como habíamos hablado de que me iría, y ella estuvo de acuerdo, di por sentado que al regresar de vacaciones de diciembre del 96, o sea en Enero del 97, sería la última sesión. Llegó el día, y simplemente, no llegó al consultorio. Me dio tanto coraje que escribí el recado de los cuernos.
Hice un intento de regresar al año y medio. La llamé, concerté la cita y llegué puntual. Me plantó. Llevaba aquel día un libro que trataba de las mentiras que los hombres suelen decir a las mujeres. Una vez más me enojé por no encontrarla y le dejé el libro de regalo. Cuando acabé de escribir el mamotreto, alias mi diario, le llevé una copia. Esto fue el año 2004; en Marzo del 2006 encontré un recado de ella en mi contestadora: había leído la escritura en su totalidad, y quería verme, además me felicitaba porque le pareció un trabajo excelente, y me quería mucho.
Me comuniqué y hablamos. Quedé de ir a su consultorio, pero enseguida de colgar, olvidé a que hora sería el compromiso. Me conozco muy bien: eso anticipaba que llegaría tarde a la cita, era un signo de que no me interesaba ir. Hacer lo que hizo cuando más lastimada estuve por lo de Arturo equivalió a volverme la espalda. Cambiar la forma de terapia cuando sabía que iba a irme, fue ejercer un contra control. No me respetó. No haberme tomado en serio cuando quise regresar, antes de los problemas, fue también darme una patada. Quizá tendría algo qué agradecerle si me hubiera recibido para decirme que no, y ya. ¿Que’s que me quiere mucho? ¡Mmmm! Yo, mejor, como dice la canción: “Ay, amor, ya no me quieras tanto”.
Era el año 2001, ¡ni quién profetizara que iba a conocer al Arturbio en el restaurante de Irma! Todas las mañanas leía el periódico mientras desayunaba y vi un anuncio que me llamó la atención por su colorido: “Centro Visión, Acción, Creación”, el nombre y teléfono de la doctora Mireya, psicóloga.
En ese tiempo asistía todos los sábados a una bohemia que organizaba un maestro titiritero, con el que me relacioné porque quería integrarme a su compañía para mejorar mi trabajo con los muñecos. Empecé a acariciar la idea de buscar una terapia de grupo cuando percibí que este señor nos pedía, a los que íbamos a cantar, que le dedicáramos tiempo entre semana, que fuéramos profesionales, que no le preguntáramos a la hora de preparar un espectáculo, cuánto ganaríamos, porque eso era falta de humildad, y rehusarse a tomar las clases de vocalización y solfeo, era falta de disciplina, el caso era que, por angas o mangas, teníamos la obligación de estar sin el derecho a una retribución por nuestro trabajo.
Desde un principio supe que no se iba a realizar mi deseo de estar en su compañía de teatro de títeres pero me quedé porque me gustó lo que desarrollé en materia musical. Allí aprendí a tocar la guitarra e hice mis primeras canciones.
Llamé a la doctora Mireya. No tenía grupos, pero me ofreció un descuento especial si podía integrar uno con amigos o conocidos. Le dije a Irma y a otros más. Al no encontrar eco, deseché la idea y conocí a Mireya hasta Marzo del 2003, cuanto tuve que dejar a Dora Luz.
Las perturbaciones emocionales, entre más sutiles, más dañinas. Aunque me sentía bien con mi vida tal como la llevaba, estaban ahí muchas señales de que iba a desbarrancarme: quería mejorar mi trabajo como ventrílocua, y fui con un maestro titiritero que resultó cancionero improvisado, que además se enriquecía con el trabajo de la gente que acudía a su bohemia. Por eso nos decía nada más en qué fallábamos, no permitía que se entablaran conversaciones entre los asistentes, y parecía que tenía don de ubicuidad, ahí no se hablaba más que de lo que se estaba presenciando en el momento, cualquier incipiente amistad, era desbaratada por arte de magia. A pesar de ello, me salieron dos galanes que pude rechazar; eran casados y no iban a ser la compañía masculina que en verdad podría beneficiarme, si es que existe.
¡Ahora me explico todo! Hacía mucho navegaba de una frustración a otra: me conformé con poner teléfono, porque no me alcanzaba el dinero para pagar un curso de teatro de títeres que anunciaban en Internet; quise pagar con trabajo en alguna otra compañía, y caí en las garras de un estafador, a eso agrego los problemas con mis vecinos, que se exacerbaron con la instalación del teléfono. El edificio donde vivo no tiene dueño y cada quien se siente libre de agandallarse, ¡con razón, casi al punto de conocer a Irma, empecé a fijarme en sus defectos, a perseguirla! Y ella no me corrió de su negocio a pesar de que soy vociferante y exhibicionista, ¡porque también demandaba perseguidores!
Una forma de evitar las recaídas es perderle el miedo a nuestros rasgos negativos, porque sirven para revertir daños posteriores si se atreve uno a mirarlos como lo que son: síntomas de que nuestra parte enferma encontró mundo de su tamaño y se dispone a darle, que es mole de olla.
En lo más álgido de la relación con Arturo empecé el trabajo con mis broncas vigilada por Mireya quien rehusó que le pagara. Acordamos una cantidad como costo de cada sesión y ella fue bajando el precio a su gusto. Esto no lo hizo por generosidad, estuvo casada con un alcohólico y se dedicó a controlarme. Antes de ser psicóloga quiso ser actriz, pero fue publicista. Las personas que trabajan en eso, suelen ser ultra morales pero no vacilan en encuerar a un semejante si con ello pueden vender un producto. El publicista hace lo que está a su alcance para que todos crean que la vida es color de rosa y que todos podemos subir trabajando duro. Para ellos el que no es de status fresa, está mal de la cabeza. Creo que tomó partido por Irma y sus secuaces, al grado que le tuve que decir, en tono de guasa, que estaba más al servicio de ellos que mío, que si le estaban dando la diferencia de lo que ya no me cobraba.
Surgió en mi mente la palabra “mierdeya”, y rebotaba de un hemisferio a otro como pelota de ping pong. En el grupo Al Anon al que asistía había una compañera que también se llamaba Mireya, y al escuchar sus tribunas, fácilmente podía dársele el apelativo pero supe que el apodo era para mi terapeuta al terminar la penúltima sesión. Me acompañó hasta la puerta e iba hablando de otro paciente a quien tampoco le cobraba lo que en principio habían estipulado. Clarito percibí que estaba echando indirectas para mí cuando dijo: “Es un privilegio venir a terapia y más con facilidades”. Ahí vi mi oportunidad de irme, y la aproveché. La semana siguiente, fue sesión de despedida y poco faltó para que me pusiera a cantar “Aleluya” mientras iba camino del zaguán.
Al mes, encontré este recado en mi contestadora: “Habla la doctora Mireya Flores. (Leve tartamudeo) Quiero saber si ya estás bien, si tienes nuevos amigos y estás alejada de toda esa gente nefasta que te rodeó.” Respiré hondo. Si no quería volver a escucharla, tendría que devolverle la llamada y entre más pronto, mejor.
Agriana tuvo razón en enojarse, pero escuchó los consejos: “Corazón, esto hay que manejarlo con mucha prudencia. Se le van a dar las gracias, se le va a decir que estamos bien, lo cual es cierto, y si plantea la posibilidad de un regreso, le contestaremos sin groserías, pero con firmeza, que esta vez aplicaremos la lección: en cuestiones de terapia, segundas partes nunca fueron buenas.
  El recurso del impotente es lamerse las heridas en el consultorio de un terapeuta a falta de medios para ajustar cuentas. Otro de los beneficios que saqué de la terapia, es darme cuenta de que puedo dañar igual; que un insulto mío es tan ponzoñoso como lo fueron o lo son los de los demás hacia mí. Ahora que he tomado contacto con mis verdaderos alcances, me amedrentan menos las ostentaciones agresivas de la gente pero no puedo disfrutar ser mala porque viene el miedo: hay que medir consecuencias. ¿Quién me puede asegurar que los demás sí disfrutan ser cabrones? Cada uno es para sí mismo, como yo soy para mí. Ser bondadosa es no sacar a la gente de su zona de comodidad, pero a veces comprendo a los que tiran la piedra y esconden la mano; la hipocresía es otra forma socialmente aceptada de mostrar el resentimiento y más productiva que sentarse a llorar.
Ayer aspiré a vengarme, hoy, aspiro a que mi coraje se transforme en malicia para detectar a la gente que pueda dañarme antes de que llegue a hacerlo y ponerme fuera de su alcance; de ese modo, ellos y yo viviremos mejor. Aspiro a que mis emociones negativas no me vuelvan a manejar, para que no lleguen los dardos y ya no muerda el anzuelo como lo mordí aquella noche decembrina del 2004.
Llegaba a casa, y al pasar por el restaurante, Arturo salió y empezó a echar habladas. No era la primera vez que lo hacía, pero sí fue la última. Como siempre, ni siquiera me detuve. Irma estaba confiada en que nunca llegaría a avergonzarla a su trabajo, porque jamás lo hice; y no fue por educación, sino porque no encontraba la forma para dañarla sin ensuciarme las manos, pero ese día, Agrianita, o sea mi otro yo, se encargó de todo, y se dejó dirigir. Desde un teléfono público llamé a la policía, les dije que era Irma y que necesitaba ayuda para sacar a un par de borrachos que no me dejaban cerrar. Cuando llegó la patrulla, desde la contra esquina tomé nota del número y me quedé un rato más, observando a Pésar Disgusto Cordebrio y Pose Arturbio Ladilla Jerez, que peinaban la cuadra según ellos, para encontrar a esa pinche culera, o sea a mí.
A las cuatro de la madrugada, Arturbio me despertó con el tamborileo que le dio a mi puerta. Lo primero que pensé es que me reclamaría, pero no fue así. De todos modos, de ahí hasta el medio día fuimos dos fieras en acecho. Nada me quita de la cabeza que no fue a verme, sino a meter cinta para sacar cordón.
Pasé cinco meses más recogiendo propaganda del restaurante que Irma pegaba antes de abrir en los postes cercanos. Había en la hoja del menú un número telefónico cuyos cuatro primeros dígitos no correspondían a la serie de la colonia. Investigué a nombre de quién estaba, llamé y la dueña de esa línea fue al tugurio a reclamar. También llegaron de la Procuraduría del Consumidor y multaron a Irma por dar informes falsos a los clientes. Gestioné dos visitas al negocio: una de AA y otra de Neuróticos Anónimos. Fueron. En esa forma, le puse a la ex amiga una exhibida peor que si la hubiera ido a cachetear. Al mismo tiempo, metí un escrito a Salubridad y otro a la Delegación. Amonestó primero la Secretaría de Salud y a la semana, fueron de la Delegación a ejecutar la clausura.
A la que parió a la astuta cocinera, como le gustan los libros, le mandé una copia del mamotreto, para que se entretuviera en algo. Espero que haya disfrutado sus 20 días de vacaciones. Anexé esta carta:

México D.F., 12 de Octubre del 2005.
Estimada señora Yolanda:
Como diría yo, si fuera Antonio Machado, de los borrachitos vengo y a los borrachitos voy. Sí tenía usted razón; sembré mi maíz, me comí mi pinole, confieso que he cagado. Así diría Pablo Neruda. Humildemente, espero sea de su agrado la engalanada boñiga. A ver si lavando tupe, o se acaba de arralar.
Suya y cordial:
Agriana Falaz Herrández.

La antedicha firmante no tenía llenadera: hizo el berrinche de su vida porque el restaurante volvió a ser abierto.
-¡Cómo! ¡No puede ser! ¡Cómo pudo! ¡Eso era para que no levantara cabeza! ¡Cómo se atreve! ¡No! ¡Tiene que haber una fórmula para ponerla en el suelo!
-Corazón, ya no veo qué otra cosa podamos hacer, ni modo que la mandemos matar.
-¡Que le den un cortinazo y le vacíen el local! ¡Que vuelva a empezar de cero! ¡A ver si puede!
-¿Tienes los contactos y el dinero para mandárselo hacer?

-No.

-Entonces, ¿qué estás chingando? Perdóname que te hable así. ¿Qué importa que haya abierto? Se pasó veinte días penando por conseguir dinero, la multa que pagó no fue de cincuenta pesos, ni de mil; muchos de sus clientes ya no van a regresar, y sus proveedores, ¡más de uno la debe catalogar como gente poco seria! Se va a pasar un buen tiempo explicando por qué le cerraron y poca gente le va a creer, si no es que ninguna. De acuerdo, sí, nos cae gordo que haya abierto, pero ya le costó. Veinte días sin ganar dinero y con dos rentas qué pagar, ¡el puñetazo está bien! ¡Muerto el perro, se acabó la rabia!
-¡No es cierto que se acabe! ¡La quiero ver escupiendo sangre!
-Sí mi vida, pero aquí hay una cuestión: no tenemos recursos para más, el madrazo se lo dimos, ¡ya! Ahora, a protegerse, porque quizá tomen represalias.
-¿Esa? ¡No te preocupes! Aunque nos lo mereciéramos, nunca va a hacer ni a decir nada, ¡tiene cola que le pisen!
-Pequeña, ¡me estás dando la razón!
En ese momento, recordé una conversación con el profesor Javier; le pregunté: “¿Cuándo voy a tener verdadera tranquilidad, a alcanzar autoestima y paz?” “Cuando le pongas en su madre a la gente que te haga daño”, me contestó.
También Mireya apareció: “¿Por qué no vas al restaurante y mejor la golpeas? ¿No te parece muy inmaduro estar escribiendo cartitas?”
Ante ella me quedé muda, pero no, no me parecía inmaduro. Golpear a Irma sí era un modo directo de arreglar las cosas pero, aparte de que me exponía a ir a la cárcel, ya había visto que con ella ninguna objeción directa funcionaba; si hay perseguidores especializados, ¿por qué no delegar la chamba?
Irma no fue directa conmigo; si le disgustaba mi modo hablotero e imprudente, todos los negocios se reservan el derecho de admisión. El parloteo a lo bobo, es una forma de ejercer el poder contra alguien, aún cuando el vocinglero no se de cuenta de lo que hace, ni tenga el propósito de agredir, pero debió caber en ella la capacidad de poner límites. Si no me quería de cliente, debió decirlo con todas sus letras. El modo en que la traté fue el mismo que ella usó para aventarme al borracho que ya no quería y reírse de mí. Si no se cobra un agravio, es sinónimo de que se está del lado del ofensor.
Nadie puede vender experiencia; los únicos que lo intentan son los psicoanalistas, y son tan desfachatados, que cobran por fracasar. Para bien o para mal, tienen poder. Cuando detectan contra qué está luchando un enfermo, sabotean e insultan. Son jugadores profesionales de “sólo trato de ayudarte”. El hecho de que sus tarifas estén sobre los $500.00 pesos, obedece a una razón: los bienes, servicios y oportunidades no son para todos, sino para unos cuantos seleccionados, en este caso, los que pueden pagar quinientos pesos por una consulta y que tienen, desde luego, la suerte de no estar tan amolados. Los problemas emocionales de los pobres tienden a ser más serios y difíciles de desentrañar; no son tan agradables como los conflictos de la gente bien.
Prohijar psicosis, neurosis o esquizofrenia es una forma de opresión disfrazada. Las altas esferas del poder necesitan que haya gente en el planeta para que genere riqueza, pero hay que hacer que cada uno de esos individuos, renuncie al pedacito de mundo que le corresponde. La riqueza se produce trabajando y se acumula en dos formas: el ahorro y el hurto. Abundar en eso último es tema para otro libro, y de otro autor; únicamente quiero resaltar que hay más chance de encontrar alternativas con un terapeuta. En los grupos de autoayuda se termina por descubrir que un ciego no puede guiar a otro ciego.
Al Anon, sin las pláticas con Mireya, me hubiera hecho más daño que beneficio. Hay compañeras que en tribuna se autonombran doblemente ganadoras. Son mujeres que han desarrollado la enfermedad del alcoholismo, pero que fueron hijas, esposas, hermanas o madres de alcohólicos y, como tales, tienen derecho a estar ahí y decir sus cosas. Las que son sinceras con ellas mismas van además a reunirse con la gente de AA y tienen claramente dividido lo que pueden decir en cada grupo; las que insisten en el autoengaño, se quedan en Al Anon. Queriendo y no, contaminan a las demás.
No deja de llamarme la atención el hecho de que solamente en un grupo de gente de la clase alta pude ver lo que realmente es la conciencia de grupo y el verdadero propósito de AA y Al Anon como instituciones de ayuda para el alcohólico y sus allegados, nos guste o no, AA es una aportación de ricos; Bill W y el Dr. Bob eran tan adinerados que se codearon con Rockefeller, quien generosamente, les dio calurosísimas felicitaciones además de la idea de la séptima tradición, que dice que cada grupo se debe sostener con sus propios recursos.
Los compañeros Al Anon dicen que allí las clases sociales no importan. Como entelequia, está bien, pero una coordinadora hizo la observación de que es más fácil asimilar el programa si se tienen estudios humanísticos y aquí, vuelve a imperar el dinero: ir a una universidad, aunque sea del gobierno, cuesta. Los libros, en ningún sitio son regalados, por más que sean iguales en su modo de pensar los felices con un millón de pesos y los que no cargan ni para comer. A los l6 años asistí al hecho de que los de arriba y los de abajo sienten que el mundo les pertenece; los primeros, disfrutan la realidad de comprarlo; los otros, estarán en condiciones de arrebatarlo si experimentan una gran frustración.
La enfermedad emocional no es diferente de ningún otro microbio: virus, hongos y bacterias tampoco respetan edad, sexo ni posición social, pero, ¿por qué a los ricos no les da disentería, ni infecciones micóticas, ni lepra o escorbuto?
Tal vez algún esoterista pudiera ayudarnos a descifrar el enigma; yo nada más puedo ofrecer el fruto de mis pesquisas. Hay razones de mucho peso para llegar a la conclusión de que los grupos de gente rica son los verdaderos depositarios y beneficiarios de cualquier programa de recuperación. El arrabalero, si tiene suerte, podrá caerle bien a algún terapeuta o contará con la bestialidad de un anexo, y la barbarie de un grupo de avance.