miércoles, 4 de mayo de 2011

De cómo chiflé a mi máuser con todo y detonaciones

Lo que me sucedió fue un verdadero milagro. El primer paso, admitir que soy querendona chingativa de mi madre. Esta es una enfermedad mejor conocida como mamitis, más identificable en hombres pero las mujeres la padecemos bien que mal disimulada.
         El síntoma principal aparece en la niñez; empieza una a identificarse con figuras tan cordiales como el Coyote y el Correcaminos, Pierre No Doy Una y su perro Patán o Piolín y Silvestre. En la pubertad, solía demostrarle mi cariño rauda y veloz, especialmente al sentirme perseguida.
         Cuando crecí y se me quitaron los miedos, asumí un comportamiento coyotesco: buscaba con afán la forma de ir a regalarle afecto y cuando al fin me hacían el favor de mandarme a saludarla, ya se me había ido el tren. Esto me producía accesos de rabia muy fuertes y me mostraba querendona hasta con la madre ajena. En ese tiempo usé una camiseta que decía: PARA CASOS DE MENTADA, AGARRO MAMÁ PRESTADA.
A pesar de todos los problemas, logré independizarme. Lo sentí cuando la gente empezó a compararme con un burro de noria: todos los días le hablaba por teléfono o de plano iba, aunque no fuera oportuno. Ella también se dio sus escapadas para ver cómo estaba la suya.    Mi vida se había vuelto ingobernable y busqué la ayuda de la meditación. Logré un cambio radical: vivo al estilo Pantera Rosa. Cada vez que demuestro mi cariño, el tizne me cae encima, pero estoy orgullosa de lo negro de mi conciencia. El hecho de que haya desarrollado esta compulsión, en parte se debe a que ella recibía agradecida las muestras de cariño. Estaba convencida de que soy una almita de Dios.
         Nunca voy a olvidar el día que me dijo: “¡Desgraciada, cabrona, huevona, maldita, hija de la chingada!”. Ya ni le quise avisar que se estaba metiendo autogol, pero sí me dieron ganas de llorar: es que no tenía palabras para agradecer a la Divina Providencia. Mi mami había encontrado en las escaleras el patín que se me perdió. Por la cantidad de palabrotas que dijo, deduje que rebotó cinco veces: de panza, de nalgas, de manos, de cabeza y de buche. También de eso era el taco que se daba. Cuando fui a ver por qué estaba gritando, me la encontré tirada a la muy mentirosa, ¡si presumía de que nadie se la había tirado en los últimos diez años!
         Una pierna se le hacía como colgandejo y fue necesario que el doctor la enyesara allí mismo. Fuimos a comprar sus muletas y me fijé que iba dejando pintada la pata. Se me ocurrió que podía pedir chamba los domingos allá en la Plaza México, para marcar los círculos blancos en la arena antes de la fiesta brava, pero ya mejor ni le dije; luego me mandaba al diablo y no era cosa de exponerse. Hay que tener dignidad, ella me lo enseñó. Cada vez que le revisaban el yeso, tenía que acompañarla y francamente no entiendo por qué, si nada más levantaba la pata y todos los árboles se echaban a correr. Los taxistas, luego, luego: en lugar de que ella les preguntara cuánto cobran la dejada, ellos eran los que querían saber. Lo que más coraje daba, es que ella se ofendiera en lugar de agarrarlos a patadas.
Durante las vacaciones, me encomendaba un quehacer de lo más interesante: todas las mañanas me decía que picara una cebolla “para que deveras tengas por qué llorar”. Yo la picaba con alfileres, como si fuera su cabezota y me ponía a buscar todas las canas verdes que decía que le sacaba con mi mala conducta.
         Mientras pensaba en cómo los piojos deambularían por su cabellera, me preguntaba cómo le hacía para lograr ese atractivo tan estrictamente apegado a los cánones de las revistas femeninas: inicualable, escaldufianamente bella, fodongamente maternal, perrunamente casta, gatunamente fiel.
         Siempre terminaba mi ritual pensando que el próximo diez de mayo le regalaría una caja con moñitos multicolores para que se los pusiera el día que llegara mi papá, porque él andaba comprando cigarros en Toluca.  Después me comía la cebolla y el que lloraba era mi novio. A veces creo que lo perdí por exceso de madre, aunque también pudo haber sido por aliento de dragón. De cualquier manera, no me escapé de hacer lo que terminan haciendo todas las mujeres: contemplar la vida desde lo alto del guayabo. Es todo tan duro allí. A veces creo que la que se debería haber ido de compras a Toluca, era mi mami.
Es una lástima que ya esté muerta. Nadie como ella para insultarme. En sus últimos días, le dio por querer reafirmarse los senos, borrar las estrías, quitarse arrugas, pintarse las canas y me pidió que le diera masaje.
         Para abreviar las sesiones, hice una pasta integral con tinte, pomada de azufre, crema de limón y blanco de España; porque no había concha nácar. Añadí Easy Off para la mente cochambrosa, Pato Pudrific y Maestro Limpio para dejarla rechinando, con cutis de porcelana y un aroma fabuloso. A veces, ella misma me pedía el Cloralex. En una semana bajó cinco tallas, se puso feliz y decidí aprovechar esa oportunidad de lucirla. Viéndolo bien, la vieja tenía su lado bonito; cuando me daba la espalda.
         La llevé a Chapultepec. En ese momento concebí un plan maestro,  fuimos al serpentario, y resultó. La dejé ahí.         Así supe lo que es el éxtasis en todo su esplendor. Iba por Paseo de la Reforma caminando sobre nubes, como si me hubiera sacado la lotería. Fui la mujer más dichosa de este planeta hasta que llegué a la entrada del metro. Ahí me estaban esperando los de la menajería del zoológico. Llevaban consigo a mi mami. Que mejor me la devolvían porque era un peligro para las cobras.
         En casa siguió su rutina de belleza y redujo tallas hasta el punto en que me preocupé ante la perspectiva de no tener madre. Le recomendé que suspendiera por un tiempo sus tratamientos. Desoyó y desolló todas mis súplicas. Las tenía colgadas como trofeos junto al espejo de su recámara y se fue haciendo chiquita, chiquita, hasta que finalmente desapareció. Ahora menos voy a saber cuál es la diferencia entre fingir demencia y tener un orgasmo. Ahora que ya no está, solamente me ha quedado una cara qué pintar, una edad qué lamentar, una panza qué esconder y unas nalgas qué prestar.


5 comentarios:

  1. Muy buen texto Adriana encontré la liga en la columna de Alma Delia en sinembargo.mx
    Guardaré la liga para entrar luego a tu blog a ver lo que encuentro.
    Saludos.

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  2. Ah y soy Paco del estado de Querétaro.
    Veo que hay suscripción por correo voy a utilizarla, chao y buen inicio de semana.

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    1. Muchas gracias por leerme. Espero que no te decepcione. Tengo otros tres: http://elniñosalvaje.blogspot.mx/, http://unmesterdejuglaria.blogspot.mx/ y http://leperaturaytrompabulario.blogspot.mx/

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  3. Hola de nuevo aquí leyendo tus textos y que te digo simplemente me gustan. .............. Saludos y éxitos.

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