“… Que un viejo amor
no se olvida ni se deja.
Que un viejo amor,
de nuestro alma sí se aleja
pero nunca dice adiós.”
Alfonso Esparza Oteo y
Adolfo Fernández Bustamante.
Ciudad de México, a 28 de Septiembre de 2023
Muy querido Raúl:
A finales de Julio supe que ya estabas por cumplir dos años de fallecido.
La noticia me cayó como patada en el estómago. Me sorprendió que me
hiciera una mella tan grande porque hace ya cuarenta y seis años que diste por
terminado nuestro noviazgo, después de un aborto sensacional.
Como verás, lo sarcástica no se me ha quitado ni creo ya que
se me vaya a quitar. Tampoco aspiro a dejar la mordacidad. Lo curioso es que
ese moquete perpetrado para ti cuando éramos jóvenes, ¡me lo he llevado yo! Quise
castigarte con aquel telegrama que te mandé firmado con el pseudónimo “Alma
Sonia Zárate” en el que te avisaba que “Adriana murió”. Hiciste bien en limitarte a investigar en qué
oficina fue puesto. Aún funcionaba la SCOP. Hoy es un elefante blanco. Ni lo demuelen,
ni se ha vuelto a abrir.
De verdad estoy sorprendida. A pesar del medio siglo que ha
pasado de no tener relación contigo la noticia me dolió. ¡Me duele muchísimo
que ya no estés en el mundo! Me duele a sabiendas de que si vivieras no me
querrías ni ver. También fue una sorpresa que me hayas admitido de contacto
en tu Facebook. Gracias por ese lustro en que viste
mis publicaciones aunque jamás hayas puesto comentarios ni reacciones. Tampoco
yo puse algo cuando vi esa foto familiar en donde apareces en medio de todos, de
pantalón de mezclilla, huaraches y camiseta, con unas barbas espantosas que te
llegaban a la cintura. Qué bueno que te las afeitaste. No te quedaban aunque
hayas sido un hombre alto. Tu estilo hippie fue desastroso; lo yuppie siempre
te estuvo mejor.
Me di cuenta de que te borraste de mis contactos cuando
empezó la “pandemia” del COVID. Era de esperarse. Fue justo cuando puse una
portada que decía “Vacúnate tú, vil Gates”. Lo rebelde igual me lo llevo a la tumba.
Ahora mismo me viene a la mente el recuerdo de cuando te
dije “Estoy embarazada”. Después de una pausa pregunté “¿Qué te preocupa?” y tu
respuesta fulminante: “Me has dado una noticia y me doy cuenta de que no
podemos seguir juntos porque no respetas ningún tipo de autoridad”. Pero algo
que me dio el tiro de gracia fue cuando me dijiste, después del aborto,
“Piensa, porque ya hubiera nacido, ¿qué harías tú con un hijo?” Abrigo todavía
mis dudas acerca de que me mereciera esos arponazos. Fuiste injusto.
Igual recuerdo un día que llegué a la casa y escuché a mi
tía y mi padre platicando acerca de nosotros dos. Las palabras de mi padre
fueron contundentes; desde la cocina me llegó como un mazazo: “Yo no creo. ¡Un
tipo tan dogmático! ¡Y ésta que también tiene su genio!”
Tendrías que haber oído la de cosas que me gritaron cuando
les dije que te había contado la verdad: Minerva era mi hija. Yo era una madre
soltera y te lo dije desde un principio porque tenías derecho a saber, a
decidir si seguías conmigo o ya no.

Y justo ahora aparece un recuerdo más: tu pregunta “¿Por qué
me aceptaste?” me lleva al tiempo y lugar en que nos conocimos. En esos ayeres
gozaba de una inestabilidad emocional que asustó a más de uno, ¿cómo fue que no
saliste despavorido? Lo deberías haber hecho. En plena cola de la oficina de gobierno
estaba llorando y en respuesta a la atención que tuviste de preguntarme si me
podías ayudar en algo, ¡te contesté que qué te importaba y que te largaras! Al
ver cómo te ibas alejando te llamé, ¡y regresaste! Un hombre sano, sensato e
inteligente en tu lugar, no hubiera volteado ni para mentarme la madre. Pero
regresaste, nos hicimos novios, supiste por mi boca que yo no tenía el perfil
que tus padres te habían dicho que debía tener la elegida para esposa, ¡y
desperdiciaste otra buena oportunidad de alejarte sin que saliéramos raspados!
También yo debería haber preguntado entonces “¿Por qué continúas conmigo?”.
La respuesta me llegó cuando vi la foto donde apareces
barbado, sentado en una silla con piernas y brazos abiertos. Eras el centro de
todo el cuadro y tus seres queridos asomados por debajo de los brazos o cuando
mucho, encima sacando únicamente la cabeza. Ni tu esposa estaba al lado tuyo,
en una posición de igual a igual; todo mundo subordinado y tú ahí, como
acostado sobre ellos, como un pater familiae judeo romano.
En mi niñez y juventud estaba tan agobiada por los problemas
de la casa que no me daba cuenta de que con esos accesos de llanto que tenía en
la calle y otros lugares públicos estaba jugando un papel de víctima y con ello
me atraía a pura gente rescatadora. Eso fuiste en realidad y en aquellos años
no lo sabía pero ahora ya sé que el rescatista no se aleja sin haber sacado una
ventaja.
Y aquí viene lo de la profecía auto cumplida que regulaba todos mis actos. Mi hija entonces tenía tres
primaveras y ese era el lapso que llevaba escuchando de la familia que una
mujer como yo es p’a la zopilotera, que no era buena madre, que no ganaba lo
suficiente, en resumidas cuentas, hiciera lo que hiciera para mi gente era una
inservible.
Me arrepiento más de haber sido yo quien dijo que deseaba
las relaciones sexuales, que del aborto. Inmediatamente después de que abrí mi
bocota contigo me sentí y me siento hasta la fecha como una gran burra. El ramo
de flores y los versos que llevaste no me quitaron el prurito de estarle dando
vueltas a lo mismo: “¡Ay Dios mío! ¿Para
qué hablé?”
Y a esa tal profecía auto cumplida le debes todas y cada una
de las groserías que recibiste de mí. Simplemente, me parecía que tener un
novio que me regalara tantas flores y me dedicara versos era demasiado bonito
para ser cierto. ¡Ya había comprado el boleto de que mi persona “es p’a la
zopilotera” y no merecía reconocimiento ni retribución!
Me bebí cada una de tus letras y pude sentir la tenaza del
cangrejo pellizcándote las entrañas. Cuando leí “Antesala” investigué a qué
enfermos de cáncer les colocan una sonda como parte del tratamiento; así supe
que se los hacen a quienes tienen cáncer de próstata, esofágico, de pulmón o de
vesícula. Hay otro más pero no importa cuál de esos haya sido tu cáncer. Lo
lamento igual.
Sentí en carne propia tu dolor al leer las complicaciones
que sufre un paciente con sonda. Me consternó deducir la agonía tan dolorosa
que tuviste pero la fecha de tu muerte me llenó de estupor: ¡28 de Septiembre
de 2021!
Ese mismo día, pero de 1977 pagabas los honorarios del
médico que interrumpió mi embarazo por convenir así a tus intereses. Mientras
tanto yo estaba ahí, en la plancha, reponiéndome de la anestesia por cobarde. Tenía que haberte implorado por
su vida pero esas súplicas se hicieron piedra en mi boca.
Me escuece la cuota enorme de dolor que la vida te exigió
por lo que no quisiste hacer. Yo empecé a pagar de inmediato: el primer abono,
tragarme tus muestras de rechazo. Después ocho largos años de una dismenorrea
galopante, mes con mes con mes con mes hasta que sola desapareció. Y los
intereses, en forma de una tristeza que tengo desde aquel día y que ya no puedo
seguir disfrazando de enojo.
Raúl mío, es bien cierto que no lo hice de la manera más
sana, pero te amé. Creo que lo sigo haciendo. Fuiste el amor de mi vida y
necesité saberte muerto para poderlo entender.
Escribo esta carta porque ya no quiero sentir tu presencia.
¡Aunque me sienta acompañada no quiero que sigas rebotando del hombro izquierdo
al derecho como si fueras pelota! ¡Ya no eres de este mundo y en vida no
quisiste compartirme ni tu tiempo ni tu espacio! ¡Vete en paz o vete en guerra!
¡Como te tengas que ir, pero ya vete! Tienes un camino que transitar y ahí no
cabemos los dos.
Sinceramente:
Adriana.