domingo, 24 de abril de 2011

También me llamo María

Escribo en las mañanas porque es cuando estoy despejada y puedo entregarme con calma y todas mis energías. A veces sucede que mi tarea se prolonga hasta la noche o incluso deshoras de la madrugada, pero solamente si el duende está alborotando o la víscera coopera para que me mantenga despierta.
Supe que mis padres me pusieron Adriana por el médico que atendió a mi madre cuando estaba esperándome. Se llamaba Adrián. Soy sietemesina y según me contaron, mamá estuvo muchas veces a punto de que no se lograra el embarazo; casi todo ese período se la pasó en cama. Hoy deduzco que esa historia me la contaba para que yo creyera que le debía muchísimo, pero en realidad, no le debo más de lo que otros hijos le deben a sus madres: la vida. Y eso ahí nada más cuando fui bebé. Y porque ella quiso. En realidad nadie pide venir. Ni ella misma lo pidió, que yo sepa.
En casa imperaron los nombres que empiezan con A. Mi hermano se llamaba Alejandro y mi hermana Alura. Aquí hay otra peculiaridad de mi gente: a las dos nos antepusieron el María, pero nada más enseñaron a mi hermana a usarlo. A mí, aunque en mi acta de nacimiento viene María Adriana, me enseñaron que mi nombre era simple y llanamente Adriana. Pero también me llamo María, y así como cargo con ese nombre omitido, pagué platos rotos de los errores de papá y mamá.
Y en efecto, una parte mía ha sido sistemáticamente ignorada por todos, hasta por mí. Es tan fuerte el hábito de negar el María que me asumo como una mujer que viene del mar, o de Hadria, una extranjera en esa familia en la que siempre me sentí distinta y me percibieron distinta, al grado que mi hermano me consideraba como una garza. Ese apelativo me puso: “Adriana Garza”, hasta parece otro nombre. Las garzas vuelan. A él lo motejaban “Cerdorino” y a mi hermana “Burrilú”.
 Para pertenecer a… tienes que ser como…, dice una regla por ahí, y creo muy bien que funcionó en esta hermandad en la que no fui admitida porque no era cuadrúpeda.
María es nombre hebreo. Quiere decir la elegida. María Adriana sería algo así como la judía que viene del mar, la elegida para servir de atrio, de puerta de entrada hacia no se qué lugar. Solo recuerdo un sueño en el que me veía platicando con mi hermano, él era 5 años mayor que yo y lo veía de 20 y yo de 15. Y lo escuché decir: “Por políticas de la familia, tú vas a ser la recogida”.
Mi hermano fue el primer pariente que me dijo que ya nadie me quería, pero fue el único en ese núcleo que me puso un apodo decente. Mamá me decía “Chiporreta”, según ella porque nací de chiripa o a veces “Vizcorneta”, porque tengo estrabismo. Con tales sobrenombres me sentía muy mal, como si yo fuera un objeto aporreado, deforme, echado a perder, de a tiro ya para la basura.
Mi nombre no me gusta, pero he aprendido a aceptarlo. Creo que es como el color de piel con el que se nace. No se tiene otro, y viéndolo bien, tampoco es feo; pero he tenido oportunidad de alterarlo y creo que me gusta más la alteración. “Mañagriana Falaz Herrández” es más mío que el "María Adriana Salas Hernández" que recibí.
No se si mi nombre tenga algún olor, pero el texto huele a azufre, a veces se va transformando y es un olor delicioso, como si se estuvieran tostando chiles. Entonces huele bonito pero hace llorar.

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