lunes, 18 de abril de 2011

LA MALDICION ARTURBIANA.

Si se conjuga en voz alta el verbo amar, en tiempo presente y primera persona del singular, aparecerán muchas cejas arqueadas alrededor. Si el motivo de la acción del verbo es un borracho, entonces no es predicado, sino un sujeto que pone en predicamento a quien hizo la conjugación. De alguna manera tengo que explicar mi mala suerte, y de tal modo que no tenga que acudir al pensamiento mágico; encuentro más sensatez en las leyes gramaticales.

                Cuando una ama, o cree amar a un sediento de Dios, se vive peor que después de recibir la maldición gitana, pero lo mágico es injusto, aunque tranquilice, y no puedo execrar eternamente a Don Arturbio. En honor a la verdad, la dicha maldición, si es que existe, la recibí de niña, pero se hizo notorio cuando cumplí once años. Puedo verlo ahora, que ya me estoy acercando al tostón.

                Sonó el teléfono. Era una tarde como cualquier otra. No tenía tarea, mamá no me tildaba de burra, como hacía con mi hermana, y como estaba en mis cinco minutos de sentirme la gran inteligencia andando, no soporté que el hombre que llamaba estuviera equivocado.

-¡Pues entonces, fíjese en lo que marca! ¡Pinche, cabrón, jodido! – Y colgué. Dejé la bocina en su sitio, como si estuviera sepultando un animal vivo, ¡y estaba vivo! Volvió a sonar.

-Oiga, señorita, si no la estoy insultando, quiero saber por qué me dijo usted así.

-¡Porque lo es!

-Entonces, ¿usted sabe cómo es la gente nada más por teléfono?

-¡Sí! ¡Y haga el favor de no estar fregando! – Volví a colgar. De nuevo repiqueteó. El teléfono, pero para mí, ese señor ya tenía cara de auricular.

Señorita, no puedo creer que una persona tan linda se exprese con ese lenguaje.

-¿Cómo sabe que soy linda?

-Porque lo es.

-Pero si nunca me ha visto.

-Su voz es linda, por eso lo creo. -Directo y a la cabeza; y la cabeza, en aquel tiempo más todavía que ahora, era la vanidad.

                A la semana, volvió a llamar y así varias tardes. Éramos los grandes amigos, sabía que se llamaba Julián y él, que mi nombre es Adriana.

                La última vez que hablamos, me pedía conocernos, pero no fue posible darle la cita, porque en ese justo momento, mamá entró a la sala y se quedó ahí, sentada en un sillón.

                Empecé a tartamudear, a oscilar entre el tú y el usted, mamá me arrebató la bocina y escuchó a Julián: “Adriana, si nos hablábamos de tú, ¿qué tienes?” “¿Desde cuándo conoce usted a mi hija, señor?...sí…sí…está bien.”

                Mamá colgó. Jamás llegó otro telefonema de Julián, y ni falta que hizo; ya era ostensible que para mí, lo correcto es engancharse en el insulto, que en esa forma se ama y se es amada.

                En realidad, mamá me salvó de caer en las garras de un hombre perturbado de sus emociones, con experiencia de la vida, por lo que me llevaba ventaja; pero ella sí sabía que yo iba a amar de manera obsesiva, ¿por qué le molestó ver que ya empezaba a hacerlo? Era su escuela, ¿no?

                Con todo y su lucha, terminé siendo lo que era lógico, pero sin aceptarme. Estoy empezando a entender qué clase de personas inventaron el dicho de que “no hay mal que por bien no venga”. Es un recurso para vivir con lo invivible.

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