miércoles, 19 de marzo de 2014

El séptimo mandato

El 11 de enero de 2010, podía haber sido la fecha de mi muerte. Así lo percibí al contemplar a ese hombre. Enfundado en una gruesa chamarra, parado junto al chofer, apuntaba con una pistola. Los tapices rojos de todos los asientos danzaban al ritmo de la descarga de adrenalina. Las cortinas de las ventanillas, también rojas como capotes de fiesta brava, intentaban en vano espantar ese momento. El hombre cortó cartucho.

Ayudado por cuatro mujeres, despojó a los pasajeros de cuantas pertenencias pudo. Una versión moderna del Tigre de Santa Julia y sus aguerridas colaboradoras, a quienes nada pedían las chicas del  autobús, que se desempeñaron con una saña que habría dejado muda y helada a la mismísima Perra de Buchenwald.

Cuando se está en un hospital, sin poder moverse por los dolores de golpes contusos y dos costillas rotas, se antoja más pensar en una celebridad de los nazis que lamentar la pérdida del abrigo, la bolsa y los zapatos.

Antes, sólo se hablaba de que las mujeres robábamos porque sentíamos que el botín nos iba a dar un éxito social que no teníamos. Hoy se admite que nos hemos vuelto ladronas para sacar utilidad económica. Ya no es importante resarcir una femineidad y/o una autoestima inexistentes. Somos tan violentas como ellos. E incluso más crueles.

Si esto obedece al rencor acumulado de siglos y siglos de ninguneo, ¿contra qué estamos resentidas en realidad? ¿Contra un sistema arbitrario que nada nos da a cambio de lo que nos exige, o contra las otras mujeres, que siempre funcionan como un instrumento eficaz de control para que no nos salgamos del huacal, para que no alteremos el consenso que admite que todo siga como está?

Pensé en la joven que me ordenó quitarme el abrigo. Era casi una niña. Me vi reflejada en ella. En su cara resentida tuve tiempo de encontrar esa mirada que yo también tenía en mi primera juventud. Recibimos el mismo trato, pero yo tuve la dudosa fortuna de contar con una madre interesada en no perder su prestigio.

A los doce años, sustraje quinientos pesos de la bolsa de mamá para viajar al pueblo de Tantoyuca y conocer el rancho de papá. También al abuelo. Lo que hice impactó en el secreto familiar que descubrí, más todavía que en el presupuesto casero. Mamá, atónita, ¡ni se movió!

Ese día la miré de arriba-abajo y comprendí que la última paliza había tenido lugar hacía tiempo; que la próxima vez que me levantara el cordón de la aspiradora no se iría limpia. ¡Ya sabía que la familia de papá nunca la aceptó y que el rancho no era tan feo como decía!

Cada mes, tenía que robar para conseguir mis toallas sanitarias o romper las toallas de la casa, porque mamá me hablaba del pudor, pero no le cuajaba en el cerebro que nadie me iba a regalar una pinchurrienta caja de kotex y nunca sabía si al pedirla recibiría un guamazo. La gravedad del asunto se vio cuando fui sorprendida en una tienda de abarrotes, ¡la hija de la doctora en flagrante delincuencia juvenil! Mamá, entonces sí, movió cielo y tierra para que yo no cumpliera ningún arresto en el Consejo Tutelar.

Robar, cuando no es delito, es pecado, pero a veces, es el único medio de llegar a tener lo que legítimamente es para uno. Si no me creen, pregúntenle a los magnates. De adulta, seguí de facinerosa. El profesor de psicología de la preparatoria donde estudié fue mi siguiente víctima. El rechazo de los compañeros y la sensación de ser la oveja negra me hacían una chuza bárbara y él se ofreció a darme información para entender lo que me sucedía. Fue plan con maña por ambas partes. Quiso acostarse conmigo. No le di gusto ni le pagué las consultas. En los tres casos me sentí culpable, pero ahora sé que negarme al hurto, hubiera sido una estupidez.

Golpes en la puerta. La enfermera dio paso a los agentes del Ministerio Público. Tomaron mi declaración. Antes había sido revisada por tres médicos legistas. Una vez más recibí el puñetazo, sentí el golpe de frío, volvía a ver a la joven ladrona con mi abrigo puesto, escuché de nuevo insultos, ayes de gente golpeada, súplicas, un bebé que lloró, el señor que viajaba junto a mí opuso resistencia, el disparo. La sangre que manaba de la herida me alcanzó. Llegó el auxilio, quedamos en la misma ambulancia. Murió camino al hospital.  Los peritos me indicaron que, en cuanto me dieran de alta, debía ir a las oficinas a ratificar la denuncia y a identificar a los ratas, que porque sí los habían agarrado.


Temblé ante la idea. Volvería a ver la cara de aquella joven. Ella, en el banquillo de los acusados y yo, en el lugar de la gente de bien.


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