viernes, 3 de septiembre de 2010

Tabernícolas, huevosaurios, pedodáctilos y mamuts sin lana. IV

“En la población humana la impotencia es un requisito de una sociedad opresora, y la familia desafortunadamente suele educar fuera del poder y autonomía y educar en la disciplina y docilidad para las reglas autoritarias. La formación en la impotencia, interpretar el papel de Víctima en el Juego del Rescate, hace que la gente crezca con un sentimiento de que no se puede cambiar el mundo.”


Claude Steiner.


IV

Soy una intelectual pobre, y fue necesario llegar a este punto para comprenderlo. Aún desconozco si en verdad recibí de niña la orden de ser pobre, o nada más acepté la pobreza por orgullo; sin embargo, para mí, no es únicamente carencia de dinero, sino también de seres queridos.

En realidad, no he terminado de aceptar que estar sola es un estilo de vida. He pasado más tiempo sola que con un hombre. Siempre ha sido lo mismo: cuando más a gusto estoy con mi existencia, aparecen y al aceptar a alguno, el que más me guste, el que mejor, no importa el que mejor qué, paso de estar carente de compañía masculina, derechito a la frustración, porque el cariño, el apoyo, todo lo bonito que me ofrecen al principio, me lo arrancan de cuajo en la primera oportunidad y nunca más lo vuelvo a ver, ni lo vuelvo a sentir. Entre más tiempo paso sin pareja, más tengo la convicción de que soy fuerte y puedo conmigo misma; tomo decisiones, dispongo de mi tiempo y mi dinero como mejor me parece, pero no les caigo bien a otras mujeres; probablemente esto causó que se acabara la amistad con Irma y con su mamá.

De joven soñaba con estar sola porque, a medida que fui creciendo, me daba cuenta de que la horda que tenía por familia me quitaba atractivo. Creo que llegué a avergonzarme de ellos en la medida en que lo hacían de mí. El sentimiento se engarzaba con la idea de que no podía aspirar a otra compañía. De cualquier forma, hice realidad mi sueño dorado, pero, al dejar su protección, pasé a vivir en vecindad. Creo que hasta en eso seguí el mandato que me diera mi madre, allá en la infancia: “No eres rica, hija, eres pobre”.

¡Y pensar que me lo dijo después de agasajarme con una fiesta por haber cumplido ocho años de edad! Luchó hasta lo indecible por hacer el convivio, ¡claro! Los defectos de los niños ponen en entredicho la capacidad de la madre para educar; le interesó hacer la fiesta, para cuidar su prestigio. Tenía una niña taciturna, huraña y retraída, incapaz de socializar, que le estaba dando la balconeada de su vida.

Algo de eso intuía porque no moví un dedo para que la directora del colegio me diera los teléfonos de mis condiscípulas. Tuvo que ser ella quien habló con la religiosa, hasta contrató un pianista.

La fiesta dio resultado. Bailé y canté. Al día siguiente, en la escuela, mis compañeras empezaron a aceptarme. Llegué contenta; en la noche, mamá tocaba su piano, me volteó a ver. Yo estaba haciendo la tarea. Entonces, tomó el cuaderno de dibujo, lo revisó hoja por hoja y me pidió que dibujara un material.

-¿No sabes lo que es un material?

-Sí. –le dije temerosa de no adivinar lo que quería, y dibujé algo como un gatito, muy pequeño, en el centro del papel.

_ ¡Ay, Adriana! Te pedí un material, ¡y mira nada más con qué garabato me sales! -recibí una perorata educativa para que no fuera desperdiciada y remató con la célebre máxima que me prohibía la riqueza y me imponía la pobreza como el único lugar que me correspondía para estar en el mundo.

En las escuelas antiguas, material era la letra que dibujaba el maestro en el pizarrón para que los niños la copiaran, ¡me estaba hablando como le hablaron a ella en su infancia! En unos términos que ya no se usaban en la escuela que me tocó.

Para mamá, todo aquel que no entendiera las cosas exactamente como ella, era un descerebrado, y la única prueba fehaciente de que se tenía cabeza, era adivinarle todo, decirle lo que quería oír, y aventarse como el “Borras”.

Fui una niña desconcertada. Por un lado, se me impulsaba a que decidiera; pero al tomar iniciativas, mamá se encargaba de frenarme. Papá era igual, pero hizo menos daño porque siempre andaba de viaje, por lo tanto, el trabajo sucio, lo hizo más ella que él.

Según refirió papá, en el año l96l, mamá fue internada por primera vez en un sanatorio psiquiátrico y el doctor que atendió el caso, emitió un diagnóstico severísimo y muy poco alentador.

-Mire, señor Salas: su esposa tiene esquizofrenia. Es muy difícil convivir con este tipo de enfermitos, porque no suelen aceptar que necesitan terapia de control hasta el último día de sus vidas. Le recomiendo que se divorcie y le retire la patria potestad sobre sus hijos; aún son pequeños y puede repararse el daño que ya han recibido. Si lo desea, en este momento le extiendo el certificado para que lo lleve usted con un juez de lo familiar. También lo puedo poner en contacto con un abogado que se especializa en problemas familiares, para que se haga lo más rápido posible.

-Oiga, doctor, ¿quiere usted decir que cuando salga se debe encontrar con que ya no tiene casa, hijos, ni esposo?

-Exactamente.

-¡Eso es una jijez¡ ¡Pobre mujer¡

-Ella no tiene remedio; usted y sus hijos, sí.

Tontonio, es decir, mi padre, salió de ahí haciéndole honor a su apodo. Trabajaba en Bayer de México, en la división de productos veterinarios. Esa era la labor que lo obligaba a viajar, o más bien, el alcahuete para no estar en la casa ni enfrentar la dificultad de convivir con una enferma mental. Esa chamba se la delegó a tres niños, o sea, mis hermanos: Alejandro, 9 años de edad, Ma. Alura, 24 meses de nacida, y yo, que apenas había pasado por cuatro Navidades.

Tontonio, que a veces era Mandonio, tiene el don de caer bien a pesar de sus grandes defectos. Era vendedor estrella y sus jefes le brindaron ayuda: le presentaron al mero picudo del bufete de abogados que le llevaba los litigios a la empresa, y le ofrecieron la dirección general de Bayer Centroamérica, cuya sede estaría no recuerdo si en Honduras o Nicaragua. Como le dijeron que allá se establecería, que ya no iba a viajar, no le gustó. Prefirió seguir siendo Tontonio Falaz Mánchez, marido de Roña Esmeranza Herrández Cargas, roñosa esmerada en cargar el error, por consiguiente, los frutos de tan dulce y cálida unión terminamos por ser los hermanos Falaz Herrández: Alocandro, Mariagrura –en la actualidad Marialurias- y una servidora, Agriana.

Tengo la impresión de que mi padre quizá esté seriamente perturbado. Hay hombres que toman por esposas a mujeres que no les convienen, para disimular sus miedos, no resolver sus problemas y echarles a ellas la culpa de todo lo que resulte fallido en la relación; si mamá se dejó maltratar hasta el punto, su locura es su atenuante, pero respecto a mi padre, si no está enfermo, sí es posible pensar en maldad.

Tres años antes de huir de la casa, (iba en segundo de secundaria) Manuel, un sobrino de papá, nos frecuentaba. Mamá le proporcionó la llave y siempre llegaba a los pocos minutos de que la tía Esperanza se había ido. Me alborotó. Mi primo fue el primer hombre que deseé sexualmente, pero no le tuve. A los trece años, en esta sociedad urbanizada, la sexualidad es algo anhelado y temido a la vez. Pudo más el temor.

Al descubrir el abuso de confianza del pariente, mamá lo corrió; pero a mí me golpeó con el cordón de la aspiradora y no descansó hasta que yo admití en voz alta que era una puta.

El profesor Javier, mi primer terapeuta, hizo un comentario respecto a que mi madre había sido torpe, porque darle así como así la llave de la casa a un hombre jacarandoso en plena juventud, era ofrecerle el pichón al gavilán. También hizo la observación de que tratar de puta a una niña de menos de catorce años, es aventarla a que sea madre soltera, mínimo; y en efecto, yo fui madre soltera a los l7. Pasé las de Caín para sobrevivir y dar a luz; mamá conoció a mi niña al mes y medio o dos meses de que nació. Me miraba como si la hubiera decepcionado, pero creo que en realidad, más obediente no pude ser. No creo que se haya molestado porque salí con mi domingo siete; más bien le disgustó que el semental no haya sido Manuel.

Dice por ahí una canción que todas las mujeres tenemos nuestra acorralada. Con el primo no tenía escapatoria. El irigote que hizo mamá como parte de su juego, fue la Caballería Rusticana que me salvó, pero sólo por un tiempo.

Después de la tormenta familiar, el tercero de secundaria y primero de preparatoria los vi transcurrir entre clases de actuación a escondidas de mi madre en el Seguro Social; ella no aceptaba que yo quisiera estudiar arte dramático, y me impuso fines de semana de “acercamiento a la divinidad”: íbamos a misa en un templo católico, después con los pentecostales, seguramente se llamaban así porque azotaban como costales cuando decían que estaban en trance; de ahí con unos médiums en la calle de Gante, para rematar en Tepito, en la casa de un señor que también hacía sesiones espiritistas. Esa era la vida con mamá. Ma. Alura, cuyas súplicas de que la dejaran seguir viviendo en el rancho de papá resultaron inútiles, no aguantó. Fue la primera en huir. Cuando me fui, la eminente y culta científica -mamá es cirujana dentista- degeneró en pobresora undiversitaria al contratar a un brujo para seguirnos el rastro, y como de raza le viene al galgo, en Junio del 2003, despreciada por Arturbio, me descubrí aquejada del mismo mal: adjudicarle más eficiencia a un charlatán que a un profesional capacitado.

Mi primer psicólogo ya me había advertido que entre más odiara a mi madre, más me arriesgaba a ser como ella; en otra sesión afirmó: “Tú rechazaste a tu madre, y tu madre podía haberte dado cosas”. Ahí sí no estoy de acuerdo. Lo que me estaba dando, era pura enajenación, lunatismo, de la oferta sexual a mi primo, pasó a dejarme encerrada cuando se iba a trabajar, y ni así me tenía confianza. Hice una maleta con dos mudas de ropa, mi acta de nacimiento y un certificado de primaria. Eran todos los papeles importantes que pude rescatar. Saqué el pequeño equipaje sin que mamá lo advirtiera, le pedí a una ex compañera de la secundaria que me lo guardara. El 4 de Enero de l974, salí de casa normal, como quien se iba a la escuela, y fui a clases, pero ya no regresé. Pasé la noche en la sección de paquetería de Aeroméxico, en el aeropuerto, porque tenía la idea de que al día siguiente pediría trabajo de sobrecargo y de esa manera, resolvería la cuestión económica y estaría siempre de viaje, por lo tanto, mamá y papá no tendrían posibilidad de encontrarme.

Esa noche conocí al que sería padre de mi hija, en ese tiempo me pareció agradable, pero ahora lo veo como era: un cafre que me doblaba la edad y que no tenía empacho en hacer de cualquier mujer, una madre.

Entre todos los hombres que ahí había, hubo algunos que quisieron ayudarme de buena fe y otros que intentaron abusar; de todos me salvó Alberto, pero únicamente lo hizo para ganarse mi confianza. Me regalaba dinero y cuando ya me tenía comiendo de su mano, me acompañó a un hotel. Al menos fue agradecible que no se comportara con la violencia que los otros ejercieron y que de puro milagro me pude escapar. Alberto tuvo lo que a los otros les faltó: paciencia y astucia. No fue doloroso perder mi virginidad porque esperó a que me quedara dormida. Me despertaron sus jadeos y el peso de él sobre mí. Un mes más tarde, me descubrí preñada. El comenzó a esconderse, a negarse si lo buscaba. No faltó quién me dijera que estaba propalando que yo era una puta.

A los l6 años se tiene la más horrible de todas las edades: físicamente se es ya una mujer, pero moralmente, no hay todavía la entereza para decirle a ningún hombre que sí. Lo que este señor hizo conmigo, según la ley se llama Estupro, a la mejor porque viene de la raíz etimológica es-tu-pro-ble-ma-es-tú-pi-da, que es lo que finalmente le vienen diciendo a la joven que pasa por lo que pasé. La fonda de Irma me recordó estos episodios de mi prehistoria. Hasta las mesas y las sillas me gritaban: “Es tu problema, estúpida”.

La fantasía de ser sobrecargo quedó en el bote de la basura. Preñada, sin dinero, sin ropa suficiente ni un lugar dónde lavarla y ponerla a secar, estaba en chino demostrar ningún grado de cultura ni pretender un trabajo decente. En el Mercado de la Merced conseguí colocarme en un puesto de jarciería pero no duré ni quince días. Entraba a las siete de la mañana, salía a las 12 de la noche; ahí me daban de comer, pero, en una época en que el salario mínimo era de $52.00 pesos diarios por ocho horas de trabajo, ganaba quince pesos, y al salir, tenía que pedir limosna para completar lo que costaba una habitación en algún hotel de por ahí.

Uno de los compañeros de trabajo de Alberto me aconsejó que me fuera a Guadalajara; es la segunda ciudad importante del país, más chica y menos exigente. El me pagó el pasaje en autobús.

Llegué a la Perla Tapatía el l5 de Febrero de l974. En dos semanas, entré como mecanógrafa en el despacho de una librería que no tenía atención al público, pero sí un equipo de vendedores.

Hasta aquí, todo funcionaba, pero estaba esperando un bebé. El progreso que podía entrever se vino abajo. En la casa de huéspedes para señoritas donde vivía, comenzaron a tratarme como apestada.

Otra vez peregrinar; otra vez a padecer. Como ya disfrutaba de Seguro Social, el médico que me valoraba cada mes, me llevó con su familia, quien consiguió que ingresara en un lugar para madres solteras que se llamaba Casa de Belén, bajo la dirección de monjas franciscanas.

Allí tuve por fin un poco de estabilidad, hasta que recibí mis primeros 45 días de incapacidad y las religiosas me incluyeron en el grupo de las compañeras que no salían a ningún oficio ni oficina.

Todos los días llegaban a la Casa de Belén unos costales enormes de calcetines con algún defecto, generalmente un punto que se les había ido a las máquinas, corregible únicamente a mano, con un ganchillo especial. Era una labor de obrera calificada, por la que no percibíamos salario, las madres guardaban estricto silencio acerca de qué fábrica mandaba todos esos calcetines para su reparación.

En esa vecindad con fisonomía de convento, había dos categorías: las que salíamos a trabajar y aportábamos un dinero, éramos mejor tratadas; las otras, sí que estaban en la miseria, y quienes teníamos un ingreso, debíamos estar todo el tiempo vigilantes porque si no, nos robaban.

Hay industrias que dependen de la desgracia ajena. No tengo idea de qué hubiera hecho esa fábrica de calcetines, si no existieran chavitas deshonradas, indigentes y embarazadas a quienes explotar.

Conocí a muchas mujeres en mi situación, y otras tantas maneras de contemplar y encarar el problema: desde las sufridas y resignadas, hasta las importamadristas que tenían un hijo cada año para venderlo.

Una noche, a escondidas, llegué a la sala donde tenían el teléfono y llamé a mamá. Me dijo que el fin de semana estaría por allá, que iría acompañada de papá.

El domingo, la directora llegó a despertarme y en cosa de dos horas, estábamos camino a México, en avión, papá, mamá, Alejandro, Minerva bebé, y yo.

Faltaban dos semanas para Navidad, todavía era l974. Antes de Reyes, el gozo, al pozo. Mamá se había hecho Testigo de Jehová, pero seguía citando las enseñanzas de los médiums de hacía un año. Era insufrible acompañarla en su camino por todas esas religiones tan disímiles. Me dolió darme cuenta de que nada más había regresado para seguir soportando la tortura de aceptar a un dios en el que ya no creía; de nada sirvió el esfuerzo de salir de ese hogar sin terminar la preparatoria, porque no tenía las agallas para llevar mi vida sin el embrollo de pertenecer a esa familia.

Me di de topes en la pared, me pregunté una y mil veces qué me pasó; en realidad, no tenía miedo de decirle a mi niña la verdad sobre su origen, pero lo que me hizo volver fue el miedo de pensar qué le iba a decir cuando me preguntara por sus abuelos, o sea mis padres, o por sus tíos, mis hermanos. Cuando nació, hubo una compañera de trabajo que me ofreció la posibilidad de que fuera adoptada por una familia rica de Monterrey. Ahora se que debí aceptar eso y olvidar para siempre a los míos.

En realidad perdí a mi hija cuando regresé al lado de mamá. Esa fue mi verdadera culpa. Siempre me preguntaré si no hubiera sido mejor dejar que la bronquitis que pescamos se volviera pulmonía, y morirnos las dos.

A duras penas pude esperar a cumplir la mayoría de edad, e inmediatamente hablé con una hermana de mamá, la Tía Alicia, que con tal de que no fuera yo a salir con otro niño, estuvo de acuerdo en que fuera a vivir a su casa.

Mamá puso el grito en el cielo: ella era una buena madre que me orientaba, yo no sabía cómo criar a un bebé, mi tía Alicia era una manipuladora y yo una pobre sin carácter, que se dejaba manejar de cualquiera, además, esa niña todavía no estaba lograda.

¡Vaya que le dolía perder el sitio de mando! No me concedía que estuviera ejerciendo mi libertad de la única forma posible: elegir de quién dejarme mangonear; y que no la haya escogido a ella, era un golpe a su amor propio que hasta la fecha, no ha podido digerir.

Llegó al extremo de arrebatarme a mi niña. Creyó que con eso me iba a detener. Se quedó boquiabierta cuando le dije, tranquila, “Sí, está bien, quédatela”. Después de una audiencia con los Testigos de Jehová, accedió a devolverme a Minerva.

Con la tía viví alrededor de diez años, y mi segunda culpa fue dormirme en mis laureles, querer vivir como si todo hubiera sido un accidente, una pesadilla que gracias a Dios, había terminado. Volví a la escuela, terminé la preparatoria y presenté examen de admisión en la universidad para estudiar la carrera de Licenciado en Literatura Dramática y Teatro.

Tía Alicia decía que iba a morirme de hambre, papá opinaba que lo acertado era que dejara de trabajar para que hiciera una carrera brillante, y censuraba cualquier actividad recién emprendida que me pudiera llevar a ganar dinero. Cuando empecé a trabajar como actriz de radio y doblaje de películas al español, montó en cólera y dijo que esos trabajos eran para gente oscura, que López Tarso y Susana Alexander no andaban ahí, haciendo doblajes, que yo no era ninguna mediocre y que estaba llamada para cosas más grandes.

Alicia, mientras tanto, ponía cara de “oliendo mierda” cada vez que le daba dinero. Lo hacía desde antes, cuando trabajaba de secretaria, y terminé por ir a la despensa, hacer la lista de lo que iba faltando y llegaba con las bolsas del supermercado, pero ni así fue bienvenida la provisión que le daba.

Mi primer montaje profesional como actriz fue en invierno de l982, para Teatro Escolar de Bellas Artes; en l984, Alicia dejaba echar a perder la carne o la fruta que yo llevara, y si estaba ensayando o por estrenar alguna puesta en escena, aprovechaba para contarme anécdotas en las que resaltaba que ella tampoco se había recibido de Secretaria Bilingüe, y por lo tanto, siempre estuvo en un lugar que no le correspondió. No solo tenía envidia de mamá, sino también de mí. Una de las últimas veces que le aprovisioné la despensa, dijo con mucho coraje:

-Es que tú y tus hermanos son igual, no se resignan a que las cosas, pues no las tuvieron y ya, no, ustedes luchan.

Los 27 años me sorprendieron sin ánimo de recibirme y sin consolidarme en el teatro ni en ninguna especialidad artística.

La convivencia en casa de tía Alicia, era más fácil que con mamá, pero tampoco era buena, ni sana. Había otra tía, Cirenia, también hermana de mamá que me exasperaba cada vez más por su lentitud y porque siempre estaba ida. Llegué a agredirla físicamente, y cuando Minerva alcanzó los diez años, dejé en paz a Cirenia para ponerle quehaceres enojosos y maltratarla, como me hacía de niña mi madre.

Con Cirenia reñía de palabra y entonces intervenían todos para hacer lo que no hicieron cuando la golpeaba: defenderla.


En otra ocasión, Ma. Alura estaba conmigo en la cocina y cuando me dí cuenta, ya había derramado un litro de yogurt en la mesa del antecomedor; inmediatamente mi hermana llamó a papá y Alicia, dando voces como si me hubiera caído desde una azotea; por el modo en que me trataron, que me hizo sentir inválida, me dio muchísima rabia, pero pude contenerme. Salieron todos habloteando y mientras deliberaban en la sala, aproveché para limpiar lo que había ensuciado. Pensé que no era conveniente aislarme; siempre que tengo problemas o que me siento angustiada, busco la soledad y mi primer impulso fue aislarme, pero algo me dijo: “No, no te lo permitas, esta vez no te conviene. Ten calma, quédate sola, pero no te aísles.”

Para mí, que esa fue palabra de Dios, si es que hay Dios, y si existe un ángel de la guarda, segurito que él habló. Lo que haya sido, qué bueno que hice caso. Ese día iban a trasladarme a un manicomio con tantitito que hubiera dejado salir el enojo que sentía.

Dos días después, Ma. Alura metió en la lavadora ropa suya a lavar. Alicia estaba sentada en la cocina y viendo la maniobra de mi hermana, que estaba metiendo más ropa de lo que era una carga normal, no dijo ni pío y, al quemarse el motor, Alicia y Ma. Alura me estaban culpando. La lavadora se había descompuesto.

De nuevo esa voz interior se hizo escuchar: “Tienes que marcharte”, me preguntaba, pero, ¿y Minerva? “A ella no le va a pasar nada, la que corre peligro eres tú”.

Mi desgracia no fue tanto ser mujer en edad fértil, como carecer de la suficiente bondad: ¿quién era la niña para no sufrir? Yo también había sido pequeñita; igual tuve derecho a que me preservaran de pleitos y de peligros; tampoco tuve la culpa de los errores de la familia, ni había pedido venir: aún así, fui aventada al matadero.

Hablé con Minerva y le dije que me iba, que dónde quería quedar: en la casa de Alejandro, que ya se había casado y a quien propuse su adopción, o con un director de cine, cuyo abogado me concedió una entrevista.

Después de tantos años de estudiar para ser alguien, me descubrí como a los l6: derrotada, y con la convicción de que no podía darle a mi hija nada que le sirviera para vivir.

Todavía lo creo. Minerva hubiera podido tener el mismo techo y la misma ropa que he tenido; comida, a mi lado tampoco le hubiera faltado, pero hubiera ido a una escuela de gobierno; hubiera vivido en vecindad; eso de que la pobreza no es maligna si hay suficiente cariño, es una mentira. Cuando el hambre entra por la puerta, el amor sale por la ventana. Tampoco aquí queda el dicho de que la carga hace andar al burro; las mujeres todavía tenemos una posición inferior a los hombres para ganarnos la vida, y las que logran subir ejerciendo una profesión, es al precio de quedarse solas y de que las tilden de locas, lesbianas, o putas.

En AA he conocido a muchísimas “buenas madres”, “mujeres heroicas” que se quedaron solas con uno, dos, o más hijos, que viajaron por años en su nube pensando que educaban muy bien a sus nenitos; que eran la mujer orquesta, una extraña maravilla entre padre, madre, proveedor y no te entiendo, y tuvieron que aterrizar en grupos como Al Anon porque, “sin darse cuenta” su prole quedó convertida en un hatajo de drogos, ratas, briagos, etc. Desde luego, dan gracias a Dios en tribuna de que el etcétera no haya tenido lugar.

¿Qué mérito como madre hubiera tenido siendo así? ¿Qué clase de aprecio se le demuestra a un hijo poniéndolo en contacto con el lumpen? Lo más seguro, es que termine siendo una escoria; la condición de ave fénix, de blanco plumaje, que cruza el pantano sin mancharse, corresponde a muy contadas personas del sector económicamente acomodado.

Si no me hubiera alejado de mi madre y de mis tías, hubiera perdido la razón, como la perdió Cirenia. ¿Qué baluarte emocional hubiera sido entonces para mi hija? Sólo pude elegir entre darle coraje o darle vergüenza. Ella, ahora, es una madre de familia estable, con una casa propia, un buen nivel económico. Sé muy bien que no es resultado de mi esfuerzo pero, de no haber puesto mi granito de arena, su presente de ningún modo sería el que goza hoy.

Nadie, (ni las tías ni mis hermanos) me pudo disuadir de que me fuera, entonces, papá intentó evitar “la ruina moral que te aguarda”, y me ofreció su casa, hasta me planteó como una ventaja que disfrutaría el hecho de que casi no estaba ahí, porque seguía viajando “por cuestiones de trabajo”, como lo hacía en mi niñez.

Lo que es no fijarse, papá me estaba enseñando, o más bien recordando otra regla del juego: si el rescatista no jode al rescatado, no hay rescate de verdad. Un día llegó enojadísimo, había tenido un pleito con la esposa de Alejandro:

-¡Guadalupe ya debería estar tratándose p’a tener otro hijo! ¡Es lo malo de casarse con una mujer que ya está cuarenteando! ¡Se lo dije a tu hermano! ¡Una pinche vaca vieja ya no da!

-Mira, la decisión de tener o no tener más hijos, nada más ellos la pueden tomar.

-¿Qué tienes en la cara? ¿Por qué estás toda hinchada?

-Me asaltaron. Cuando llegaba del teatro.

-¿Pues a qué horas estás saliendo?

-A la una y media de la mañana termina la función.

-¿Y tan siquiera ganas bien? Mira hija, estás emperrada en andar en algo que no te rinde, dedícate a otra cosa.

Respiré hondo y medité mi respuesta. Sabía que de lo que dijera dependía que me echara en ese momento o que siguiera viviendo con él.

El asalto había sido la noche anterior. Un solo tipo. No quería dinero. A golpes me pidió que le hiciera una felación, pero antes, me zarandeó para que lo acompañara a su casa. Me zafé. No sé de dónde, pero saqué valor para decirle que no, que lo que quisiera conmigo era allí en la vía pública, que no lo iba a acompañar a ningún lado.

-Entonces, ¿no te importo?

-¡No!

Tuve pavor, él amenazó con sacar una pistola si no le hacía la caricia que exigió. Aquel ser estaba tan torturado, que no disfrutó lo que había conseguido. Empezó a llorar y a decir sus cosas, oportunidad que aproveché para suspender la inesperada chamba y dedicarme a escuchar. Como en casa de tía Alicia, una voz interior, que en otras palabras es una manera de presentir, me aconsejaba: “No te muevas, aguanta vara, te va a dejar ir”. Y así fue.

-Mira, papá, lo que va a venir pasando, es que el día menos pensado, llegues de uno de tus viajes, y ya no me vas a encontrar.

Se lo cumplí. Me llevó un año diez meses dar el salto, asumir que era pobre, que tendría que vivir con estrechez y enfrentar esa ruina moral que me estaba esperando, según él. Una vez que llegué a la vecindad, el tribunal de justicia, la brujería y el chisme se hicieron presentes en mi vida con toda su capacidad de mando; porque son herramientas de control disfrazadas: de paliativos para el pobre, y de bártulos de guerra para el rico.





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