viernes, 3 de septiembre de 2010

.Tabernícolas, huevosaurios, pedodáctilos y mamuts sin lana. V

“La posesión diabólica de otros tiempos, o nuestro concepto actual de ella podría ser el resultado de esa especie de solución de continuidad en el proceso de integración de una persona, la que recibe una instrucción y educación paradójica, absurda, extravagante, de mensajes dobles y hasta triples que provoca la lucha entre dos tipos de conciencia, una autoritaria impuesta, la otra humanística, espontánea, elegida en lo posible y manifestación de lo íntimo y prístino.”


Aniceto Aramoni.


V

Algunas normas que nos inculcan durante la infancia, son como un conjuro; como los dones o maleficios que las hadas y las brujas ofrecían a la Bella Durmiente. “No eres rica, hija, eres pobre”, fue un conjuro de tal naturaleza, que me dejó, como a otros adultos en mi caso, sintonizada para captar del entorno los mensajes brujos que más se ajustan a lo que recibí, con lo que integré mi concepto de buen camino, hasta que descubrí que toda la vida fui de buey al matadero, porque desde la más tierna edad obedecí la orden de ir siempre de buey al matadero.

“Eres inteligente, pero no quiero que pienses”, “Ten dignidad, pero no dinero”, “Pregunta, pero no esperes que te respondan”, eran consignas que pululaban en el aire, que enrarecían la atmósfera más que cualquier contaminante. Si se pudiera medir en imecas hasta qué punto llegamos a creer que no merecemos las cosas, probablemente se tronaría el aparatejo ese.

¿Qué pasaría si con un alcoholímetro también pudiera medirse el revanchismo? Además de vivir todo el tiempo bajo un programa de contingencia ambiental, llevaríamos una placa que dijera “HOY NO CIRCULA, mañana tampoco”, así, con letras chiquitas; habría que construir más cárceles para que cupieran todos los que andan ahí haciendo rituales para que el niño no pida, o que el vecino se enferme, o que al hermano le falte. Definitivamente, se encerraría a más gente de esa que a delincuentes, que por lo menos abiertamente roban, matan, y sobre la marcha aprenden que la impunidad la da el dinero y no la brujería.

Para aquellos que estamos boca bajeados por la pobreza, las “ciencias ocultas” nos dan la ilusión de que vivimos por encima de los demás, que tenemos conocimientos vedados hasta para los profesionistas, que permanecemos protegidos de cualquier envidioso, la fantasía del pueblo elegido.

Mi sueño guajiro era otro: decantar a Don Arturbio, provocar su recuperación: una forma lenta y sabia de quitárselo a Irma sin rebajarme. No resulta del todo ilógico que haya creído que obtendría recompensas del pensamiento mágico; estaba viviendo una situación por demás incontrolable: mis amigos resultaron una punta de loquitos peores que yo, que jugaron conmigo como lo hacía mi familia. Vivía exactamente como en la casa: recibiendo cuartazos y dando palos de ciego. No tenía objetivos, y puse mis metas en toda esa gente, con cuyo trato salía perdiendo.

Cuando se adquiere conciencia, resulta molesto necesitar ayuda de la brujería para resolver problemas de la vida cotidiana, que no tienen más explicación que las neurosis, miserias y complejos que uno arrastra.

Dos hechos contribuyeron a que esperara más de un brujo que de un terapeuta: haber pasado mi adolescencia al lado de una mujer cuya locura consistía en ir a diferentes cultos y no comprometerse con ninguno, y el desengaño con la doctora Dora Luz, para pasar a llevarme otro chasco en el consultorio de la profesora Mireya.

Mamá no siempre fue así de andar en muchas religiones, pero un domingo, llegó de visita Diablicia –entiéndase tía Alicia- ella, mi madre y tía Cire, fueron las hijas que tuvo la abuela Juana; mujer de pelo en pecho, que lo mejor que pudo hacer fue morirse cuando yo contaba seis años, porque si no, de verdad nos hubiéramos agarrado del chongo. Mamá me platicó que cuando era niña, acompañaba a su madre a unas reuniones en las que hablaba frente a todo el público hasta quedar convertida en un chino. Me estaba haciendo lo que a ella le hizo la pinche vieja cabrona, que en gloria de Dios esté. El caso es que Diablicia llegó el domingo a invitar a mamá a una tertulia espiritual y tuve oportunidad de ver a médiums, que se les debería decir sugestionadores profesionales o merolicos de altura, mierdolicos, para mayor precisión. Mamá tenía fe en esa gentuza hasta un punto inverosímil: era un triunfo pedirle lo de la colegiatura, pero no reparó en gastar su dinero para ayudar al espiritista de Tepito a mudarse, porque debía un año de renta y sus vecinos ya no lo querían.

Este señor le agradeció el favor de una manera muy simple: le quitó autoridad, o ya no se si se quedó en el intento: le daba nombre cósmico a todo aquel que fuera aceptado en el grupo. Juraría que esa era una aspiración de mamá. Ella no recibió el galardón, me lo dieron a mí, que no tenía el menor interés. Clairaluz era una palabra que me repateaba, porque quería seguir siendo Adriana. En la adolescencia, recibimos como un puñetazo cualquier alusión a nuestra identidad. Mi idea era ser actriz; en las “tenidas”, así llamaba ese grupo a sus reuniones, evocaba las clases de actuación y atendía escasamente a lo que decían Raynar o Markari o quien fuera.

Creo que en ese impulso de mamá de ayudar a la familia de iluminados había, además de fé, un deseo inconfesado de competir conmigo: ella tenía dinero, podía mover influencias aquí en la tierra, que era donde esas personas tenían el problema. Comencé a escribir mis primeros poemas. Hablaba de papá y Alejandro, los extrañaba. Ni tarda ni perezosa, mamá escribió: “Rascarepuche, ráspame el buche, sácame roña, roña y carroña, de la conciencia.”. Como la gente seguía sin alabar su talento, empezó a hablar en lenguas. En el lugar menos pensado, le daba el torzón y se descosía en incoherencias que solamente Dios y ella. Pasé alguna que otra vergüenza en el supermercado y el banco. Mientras tanto, seguíamos yendo con los ex tepiteños, a la casa nueva. El día que Diablicia se dignó ir, tuvo lugar un pleitazo con Felipillo Magaña, alias Raynar. Mamá empezó con sus desfiguros, sonidos desarticulados que el señor de la casa tomó como gran mensaje de Dios, un avance espiritual de Pelancha, como le decía, según él, de cariño. Tía Alicia dijo que la estaban enloqueciendo y que si no paraban la cosa, mamá volvería al hospital psiquiátrico y los espiritualistas, acuarianos o lo que fueran, irían a impartir sus enseñanzas al reclusorio. La brujería también depende de la vanidad; para mi desgracia, la semilla quedó sembrada. De nada valió haberme atrevido a decir en plena “tenida”, que mi nombre cósmico no me gustaba: se habían presentado maestros importantísimos de otras galaxias a felicitarme. Con todo y que no creía en esas patrañas, pasé un buen tiempo con sentimiento de culpa. A los l4 años, ¿qué otra cosa se puede pensar?

Cuando tenía 28, no sabía para donde jalar. Ese fue mi segundo acercamiento a lo brujil. En los Estudios América, encontré a Uriel, un compañero de la universidad, de varias generaciones antes que yo. Hasta la fecha, no se cómo le hizo para acostarse conmigo, cómo pudo dirigirme la palabra, si me despreciaba. Desde que nos conocimos, en la facultad, me insultaba “en broma”, como hacía mi hermano.

La primera vez que lo vi, estaba en la entrada del Teatro Wagner. Había quince minutos libres antes de la siguiente clase y ahí estaba, joven todavía, sin saber a quién dirigirse, y me preguntó dónde podía pagar con exámenes extraordinarios las materias que debía.

El pasillo estaba atestado. Sobraba quién pudiera informarle, no me eligió porque le gustara, ni porque en verdad quisiera saber lo que había preguntado; a la escuela iba a ligar, a conseguirse una chava “pal momento”, y nada más. Lo sospeché al decirle que fuera a la coordinación, porque empezó a presumir su trayectoria en el cine y a denigrar a los maestros.

Más adelante, conocí su casa; un departamento bien puesto, con todo lo necesario, pero en el que había descuido, y una cuna con las cobijas revueltas. Dijo que su esposa no estaba, que podía llegar en cualquier momento o quizá al día siguiente, entre más cosas conocía de él más gordo me caía. Recibí una sermoneada por mi cortedad de criterio, mi inmadurez, al preguntarle que, si tenía esposa y sabía que podía sorprendernos, para qué me había llevado a su casa. Le ardió que le dijera que era un poca madre, es más fácil tachar de inmadura a la gente, que admitir fobia al compromiso, odio por lo sexual, y que la casa no es mas que un escenario para informar, a la mujer que llevó, que no debía hacerse ninguna ilusión respecto a él, y que tampoco debía permanecer allí.

Uriel era un hombre que decía, a bocajarro, que me llevaba “nada más p’a aprovechar, porque no creas que tengo muchas ganas”. Francamente, no creo que haya tenido esposa ni que la tenga en la actualidad, si es que vive. El día que nos encontramos en los Estudios América, me llevó a casa de Chuchito.

Era una tarde lluviosa; el dueño de la casa me pareció tosco de modales, pero tierno y paternal. Fue actor empírico, era miembro de una familia que emigró de Jalisco a consecuencia de la Revolución. Pobre y sin estudios, el único camino hacia una vida decorosa era el ejército, allí sirvió hasta que un día solicitaron caballos de los Estudios Churubusco para una producción americana. Le encomendaron sus superiores la labor de caballerango, y se la encomendarían varias veces más, porque los estudios continuaron solicitando jamelgos. Se dio de baja en la milicia para dedicarse al cine. Como le tocó la época de oro, hizo dinero y tenía un caserón. Hasta con un pequeño edificio de departamentos para sus hijos con sus familias, pero los hijos no vivían allí.

El relato fue interrumpido por los ímpetus de Uriel, que quería acostarse conmigo en ese justo momento.

-¡Oye, espérate, estamos en una casa ajena!

-No hay fijón, Chucho es de confianza.

-¡De todos modos, respétalo! -me agarré del respaldo de una silla, que resultó arrastrada por el jalón que recibí. Quedó atorada en el quicio de la puerta.

-No hay cuidado, -dijo Chuchito desde su asiento- están en su casa.

-¡Suéltate! -me ordenó Uriel.

-¡No quiero!

-¡Te sueltas o te suelto!

-A ver, a ver, no seas violento, -intervino Chuchito. Se puso de pie y fue hacia nosotros- Si ella no quiere, no la vas a forzar.

-No, si quiere, ya la conozco.

-A ver, mamá –así le hablaba Chuchito a las mujeres- la verdad, ¿por qué no quieres?

-Pues es que esta no es casa de ninguno de los dos, aquí venimos de visita y estábamos bien, y ahora sale con esto. ¡Ni que de veras derrapara por mí!

-Mira, si es por que no es casa de ustedes, no te preocupes. Uriel así es, y yo creo que le gustas, pero así es él.

Fui remolcada a una pieza contigua. Media hora más tarde, Uriel salió del cuarto y escuché las voces de ambos desde la cocina.

-Sí, hombre, no te fijes, ¿para qué crees que la traje? –las voces se acercaban. La puerta se abrió para dar paso a los dos.

-¿Y si no quiere? –preguntó Chuchito.

-Sí va a querer, ¡tú métete! -Uriel aventó a su amigo y cerró la puerta.

Estaba ya entrada la noche cuando me despedí, con la intención de no regresar. Después de tirar a la basura el paquete de comida que el anfitrión me había regalado, agradecí a Dios que Uriel ya no estuviera presente, porque no tenía ganas de volver a verle la cara.

Pasó un mes. Al cruzar una mañana el puente de la Calzada de Tlalpan que llevaba a los estudios que hoy son Azteca Digital, me topé con Chuchito, que lo cruzaba en sentido contrario, para tomar el camión a su casa.

-Mamá, ¿qué mala cara viste, que ya no quieres volver?

-La de Uriel. ¿A poco fue muy bonito?

-El es muy pendejo, se lo dije. Tengo muchos años de conocerlo, es mi amigo y la chingada, pero es muy pendejo p’a tratar a la mujer.

-Lo bueno es que ya pasó. Luego nos vemos.

-Estás enojada, ¿verdad? Uriel casi no va, además la casa es mía, ¿te traté mal?

-No, pero ya es hora de reportarse, a ver si sale alguna pesca, un doblaje, a ver qué.

-¿No tuviste llamado?

-No, por eso me quiero reportar.

-Ven un rato a la casa. Te invito a desayunar, échate otros frijolitos como los que te llevaste, hice un mole de olla que me quedó, ¡chulada! Ahora sí me vas a conocer, ¡a mi lado no se cría ganado flaco! ¿Qué tal los chilaquilitos? ¿Verdad que sí estuvieron sabrosos? ¡Mamá!-me abrazó y me dio un beso en la mejilla.

Me mordí los labios para no decirle que podía preguntarles a los animales del terreno baldío, que fueron los que se agasajaron con aquellos víveres. La sensación de hambre se diluyó en cólera y volteé la cara para ocultar las lágrimas. No quería ir, porque me sentía peor que un cartón de cervezas o una botella de brandy. Así me vio Uriel, con esa actitud me llevó a aquella casa, y se lo acepté porque estaba acostumbrada a ser nadie; sabía cómo restarle importancia a cualquier hombre que se acercara, sin investigar qué esperaba de mí ni para qué me eligió.

A raíz de aquella entrevista, empecé a hacerme pata: si en la ANDA me daban recados de Chucho Gómez, le llamaba, le decía que iría a su casa, que tal día a tal hora, pero no iba, ni me molestaba en avisar que no iba a ir. Un día, lo vi comiendo en el restaurante de los estudios y me fui rapidísimo, para que no me viera.

Comencé a recibir sus telefonemas en doblaje, no importaba en qué foro estuviera grabando. Llegó a llamar hasta a una sala particular donde se hacían comerciales. Los pretextos eran: “sólo para saludarte”, “a ver qué día te acuerdas de los amigos”, una vez se voló la barda: “ya te mandé un taxi para que vengas”. Debí preguntar cómo me localizaba. Tiempo después, la telefonista de la ANDA me comentó que diario hablaba para saber dónde tendría mis llamados al día siguiente. Acabó siendo un segundo padre.

En esa casa conocí a Jorge, uno de los hijos de Chuchito. Nunca he vuelto a ver unos ojos tan hermosos en un hombre. Irradiaban luz. Era médico veterinario y tenía un criadero de chinchillas. Me las había enseñado todas, peludas, como conejos pequeños, de muy diversos colores. Eran cien animales, y me decía que cuando una chinchilla se comía a sus crías, era imperativo matarla. Lo que no me quedó claro, es cómo hacía para salvar a la camada; porque ya sin la madre, no era fácil que otras hembras quisieran alimentar a los huerfanitos. La chinchilla es la rata de los Andes.

A Chucho le gustaban las plantas, como a mí. Me había enseñado las fresas y el limonero que crecían en el jardín, y me divertí con el susto que se llevó cuando se le escapó una chinchilla. Llegaba cada noche a contarlas como si estuviera pasando lista en el cuartel y cuando vio que eran noventa y nueve, sudó la gota gorda hasta que “…la vi ahí metida entre los troncos esos que están allá, parecía rata la cabrona”. Jorge y yo nos reímos “Ay, papá”, le dijo él, “si es un roedor”.

Chucho y Jorge se me figuraban mi padre, Jorge me hacía pensar que así debió ser papá en todo su vigor, en su época de novio de mamá.

Una tarde comíamos y llegó Uriel. Quise irme. Para no hacer aspaviento, decidí tener paciencia y pescar un momento oportuno en el curso de la plática. Salió el pomo y me puse al acecho. La chorcha seguía sin que llegara el ansiado momento, y me levanté enojada, dije que todo era una mierda, que estaba harta de vivir, que me quería matar, ¡qué va! ¡Al que quería matar era a Uriel! Su llegada había dado al traste con mi disfrute. Su presencia me llenaba de rabia y vergüenza. Tenía una actitud fanfarrona, como si pudiera demostrarles a todos que yo en realidad era un fiasco. Me levanté enojada, porque empezó a acariciarme una pierna, grité que todo era una mierda, porque no podía insultarlo a él, ¡no podía ser auténtica! Si he formulado mis verdaderos deseos, o me corrían, o íbamos a ir todos a parar a la delegación; fue más costeable la conmiseración de mí misma; entonces Jorge pudo decirle a su padre que se acordara de lo que le había comentado, que “notaba que yo tenía brujería”, y me ofreció presentarme al día siguiente al señor Molina.

Hay juegos que sólo nos quedan cuando somos jóvenes y estamos bonitas, al menos desde el punto de vista de los demás; por eso tuve éxito. Busqué un rescatador y lo encontré. Lo sorprendente es que haya aceptado el auxilio, porque yo no quería nada de nadie, a pesar de que necesitaba con urgencia un voto de confianza.

En aquel tiempo era muy difícil que asistiera al hecho de experimentar mis emociones, pero me daba cuenta de que el hijo de Chuchito me gustaba. Yo a él, quién sabe, pero de cualquier manera, no creo que hubiéramos podido tener nada. Él estaba casado y yo era amante de su padre.

La industria esotérica se vendría abajo si no existiéramos los controladores. Es un hábito dificilísimo de abandonar, todos necesitamos controlar cosas, pero fuera de los esfínteres, las finanzas o el mal humor, estar vigilante en algo es síntoma de enfermedad.

Es de admirar la sutileza de los hechiceros: Alicia, cuando vivía en su casa, se ponía a estudiar el tarot y aunque no se dirigiera a mí para enseñarme nada, tampoco ponía objeción si permanecía atenta a lo que estaba leyendo, y si llegaba a hacerle preguntas, me contestaba de muy buen grado. ¡Con razón pensé que podía ganar dinero descifrando la baraja del tarot! No fue tanto el cuento añejo del señor Molina de que yo tengo poderes; ya me habían dado un mazazo en mi primera juventud. El que siguió, fue al conocer a ese brujo. Platiqué con él del trabajo, de diversos aspectos de mi vida, pero platicar es un decir, ellos nada más asienten a todos los cabitos sueltos que uno quiera amarrar, por eso “supe” que treinta y cinco años atrás mi padre, furioso por el embarazo de mi madre y al ver la inminencia de la boda, mandó hacer un ritual para que el bebé no naciera ni hubiera más hijos de su unión. ¡Había material de sobra para inventarme una historia! Alejandro era cinco años mayor que yo, porque mamá tuvo varios abortos. Papá decía que fueron provocados; ella que no, que fueron accidentes. Papá, ausente casi todo el tiempo, siempre nos trató como si le debiéramos algo, se molestaba si teníamos un logro, en especial de dinero, y si sufríamos alguna derrota, nos decía cosas que nos hacían sentir peor. ¿Era necesario ese rencor porque a mi madre la quería para un acostón sin mayor compromiso? ¿Por qué nos había querido cobrar a nosotros? ¿Por qué mejor no se fue, como hizo el padre de mi hija? ¿Qué caso tenía quedarse a fuerza con una mujer para hacerle más hijos y más daño?

Perdida en ese mar de preguntas, me enfrasqué en rezos, limpias y otros sahumerios, cuando acordé, el señor Molina me estaba diciendo que soy clarividente. No le creí. Argumenté que con esa duda, no podía dedicarme a ser bruja; no se puede hacer que los demás crean en algo si una misma no lo cree, pero en los días en que conocí a Arturbio, estaba tomando un curso de tarot, me había dedicado a ser cliente de cartomancianos, según yo para observarlos. Al recibir las primeras majaderías de mi gentil caballero andante, me leyó la mano una señora que me dijo que Arturo tenía otra mujer, que ella nos hizo un trabajo para que nos dejáramos y que si quitaba ese daño, él regresaría conmigo porque sí me quería. Dí por sentado que era mejor consultar al señor Molina.

No sé si esa mujer me hubiera pedido igual cantidad de veladoras, o más, quizá menos; a lo mejor varas de incienso, pero, evidentemente, el brujo hizo algo que ella no tuvo tiempo de hacer: adularme. Terminé por achacarle a él la posibilidad de resolver mi constante fracaso, porque era una resentida, porque buscaba culpables y era menos doloroso creer que tenía poderes e influencias en el cielo, que aceptar el golpazo que todos esos enfermos emocionales de la fonda le dieron a mi orgullo.

Diariamente hacía las concentraciones como me las había indicado el señor Molina: siete respiraciones, despacio, con las manos juntas, y después mirar hacia el vaso con agua mientras se rezaban cuatro Padres Nuestros. Volver a rezarlos al tiempo que se veía la flama de la vela encendida, que se coloca detrás del vaso.

Los ojos se me llenaron de las formas que tomaba la parafina cuajada y vuelta a derretir, desfilaron ante mí, lobos, mandriles, chimpancés con hocico de cerdo, tribunas, personas vestidas con mantos blancos, familiares, la cara de Arturo; hasta le salió barba, bigote y le creció el pelo a la usanza del tiempo de la colonia. Se veía bien, pero no lo pude evitar: relacioné cada imagen con el momento en que la vi. La cara de él era de la fotografía de la fiesta que Irma me dio; el look de la colonia fue referencia de los libros de historia, o de moda de la época; ilustraciones de historietas, ¡qué bárbaro! ¡De qué manera buscaba justificaciones para aferrarme a algo que jamás existió!

El señor Molina, en un principio, no quería entrarle a la faena, pero dejaba ver esto de una manera muy diluida, tanto, que hasta hoy puedo aceptar que fui yo quien insistió con muy diversas excusas: el tarot, lo que había soñado, mis “nociones” de numerología, ¡que viera que yo también sabía ocultismo!

¿Qué buscaba? ¿Qué saberes de la vida se escondían detrás de esa sinrazón? La respuesta iba a ser mi verdadera recompensa, ese era el conocimiento que se me estaba vendiendo. ¿Qué resortes emocionales provocaron que confiara en la brujería, qué fijaciones me hicieron pensar que en un enfermo alcohólico en activo había encontrado, por fin, un compañero? No tenía otra forma de averiguarlo más que aventándome al ruedo, y comencé a llevar un diario que vino a ser el terapeuta suplente. Ya había conocido los frentazos que se llevan quienes se atreven a decir, en el consultorio de un especialista, que aman a un candidato a la encefalopatía de Gayet Wernicke. Dora Luz, la primera psicóloga que fui a ver cuando empezó la relación con Arturbio, me sugirió que fuera a Al Anon.

-A la mejor ahí te encuentras con otro alcohólico.

-Pues…Erick Berne no da muchas esperanzas, aún con uno rehabilitado.

-Pero hay más funcionalidad.

A pesar del marcado deterioro emocional que presentaba mi objeto amoroso, logré ver en él algunas cualidades. Es un hombre muy inteligente, y bastante culto, aunque se esfuerce en aparentar lo contrario. Mesurado y tierno cuando está en su juicio, se muestra con empatía hacia la gente; hasta hace observaciones acertadas, prudentes y profundas. Es limpio, tiene muy buenos modales y sentido del humor. Nada más de imaginarme a este hombre sobrio y sereno, ¡me lo como a besos! Si no estuviera enfermo, hablaríamos el mismo idioma. Es la primera vez que me acepto enamorada sin que me de coraje ni vergüenza.

El deseo de hacerlo entrar en razón y llegar a deshacerme de todas las culpas que me echaba, hacía que no faltara a una sola sesión. Dora Luz empezó a cambiarme el horario de consulta como cambiar de vestido, en cuanto vio que mi querido borrachín le zacateó a la terapia de pareja y me dejó aullando en el desierto. Era obvio que el caso no le interesaba, pero no sólo no lo admitía, ¡tampoco quería dejarme ir! Esa conducta, en alguien como Arturbio es de esperarse, pero no en una persona sana, y de ribete, profesional del bienestar psíquico. La dejé con un palmo de narices. En dos semanas seguidas, encontré en mi tomador de recados que me estuvo esperando, y yo decía para mis adentros: “Sí, güey, ahí síguele, bien sentadita, porque parada, te cansarás”.

Combiné reuniones Al Anon con idas a ver al Sr. Molina y consultas con la profesora Mireya, la cereza del coctel fue mi diario.

En mis concentraciones, me acostumbré a ver colorcitos. Se veían bonitos, pero cualquiera que vea arder una vara de incienso cerca de un cristal como el de mi ventana –vidrio no transparente, troquelado, que ofrece más chance de refractarse a los rayos de luz- puede ver el humo de colores.

El señor Molina se molestó cuando le dije que era un fenómeno físico, y al saber que nada más cambié de doctora, pero que no había dejado la psicología, me puso un ultimátum: lo mío era bastante sencillo, nada más tenía que acercarme a Dios, ¿para qué gastar? Una de las compañeras del grupo lo quiso ayudar.

-Hermana, usted no necesita eso, ya tiene los dones, desarrolle, porque ese poder que le fue conferido, lo puede perder.

Creo que los poderosos eran ellos. Nada es casual; en esos días, fue a dar servicio al templo un hijo del señor “Gurú”, militante de AA. Me hizo énfasis en que un alcohólico en recuperación no debe tomar ni una gota de alcohol, pero su padre le decía que no hiciera caso de esas pendejadas del programa, que sí podía tomar, por la espiritualidad que había desarrollado en el conocimiento de la metafísica, entiéndase brujería. Me comentó que el señor Molina también estuvo en AA.

El 2 de Agosto del 2003, aniversario del bombardeo de Hiroshima, un hongo fulminante y expansivo había crecido dentro de mí. Después de escribir en mi diario la pregunta “¿no estaré imaginando cosas?”, levanté la vista. De la cacerola donde hirvieron unas mollejas de pollo, salía el vapor más brillante y aparecieron colorcitos, muy tenues: amarillo, beige, violetita, verde…

Fue la primera vez que pasó con algo que no era el humo del incienso, pero bueno, la ventana está detrás de la estufa, por lo tanto, seguí aferrada a que eso tenía una explicación lógica, todos podemos ver cosas en el vapor de agua, en los dibujos que va haciendo la humedad en la pared. Las calles, animales, lugares y personas que soñamos, que creemos ver en el agua, el café o la bola de cristal, son imágenes que ya vimos en esta vida que se vive ahora, la que inició con nuestro nacimiento y terminará con nuestra muerte, ¡ah, porque cómo fregaron los hermanitos con eso de la reencarnación! Para ellos, Arturo no es de este plano, pero ya estuvimos juntos en otra época, y desde entonces, él todavía me quiere. ¡Pues qué manera de reafirmarlo!

Vagas aspiraciones religiosas, es un síntoma que se atribuye a las fases avanzadas de alcoholismo, pero considero que es común a todos los enfermos mentales. La forma de vida que tenemos, patrocina la frustración; no es casual el hecho de que me de por jugar con la baraja del tarot únicamente cuando tengo pareja y la relación anda mal.

Con los médiums de la calle de Gante, vi muchísima gente en trance, pero me impresionó el que llamaban “Hermano Rayo Cristalino”, a medida que avanzaba su discurso, los ojos se le hacían ovalados, le brillaban mucho, aumentaba su estatura; nos llamaba a todos los presentes “carnes putrefactas”. En el cuartucho del señor Molina, Dolores, de quien decían tomaba posesión Jesucristo, cuando estaba en trance, el fleco y las cejas se le volvían más espesos.

Cuando la gente se asume perseguida, hace todo lo que Dios le da a entender; pero en realidad no hay dios que nos de a entender algo; está el razonamiento y la capacidad para enfrentar y resolver los problemas. Mamá alguna vez me platicó que en la casa de la risa le hicieron una observación: mientras no dejara la religiosidad, no tendría posibilidades de sanar. Quizá para la psicología, dejárselo todo a Dios sea lo mismo que echarle la culpa al Diablo; un modo de enmascarar nuestro miedo de vernos tal cual; de aceptar que somos lo que pensamos, lo que decimos y hasta lo que callamos, tal cual.

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