sábado, 4 de septiembre de 2010

Tabernícolas, huevosaurios, pedodáctilos y mamuts sin lana. XI

“Hay mujeres cuya única aportación al hogar son las nalgas.”
                                               Papá.

“¡Desgraciado! ¡Mi dote yo la llevaba en estudios!”
                                                                       Mamá.

XI

Es triste darse cuenta de que nuestra sociedad desprecia tanto a las mujeres, que ni a nosotras mismas nos interesa el potencial femenino para ganar dinero.
Ayer, cuando iba a trabajar, pasé por las tiendas de trajes de novia y de l5 años de Insurgentes. Me detuve, como hago de unos cuatro años para acá. Veo bordados, modelos, telas, estampados, aprecio el que está bonito, aquel ostentoso, el otro elegante…
Al estar viendo los trajes me vino a la mente el recuerdo de una fotografía de mi madre con su vestido de novia. También recordé otra foto, donde aparece con mi padre, ambos pergeñados para la ceremonia, pero la que más tengo presente, es la otra, porque era una fotografía grande y estaba en la sala, en el lugar principal: como que papá no contaba para nada, nunca estaba, ¿cómo diablos iba a contar? El acarreaba dinero y ya.
Mi madre me platicó algo de los preparativos de su boda: ya estaba embarazada de mi hermano y papá le dijo “No me salgas ahora con que quieres tu vestido blanco”, y mi tía Alicia, indignada, explotó. “¡Ah, cómo de que no! ¡Te lo mereces, qué!”
Por lo que se veía en la foto, mamá tuvo su vestido blanco; lo que no se es con qué dinero se pagó. ¿Lo compró papá? ¿Se compró con recursos de Alicia? ¿Se cooperaron ella, Cirenia y mi abuela para que pudiera vestirse de novia?
Cada vez que me detengo a observar algo, descubro que solo camino sobre las ruinas de mi ciudad antigua, por donde aún circulan riachuelos de lava y cada piedra es una brasa. Ese es el conocimiento que me lastima cuando lo encuentro, y ese es el conocimiento que busco aunque llore, porque crecí con un sentimiento de ser inmolada en forma inmisericorde para conservar un orden inexistente, y nada más me conformaría con saber por qué.
Al mirar mi pasado, veo también el de mis hermanos, que compartieron la misma suerte de nacer en esa cloaca que me tocó por familia.
Desde mi primera infancia, recuerdo a Alejandro como un pendenciero, hostigante y amedrentador. Gracias a los amigos que tuvo cuando íbamos a la misma escuela y a los que azuzaba para que me molestaran a la hora del recreo, me grabé que la mala noticia por excelencia era: “Adriana, ya nadie te quiere”, lo peor de todo es que llegué a creer que era cierto. También recuerdo que mi madre lo ponía a trapear la cocina; lo obligaba a arrodillarse y limpiar a gatas el suelo, mientras usaba el palo de trapear para golpearlo.
Debo haber tenido unos 7 u 8 años, la puerta estaba abierta y mamá gritaba. Alejandro estaba escaleras arriba en el pasillo, completamente desnudo, llorando, de cara hacia la pared y le decía: “Por favor, mamá, te lo suplico”. Ella, con un cordón en la mano que hacía las veces de látigo le ordenaba: “Voltéese, camine derecho”.
No era la primera vez que lo mandaba desnudo a la azotea del edificio y tampoco fue la última; meses después, lo bajaba a escobazos porque Alejandro mal vestía un pantalón de mezclilla que le quedaba corto.
Las trabajadoras domésticas que vivían en los cuartos le dieron aquel pantalón para que se lo pusiera mientras estuviera lavando su ropa, aunque después se lo quitara para volver a casa y hacerle creer a mi madre que todo el tiempo había estado tal como Dios lo echó al mundo. Desgraciadamente, a ella se le ocurrió subir. Tiempo después nos cambiamos de casa; estoy segura de que esas idas allá arriba de Alejandro en traje de rana causaron un escándalo y esa, probablemente, haya sido una de las razones por las cuales nos tuvimos que mudar. En el nuevo edificio, ¡mi mami se guardó muy bien de enseñar tales cobres! Allí, el vecindario era pípiris náis, pura familia judía; otros recursos, otra cultura, así que allí, ¡derechita!
Mi hermano no tenía recámara; dormía en el sofá de la sala. Tenía que ser el primero en levantarse y el último para irse a dormir. Le prometieron que allí en la nueva casa ya iba a tener su recámara y sí, compraron un sofá cama y lo pusieron en lo que era el cuarto de estudio; pero jamás fue acondicionado como recámara; se puso el piano, la televisión y ni siquiera un ropero. Era el cuarto de estar. Una vez más, “El Cerdorino”, como le decía mamá, se tuvo que comportar como huésped arrimado al que sólo le brindaban un rincón.
Todavía en la casa anterior, recuerdo a mis padres; una vez permanecieron como piedras viendo la televisión, mientras mi hermano les decía que ya tenía mucho sueño y que se quería dormir. Otra vez, obligaron a Alejandro a levantarse y vestirse a pesar de que les decía que se sentía mal y necesitaba descanso. Papá llegó a darle dos cinturonazos y le dijo que no se estuviera haciendo el enfermo, que ya sabía las costumbres de la casa y no tenía que dar mal aspecto en la sala. ¡Y luego por qué, años después, se quedaba tirado de borracho en el pasillo de la casa de las tías!
No es mi intención refutar los conocimientos de los médicos que afirman que los enfermos alcohólicos son seres que ya nacen con una predisposición emocional y fisiológica para embriagarse, pero estoy segura de que esos vejámenes que mi hermano sufrió en su infancia jugaron un papel decisivo para que acabara como acabó. Alejandro murió de tristeza, más que de alcoholismo o diabetes, lo sé como si estuviera aquí, junto a mí, y me hablara de lo que sintió.
El l0 de noviembre de l987 intenté por primera vez pensar en mi madre sin enojarme. Fracasé. Hoy, 11 de noviembre del 2006, vuelvo a pensar en ella con un dejo de comprensión.
Mis hermanos y yo fuimos blanco de todas las frustraciones que tuvo en su matrimonio, porque no es posible que obre con cordura y justicia un ser que es humillado hasta en sus más íntimos deseos.
Las mujeres no vivimos de acuerdo con nosotras mismas, al educarnos para depender de un hombre, no somos capaces de asumir nuestra posibilidad de ser madres y resulta que, al tener un hijo, lo aceptamos de buen grado si tenemos al padre del niño a nuestro lado, que nos esté reconociendo y manteniendo o medio manteniendo a la prole; pero en cuanto se va, el hijo es un fardo que nos molesta cargar, porque nada más tenemos hijos para dárselos a los hombres. Creo que mamá no necesitaba casarse; de hecho ninguna mujer lo necesita. Son los hombres quienes sacan raja del matrimonio, nosotras no.
Cuando mi madre se descubrió preñada, estaba en mejor situación que yo; tenía su profesión, pero se aferró a mi padre porque en 1952 era más vergonzoso ser madre soltera que en l974, y no podía correr el riesgo de esperar uno, dos o cinco años o toda la vida la aparición de un suplefaltas, teniendo a la mano al responsable de su preñez.
Mamá se enfrascó en la idea de que no tuvo caso darme la vida. Ella decía que por puta, pero creo que el verdadero motivo es porque no resulté la sumisa que esperaba, porque no se cumplió su deseo de que fuera su enfermera y dama de compañía, entiéndase su sirvienta.
Para mí, es claro que en realidad ella no quería casarse ni tener hijos; lo hizo porque en su tiempo, la exigencia social era mucho mayor que ahora, pero no nos amaba. En este sistema, las mujeres no tenemos un verdadero chance de dar vida; lo que recibimos en cada hombre que nos llega, no son oportunidades de amar, sino una presión encabronada para producir gente, entre más de mala gana, al garete, o a quemarropa, mejor. Ella y mi padre se casaron por falta de anticonceptivos y porque ambos se permitían jugar a que tenían un matrimonio sin tenerlo.
Mamá decía que yo era su hija predilecta, pero eso fue una argucia que inventó para acallar sus sentimientos de culpa. Sus tres hijos, de alguna u otra manera, estuvimos en peligro de morir cuando éramos bebés. Conmigo Esperanza tuvo que pasar acostada todo el embarazo, nací dos meses antes de lo que me correspondía, estuve en incubadora y mamá decía que era un triunfo darme de comer porque todo lo vomitaba, que había que alimentarme con gotero y una fórmula especial, recetada por el pediatra. Un día me dejó encargada con la abuela Juana y no le dio instrucciones de cómo era la dicha fórmula. No llegó a tiempo, empecé a llorar, la abuela se encomendó a Dios, llenó un biberón con leche de vaca, que de todo lo que tenía, era lo más adecuado para darle a un bebé, ¡y hasta pedí más! ¡Se acabaron para siempre los goteros y vomitadas! El profesor Javier interpretó que en realidad mamá me estaba matando de hambre y que la abuela, providencialmente, puso al descubierto el juego.
Uno de los más grandes daños que recibimos las mujeres, es cuando nos inculcan en casa que podemos fijarnos metas que requieren años de dedicación y de pronto quedan truncas las ilusiones. Una mujer que se ve forzada a mandar al caño su proyecto de vida, jamás va a ser buena madre; no tiene con qué, y lo más seguro es que tampoco tenga por qué: bastante hace una con no abortar.
Una mujer con recursos, como era mi madre, puede sentir, con la posibilidad de un hijo no deseado, la misma desesperación que una marginada, porque bajo la circunstancia de un embarazo inesperado, se da cuenta de que sólo vive con la cabeza llena, pero las manos vacías.
¿Cómo parar en seco ese genocidio hormiga que le es encomendado, bajita la tenaza, a cada mujer en edad reproductiva? ¿De qué manera se puede romper ese círculo vicioso de crueldad? ¿Evitando tratos con los hombres? ¿Negándose a tener relaciones sexuales? ¿Rechazando cualquier posibilidad de contraer matrimonio? ¿Viviendo sola? ¿Esterilizándose? Todo esto es posible hacerlo; pero no lo hacemos todas. Nada más unas cuantas loquitas nos atrevemos a intentarlo, y digo intentarlo, porque logramos algo de eso por un tiempo, a veces años, pero no para siempre.
Mamá quería ser religiosa y tal vez en un convento hubiera sido bien recibido su título de Cirujana Dentista. Tía Alicia ingresó a la orden de San José de Lyon cuando la abuela tenía un año de muerta y por poquito no la reciben. Las monjas encargadas de seleccionar a las aspirantes ponían el grito en el cielo: “¡Dios mío! ¡Parece una plaga! ¡Todas las hermanas llegan con puro comercio, que aquí no les sirve de nada!”
Mis tías estudiaron para secretarias bilingües mientras que mamá tuvo universidad, porque, según la abuela, ella era la bonita, la consentida, la que sacaría a la familia de pobre mediante un casamiento con algún partidazo que la conociera en la U.N.A.M., en los cuarentas, estudiar ahí era como ir a Harvard. ¡Ah, qué mi abuela la gordobesa! ¡Pensó en fruta bien vendida, y se le pudrió en el huacal! Mi padre no cantó malas rancheras; quiso dar el braguetazo y terminó en vendedor. Si esto no es una caricatura de la hidalguía española, díganme ustedes, lectores, qué otra cosa puede ser.
Tía Alicia podía haber sido una excelente humanista, pero por decreto de la abuela, se tuvo que conformar con envidiar a mamá, quien dependía de ella económicamente cuando era alumna de la Facultad de Odontología. De golpe y porrazo le retiró el apoyo financiero y Esperanza tuvo que recurrir a un mecenas: ese fue su novio rico, mi entonces futuro padre, quien recibió acceso sexual a cambio del dinero para comprar los materiales y pagar los gastos inherentes a la carrera. La transacción no era mala, se volvió mala cuando papá dejó de ser un patrocinador para convertirse en esposo. ¡Qué negras se las vio! Mamá se sentía ramera por haber usado al hombre que se atrajo, y pagó tan caro haberlo tenido, que le fue imposible aprovecharlo. Con razón peleaban tanto por cuestiones de dinero.
Contemplo a otro miembro de la familia, ancestro, la Tía Cire. Mamá nunca se imaginó en qué concepto las tuve, a ella y a la Tía Alicia, cuando me contó que siendo niñas le rompieron sus poemas a Cirenia y se burlaron de su inclinación a escribir.
La diversión máxima en casa de abuelita, era ponernos a bailar twist y rock and roll con Tía Cire cuando nos quedábamos solas con ella. Cire ponía sus discos y Ma. Alura y yo, ¡a bailar! También la tía, por supuesto. Alejandro solamente participó una vez y eso me cayó bien; después ya nunca lo quiso hacer. A mi abuela, tampoco le gustaba. No quería ni vernos bailar y Petrita llegaba corriendo a avisarnos: “Ahí viene Doña Juanita”, para que, rápidamente se acabara la fiesta. El tocadiscos se apagaba, la mesa de centro volvía a su lugar y todo mundo con cara de “aquí no ha pasado nada”. Éramos niños y hasta eso nos hacía gracia. Creo que Alejandro, Ma. Alura y yo, alimentamos la fantasía de que todo el tiempo iba a haber bailongo con Tía Cire; a los tres nos daba por poner música a muy alto volumen cuando vivíamos en casa de Tía Alicia, y aunque rara vez bailábamos –Alejandro nunca- cada uno a su manera, pensó en atraer a la Tía Cire, como cuando éramos niños, pero ya no pudo ser. Cirenia estaba como ida. Estuvo así desde que yo tenía 9 años de edad.
Por haberse ido Alicia de monja, Cire quedó al frente de la casa. Poco a poco fue dejándose caer ante el peso de la responsabilidad. En ese tiempo recibió a unos parientes, entre ellos Beatriz, la hija adoptiva de Petrita, porque los habían lanzado de donde vivían; un día fue con mamá a pedirle que por favor la ayudara a sacarlos de su casa porque no aportaban nada económicamente.
Mamá, a gritos y sombrerazos echó a esa gente a la calle. Agarró a una de las dos niñas que eran hijas de esa familia y, si no llega Beatriz en ese justo momento del trabajo, la niña Araceli se hubiera hecho mazacote al ser arrojada desde un tercer piso.
Fue un verdadero milagro que mis hermanos y yo hayamos sobrevivido al hecho, y la desgracia, de ser los hijos de nuestra madre. Ese acto de ruindad era, hasta la última vez que la visité, uno de sus más grandes motivos de orgullo.
En ese lapso que Cire y Petrita vivieron solas, a la tía le dio por hacer algunas fugas geográficas; agarraba un camión sin fijarse a dónde iba, Petrita le preguntaba “¿Viste lo que decía el letrero?” “No, a ver a dónde nos lleva”, le contestaba sin más. La Vieja Zorra, como le decía Alejandro, optó por no salir ya con Cire, entonces, se iba sola y una vez se desapareció diez días y la fueron a encontrar por el rumbo de Xochimilco.
Petrita en ese tiempo lavaba ajeno para sostener la casa y aún así, ya se debían dos o tres meses de renta. Como fue a pedirle prestado a mamá, recibió el dinero, pero ella jamás hacía un favor sin cobrarlo enseguida: fue a regañar a Cirenia a su casa y la encontró en brazos de un vecino con quien tenía relación desde hacía algunos meses.
El hombre salió corrido después de recibir el insulto de padrote desgraciado. A Cirenia le tocó el de maldita puta. Poco después, la tía estaba completamente desconectada de la realidad, nunca más volvió a estar bien y cuando se enojaba, todos los hombres eran padrotes desgraciados y las mujeres, malditas putas. Se volvió de una lentitud exasperante para hacer las cosas y todos la tildábamos de güevona, pero en realidad no lo era; fue la única forma que le quedó de demostrar su ira, porque ni eso, una mujer iracunda, la dejaron ser. Como fácilmente provocaba en nosotros el deseo de maltratarla, caí en esa trampa. De hecho, ella y Ma. Alura son las personas de la familia que más agredí físicamente. Era horrible, porque sentía que una fuerza destructiva, extraordinariamente grande, tiraba de mí. Siempre que hice eso me sentí de lo más infeliz; pero había algo en ellas, un movimiento, una palabra, algo que me tocaba el resorte adecuado, y una vez funcionando, no lo podía parar.
Creo que fue un milagro de Dios o una buena suerte excepcional que no me haya dado por golpear gente a lo loco fuera de casa; también fue igualmente milagroso que no haya tenido entonces a alguien que me dijera “no les pegues, mejor échate una cubita”; hasta para eso me faltó compañía, y qué bueno, porque si no, lo más probable es que sí hubiera desarrollado la adicción a las drogas y el alcohol.
Ma. Alura, de niña, se bebió todas las botellas que había de vinos, jereces, rompopes y demás. Nunca nos dimos cuenta, hasta que ella misma nos contó. En la actualidad, tampoco es alcohólica, de lo cual, en su nombre, le doy gracias a Dios. Ojalá encuentre un camino para exorcizar a los demonios que se la están comiendo viva.
Tengo que agradecerle a mi hermano que no me haya aceptado ni como compañera de farra cuando descubrí que fumaba mariguana con todos sus amigotes y que usaba la casa como punto de reunión mientras mamá estuvo internada en un hospital psiquiátrico. Si esto es la raíz emocional del alcoholismo, qué bueno entonces que me mantuve seca.
Había por ahí una fotografía de la abuela Juana con sus hijas: ninguna de ellas se parecía entre sí. Para mí, que mis tías y mi mamá eran hijas, cada una, de diferente padre. ¿Será ese el origen de la vergüenza? ¿Explicará eso el que mi madre y mis tías hayan tenido problemas psiquiátricos tan severos?
Alicia, aunque nunca haya ido a un manicomio, ¡era sonámbula! Cuando Tía Cirenia demostró su completa pérdida de la razón ya era monja profesa y mamá fue ante autoridades eclesiásticas superiores a las del convento y consiguió que renunciara a sus votos para volver al mundo seglar.
Cuando una institución como la Iglesia se desprende fácilmente de un miembro, es por cualquiera de estas dos razones: el miembro en cuestión hizo algo lo suficientemente grave como para que se le corra o, simplemente, no es alguien importante dentro de la congregación; a esto sumemos que devolver la dote no implicó una erogación fuerte.
Mamá cometió un error grave al procurar que nos quedáramos con la idea de que los únicos ancestros eran los de su familia; no conocí a la abuela paterna y de la tía Genoveva, hermana de papá, supe porque se expresaba muy mal: que andaba dando qué decir en el pueblo, que los abuelos le compraron el marido para que le hiciera los favores con tal de que no anduviera de chinta, que al final, el esposo la mató por cuzca. Se le hizo holán el hocico al repetir lo que dijeron las malas lenguas: que Manuel, el primo que me arrimó, era producto de una puesta de cuernos.
Mamá juzga con mucha severidad la conducta de otras mujeres, no importa que no las haya conocido. Cuando llegó con los abuelos paternos en calidad de esposa de mi padre, la tía Genoveva acababa de morir.
La abuela Juana tenía dos medio hermanos: la Tía Nico y el Tío Jerónimo, que conoció a Petrita en tiempos de la Revolución y desde entonces, fueron marido y mujer hasta la muerte de él, por alcoholismo. Petrita le aguantó todo lo que una esposa de alcohólico tiene que aguantar: golpes, insultos, hambres, miseria, vejaciones, que nunca le diera una casa. Llegaron de arrimados con la abuela y a la muerte del tío, Petrita pasó a ser sirvienta. La abuela Juana siempre vio en menos a su cuñada porque fue soldadera, pero para mí, todavía más que la Tía Nico, Petrita es mi tía abuela, ¡y vaya que quería al tío abuelo! Al sentarse por la tarde, con la cocina limpia, relajada ella misma, se acordaba de él mientras fumaba su cigarrito y se tomaba su café, se le iluminaban los ojos y decía que si lo volviera a conocer, ¡se volvía a juntar con él!
Mamá también sufrió la ausencia de su padre. Según lo que contaba, el señor murió cuando su madre la estaba esperando, o sea que es hija póstuma. Ella y las tías se criaron en Pachuca, ciudad minera en la que nada más había ricos y pobres. A veces contaba historias de cuando iba a la escuela primaria, recordaba a un maestro que usaba la palabra “mujer” como si fuera un término despectivo, la suya fue la época en que los maestros podían pegarle a los alumnos. En términos generales, el ambiente que describía de su infancia era un entorno culpígeno, en el que resultaba señalado el que no tenía padre, el que no iba a la escuela, el que estudiaba, el obrero, el minero, el que trabajaba y el que vivía de sus rentas. Todo mundo tenía que simular que era mejor de lo que era. “Nada sale como uno se lo planea”, era su dicho favorito.
La forma en que trabajo me ha permitido conocer algunas ciudades de la República, entre ellas, desde luego, Pachuca. A través de los diálogos con mis muñecos y percibiendo la reacción de la gente, es como puedo darme cuenta de si estoy en un lugar agradable o no.
Cuando estuve en la capital hidalguense, platiqué con mucha gente que todavía en los noventas recordaba a la abuela Juana y a sus hijas. La gente de allá tiene una peculiaridad, hablan de los demás en una forma persecutoria, como buscando siempre el defecto, no importa si hablan bien o hablan mal. Si en la niñez de mi madre esto estaba recrudecido, probablemente fue algo de lo mucho que la enfermó.
Tengo una anécdota acerca de esa jornada: a unos pasos de la Central de Autobuses, había una feria con restaurantes al aire libre a cuyas mesas me acerqué con mi muñeca Güicha para hacer mi numerito de ventriloquía. Los comensales de la primera mesa me recibieron bien, además de que se juntó una buena cantidad de gente alrededor, pero hubo un señor con su hijo que me siguió a la siguiente mesa. Ahí, el niño empezó a hacer visiones como de que estaba asustado con mi rana de peluche. Cuando se disponían a seguirme, fui hacia ellos y enfrenté al hombre: “Mire señor, usted no ha sido capaz de brindarme una moneda, y sí está usando mi muñeca para amedrentar a su hijo. Eso es no tener madre.”
El hombre y el niño se fueron. Ya en el camión de regreso, mientras saboreaba un paste, me quedé con la idea de que lo mejor que pudieron hacer la abuela, mi madre y las tías, fue irse de ese lugar.





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