viernes, 3 de septiembre de 2010

Tabernícolas, huevosaurios, pedodáctilos y mamuts sin lana. II

“El ayudante profesional en todos los juegos de bebida, es el cantinero. En el juego de Alcohólico, él interpreta el quinto papel, la conexión, la fuente directa de abastecimiento que además comprende al alcohólico y que, en cierto modo, es la persona más significativa en la vida de cualquier adicto. La diferencia entre la conexión y los otros jugadores, es la que hay entre profesionales y aficionados en cualquier juego: el profesional sabe cuándo debe detenerse.”


Erick Berne.


II

A la mañana siguiente, Irma no me quitaba el ojo de encima. Como ya había establecido la costumbre de decir lo que pensaba sin que me lo preguntaran, mi todavía amiga esperaba el momento de darme la noticia de primera plana: Arturo había decidido, de manera irrevocable, no seguir conmigo, puesto que las agresiones habían llegado hasta el colmo. ¿Qué seguiría después? Seguramente, le estrellaría una botella en la cabeza. Lo que menos quería era violencia y no importaba perder una vieja más, al fin que ya había tenido esposa. Arturbio era un maestro en el arte de tirar la piedra y esconder la mano. Recibí un piquete directo al amor propio y toda mi cólera se vino abajo para desbordarse en la primera carta que le escribí. Cometí la estupidez de enseñarla. Hasta hoy puedo entender que, si sentí el impulso de explicar y pedir permiso, es porque estaba siendo controlada. La astuta cocinera, se limitó a cocinar, y yo, ¡burra de mí! ¡Acarreándole ingredientes! Sin muchos elementos que confirmaran la presencia de un hombre en mi vida, gravitaba en aquel universo de ficciones y la única realidad, eran los tepalcates que quedaron donde tuve el corazón. No tenía forma de hacerle llegar a Arturo esa primera misiva; sólo a través de Irma, quien puso cara de disgusto cuando supo que el galán había sido avisado por teléfono y me devolvió el sobre.

-Ah, no, si ya le avisaste, entonces mejor no, a ver a dónde se la llevas.

Hoy tengo una explicación a ese detalle: no pensaba entregársela. Afortunadamente, días antes se me ocurrió tomar del taxi que mi rey manejaba, el teléfono que viene anotado junto a la ventana trasera y de ese modo pude completar mi labor de mensajería.

Empecé a solicitar con frecuencia los servicios de apoyo psicológico de la Cruz Roja y después de conversar con el terapeuta, me quedé dormida. Un timbrazo a las siete en punto me despertó. El güey Arturbio me concedía audiencia a las diez de la mañana en el changarro fatal.

Tenía días dándole vueltas a la idea de ir con un psicólogo de parejas, me permití decírselo por darme chance de hablar; por no quedarme con resabios de “hubiera dicho”, “por qué no propuse”, pero tenía la certeza de que recibiría una respuesta negativa; cualquiera en mi lugar, habría pensado lo mismo; es más, a otra mujer, parada en el mismo sitio, ni siquiera se le ocurre y simplemente, se va, pero yo no soy tal dechado de sensatez. Me llevé la sorpresa de mi vida: Arturo aceptó, mas siguió su costumbre de avisarle a la gente lo que no le importaba. Tengo la idea de que les decía a todos: "Miren lo que Adriana me obliga a hacer”, como si yo le estuviera poniendo una pistola en la sien para que se tirara al abismo, y pedía que los demás lo rescataran. La señora Yolanda intentó algo al respecto, se acercó, me dio unas palmaditas en la espalda y dijo en tono burlón: “A ver si lavando tupe, o se acaba de arralar” ¡Pinche ancianita roñosa y blandengue¡ ¡Bien que sabía que su hijita se las cargaba¡

Arturo y yo fuimos a la casa y después de tener relaciones sexuales, buscamos en el directorio teléfonos y direcciones de psicólogos y terapeutas. Días después, nos reunimos para hablar de cuánto dinero podíamos pagar entre los dos. El dijo que todos los especialistas cobraban muy caro. Sí, estaban de cuatrocientos pesos la consulta para arriba y que él solamente podía pagar cien; que no creía que nadie de ellos fuera a aceptar tratarnos por tan poquito dinero.

-Bueno, cien tú y cien yo, son doscientos.

-Pero tú sabes lo que es tener que suspender el trabajo para ir a ese lugar, ¡voy a perder dinero!

-Podemos pedir la cita en viernes, que es tu día de descanso.

Poco a poco se fue echando para atrás. Un día antes de la primera cita con la especialista, en francachela con Irma y César, me hizo la observación de que no era necesario obrar con tanta premura, el psicólogo no urgía, era un buen proyecto, pero para un futuro. Después, entrado en copas, me retó a que lo golpeara y me quiso llevar la mano para que le diera de cachetadas. Puse rígido el brazo; no me lo pudo mover.

Ya en casa, al amanecer, me dijo, olímpicamente, que no pensaba ir. Acudí sola al consultorio de Dora Luz con el cuello contracturado por el forcejeo de la noche anterior. A los quince días, sonó el teléfono; eran las cinco de la madrugada. Arturo quería verme en ese momento, y estaba ahí, en el zaguán de la casa. Llegó la hora de ir a la sesión y al ver que comenzaba a arreglarme, protestó.

-¿No le puedes hablar a esa pinche vieja y decirle que no vas? Estamos a gusto.

-Esto, necesitamos hacerlo los dos. No te puedo obligar a que vayas, pero tampoco me puedes obligar a que lo deje. Se vistió a regañadientes. Ya en la calle, al ver su cara de esfinge, volví a insistir.

-¿Por qué no vienes conmigo? Es lo que te propuse, ya lo habías aceptado.

-Otro día, hoy tengo cosas qué hacer.

Se alejó. Caminó rápidamente hasta quedar confundido con los carros, edificios, y el smog de la ciudad. Un alcohólico cree que todos tienen la obligación de ayudarlo, pero hace hasta lo imposible para que los esfuerzos de cuanto salvador emergente, queden estrellados en una pared.

Un mes entero sin saber de él y me topé con Carlos.

-¿Qué hay, Adriana? ¿Cómo está Arturbio?

-No sé, no lo he visto.

-¿Cómo que no lo has visto?

-No, no ha ido a la casa. –Hice una pausa -Carlos, cuando lo invitaste a tu estudio, ¿llegó a confesarte si tiene otra mujer?

-No.

-Pues me sospecho que la tiene.

-Mira, lo que debes hacer es hablar con él y sacarlo de ese ambiente de Irma y Yolanda que en nada los beneficia. Irma te tiene envidia y tú la envidias a ella también. Ayer me dijo: “Adriana está obsesionada, Arturo no quiere nada con ella, es una inmadura”.

-Bueno, ¿y por qué crees tú que a ella le moleste tanto mi inmadurez?

-No sé. Entre ustedes dos hay envidia.

-Desde tu punto de vista, ¿qué es lo que yo codicio de ella, y qué es lo que ella quiere de mí? –seguíamos caminando y llegamos al restaurante.

-Eso tú piénsalo, pero no hables ahorita.

-Oye…

-Preguntaré por Arturo, porque tú te vas a ver mal. –me quedé con el adiós en la boca.

Llegando con Irma, hizo un comentario sobre Arturo para que no pareciera pregunta y ella, sentada en una de sus mesas, picando con el tenedor un huevo frito y llevándose a la boca pedacitos tan chicos como una migaja, espetó: “Vino a hacer lo propio que se viene a hacer aquí”. Nunca me había recordado a mi hermana como lo hizo en aquel instante, pero le voy más al temple de Ma. Alura para ocultar sentimientos. Irma, nerviosa, empezó a jugar con el tenedor, hasta dejó de comer; frunció los labios en una mueca que me hizo temblar de ira, y todavía no sé cómo pude contener el deseo de golpearla. En realidad, eran ya demasiados signos delatores de que había una relación entre Arturo y mi ex amiga, pero impidió que los viera desde un principio el mecanismo de defensa que tengo activado desde niña: me hice distraída. Para no tener qué fingir que no me daba cuenta de nada, busqué no darme cuenta en verdad. A pesar de ello, reparé en la confianza con que mi querido borrachín entraba a la cocina, pero mi fuerza interior estaba suficientemente mermada como para que me atreviera a mencionar algo.

A raíz de la propuesta a mi galán de que emprendiéramos un tratamiento psicológico, Irma empezó a hacer su labor de engendrar más inseguridad en mí. A la hora del desayuno o de la comida, era recibida con cara de pocos amigos y me reclamaba supuestos chismes que yo andaba diseminando.

-Bueno, a mí también me han dicho que piensas que soy inmadura, que Arturo no me quiere, que me tienes envidia, y una bola de cosas, que no sé si realmente las digas.

-Lo que hacen ellos, es usar tus palabras, por eso les creo.

-¡Ay, por Dios! ¿Y qué crees que hacen conmigo? No les voy a dar el gusto de pelear, ¿tú sí?

-¡Es que no se vale!

-¿Quiénes son ellos y qué te han dicho?

-¡No! ¡Equis!

Únicamente, me constaba que Carlos era el que andaba esparciendo veneno, que no mentiras, pero, aún así, el resentimiento lo impulsaba a hacer alguna que otra exageración. Anduvo con Irma y acababa de ser desplazado por César. Entonces me confió que su ex querida abortó de él. Esto se lo dejé caer a la hostelera cuando perpetraba otro más de sus ataques. Palideció.

-¡Eso no es cierto! ¡Mi vida es el trabajo y no andar en líos! ¡No he faltado, tú lo has visto! Además, ¡a mí se me adelantó la menopausia! ¿Cómo puede decir eso? ¡Desgraciado! ¡Yo le tengo mucho odio porque nada más me estafó! ¡Me quedó a deber más de dos mil pesos, y cuando le cobré, nos quiso golpear a mi madre y a mí!

No le pude dar mejor catapultazo. Terminaron los ataques, al menos por un tiempo.

En esos días, cumplió años Golfino, y me llegó la invitación por conducto de Carlos. Cada vez que me veía, el anfitrión acentuaba su embriaguez para gritarme.

-¡Entre Arturbio y tú ya no hay nada! ¡Ese hombre no te quiere! ¿Qué no te das cuenta de que es un vividor? ¡Nada más busca su conveniencia! ¡Tú eres pendeja!

Opté por salirme sin decir adiós. Carlos se dio cuenta y, rumbo a la puerta, me aconsejó.

-Mira, la relación que tuviste con Arturbio, ya dala por terminada. Salva tu dignidad de mujer.

Estaba estupefacta. Elegí ser honrada, tomar el toro por los cuernos, hacerle frente, contemplar mis errores, reconocerlos, corregirlos, y ese era el premio que recibía. Nunca me había costado tan caro haberle dado una oportunidad a un hombre, al amor, lo que ellos veían muy sencillo, era para mí complicadísimo. La ordalía emocional apenas comenzaba; cualquier cosa que hacía, quedaba reducida a una simple tontería, objeto de hilaridad. Entre más alcances tuvieran mis acciones, mayores eran también el descrédito y la burla. Era citada en la fonda que ya empezaba a maldecir, para tener largas pláticas en las que me proponía diversas alternativas: ser amigos cariñosos, vernos ahí, si coincidíamos, cada vez que hablábamos, la veía perdida. No había en el mundo un hombre tan decidido como Arturo a terminar con una mujer.

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