sábado, 4 de septiembre de 2010

Tabernícolas, huevosaurios, pedodáctilos y mamuts sin lana. Epílogo

El silencio, tortura para el que quiere hablar; estrategia para el que da la guerra; disciplina para el que quiere saber, ¿quién será el castigado de los tres? Muchas veces me conduje en la familia permaneciendo al acecho, y al mismo tiempo que aprendí a cazar el punto, empecé a hablar sola. Guardaba delante de todos el silencio que había que guardar y cuando me quedaba sola, dialogaba hasta con el aire, porque confiaba en que no era vista ni oída y no sería entonces juzgada, culpada, recriminada o criticada, pero también tenía la certera frustración de no contar con nadie que me diera o me negara la razón.


“Tú dices cosas que por nuestra hipocresía no estamos acostumbrados a decir, pero no es mala onda”, me dijo una vez en el camerino Teresa Valenzuela. Representábamos para las escuelas una obra de Sor Juana. Era mi primer trabajo profesional y estuve a punto de ser excluida por haberle dicho al director que sus clases eran las más aburridas del mundo.

Cuando hablo sola experimento placer, delectación, éxtasis, cosas muy cercanas a la felicidad, que tienen que ver con ella. En aquel ensayo estaba ebria de triunfo: la familia no quería que fuera actriz y ahí estaba, en ese momento precioso de mi vida, en un montaje profesional. Tan completa me sentía, que dejé de guardar silencio.

Cuando era niña y comencé a hablar sola, estaba embriagada con mis propios pensamientos. Con el sonido de mi voz y mis palabras; ahora deseo que la imagen de mis letras tenga un eco, una respuesta, y aquí está, por consiguiente, todo el silencio guardado por decenios.

No se qué tanto se parezcan la vergüenza de un borracho en la resaca a la sensación que tengo de ser descobijada cuando hablo sola y reparo en que alguien me ha estado observando. Antes de mis terapias, montaba en cólera y me desquitaba hasta con el papelero. Con la ayuda de mis doctores fui viendo que eso es una costumbre que desarrollé porque me dejaron sola y, buena o mala, es sólo eso, una costumbre. No estoy hablando con nadie, sino diciendo en voz alta lo que pienso o lo que más adelante voy a decirle a alguien, repasando una y otra vez mi guión: corrigiendo y aumentando.

He aprendido también a fijarme en la reacción de aquellos por quienes soy descobijada. Se divierten o se asustan, eso es algo que está fuera de mi control, pero me gustaría más que la gente se divirtiera.

Investigué, profundicé y conocí por sentimientos de culpa. Sin esas culpas, estas cuartillas no existirían, sin esas culpas, no podría darme cuenta de que así como mi madre esquizofrénica está zoocializada, yo he alcanzado por mi cuenta un cierto grado de zoobriedad:

Cuando lo considero pertinente, me hago pata o me hago buey. Si el sahumerio de los sahumadores está chido, voy a rastras, me arrincono y con mucha urbanidad, doy el saludo a mi cola.

A veces, avanzo por la vida con paso de tortuga y si tengo mala suerte, rebuzno en vez de rugir o de perdis, relinchar. A menudo creo que estoy barritando y es que sólo fue un farfullo. Si me doy por insultada, como todo un león mugiente, queriendo dar el zarpazo, doy el golpe de testuz y me rompo la cerviz. He aspirado en no pocas ocasiones a llorar lágrimas de cocodrilo, las de sangre duelen más y al derramarlas, no gozo de credibilidad.

Recibí dos propuestas de matrimonio. Rechacé ambas, pero uno de ellos, el que me daba la segunda oportunidad, me dijo la percepción que tuvo de mí: “Uno te ve y dice qué bonita mariposa, pero de cerca, ¡ay mamacita! ¡Si es un halcón!”

No sé si estuve bien o hice mal, pero me enorgullecí. Me gusta que la gente me vea de esa manera, es como tener un letrero de guardián que dice: “Si no me puedo ganar tu respeto, siempre podré ganarme tu miedo”. Dominaré mis demonios en la medida que deje de planear en circunloquio, para aterrizar y encontrar felicidad en el trato directo con los demás.

En el tiempo en que fue terriblemente angustioso vivir en mi edificio, una de las vecinas que me hostigaban se refirió a mí como a una “pinche ave de rapiña”. El zopilote y el cóndor son aves homenajeadas. Esta señora me tachó una vez de ladrona; si me vio como un gavilán, al menos me reconoció capacidad de vuelo, fiereza, astucia y cautela, atributos indispensables para vivir en humilde vecindad.

Hace nueve años, recibí un bautizo náhuatl en un tianguis del metro Insurgentes. Por el día en que nací, 8 de Septiembre de l957, según la conversión a calendario azteca, me correspondería llamarme Ixcuincíhuatl, mujer perro, o Tochtlicíhuatl, mujer conejo; tuve la oportunidad de elegir cuál de los dos nombres quería, porque solamente podía tener uno. Me quedé con el segundo por todos los atributos: seductor, prolífico, previsor, pero sobre todo, por la creatividad. ¡La capacidad de cazadora y la lealtad cuando me comprometo, se las debo al perro! ¡Carajo! Yo quería ser de la familia de los totoles que imponen, pero bueno, siempre tendré el consuelo de que la ira me transforme en una linda cuauhtochtli, es decir, una simpática ardilla.

Hace relativamente poco, llegó a darme el avión un horóscopo chino, donde leí que Arturo es perro de tierra y yo soy gallo de fuego. El canto del gallo es graznido. No deleita, avisa que sale el sol.

A veces pienso que vivo sola nada más para creer que soy buena; todos tenemos derecho a una ilusión, ¿no?


Ciudad de México, 20 de Noviembre 2006,
a 7 días del fallecimiento de mi padre, cuyo
alcoholismo descubrí hasta las últimas
entrevistas que tuve con él.

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