sábado, 4 de septiembre de 2010

Tabernícolas, huevosaurios, pedodáctilos y mamuts sin lana. X

“Los seres humanos, por lo general, no actúan de modo radical. Frecuentemente lo hacen tratando de encontrar una forma de arreglo o de compromiso que les permita, por igual, ahuyentar la angustia y obtener bienestar. Esta forma de resolver los problemas y de elegir soluciones constituye un verdadero impedimento para la total realización del individuo." 
Aniceto Aramoni.


X

Hay problema cuando se asumen comportamientos de guerra en situaciones de paz, cuando una iniciativa la dicta el enojo y no la vivacidad. Hasta donde puedo acordarme, entre los 4 y 5 años aprendí que ese fuego corrosivo que circula cuando algo no nos parece, tiene el nombre de enojo, y si es reprimido en aras de la conveniencia de Juan de las Cotonas, hay que usarlo de combustible, como hacen los hombres, o asumir los modos femeninos de mostrarse iracunda: llanto y yanto, por eso hay tanta señora pasadita de peso, porque no puede ser pasadita de lanza, aunque la humillen vecinos y familiares por igual.
Irma era absurdamente flaca y eso revelaba no sólo abstinencia de comida, sino un deseo de existir como fantasma. No sé si en verdad seguí las huellas de mis locos o los llevaba arrastrando como si fueran la cola de mi vestido. Quizá de ahí se agarraron Arma Ramera, Roña Yoblanda, Garlitros Salva Mendaces, Dámenso Naftaly, Pésar Disgusto, Golfino Glacial Terqueda y Pose Arturbio Ladilla. Mamá era de armas tomar y nos tildó a Ma. Alura y a mí de rameras; roñosamente blandos, los adultos tendían garlitos para salvar a sus mendaces predilectos. Éramos una familia de mensos, unidos a pesar del disgusto de habernos conocido, porque resultaba muy cómodo ser ladrones con la vida de los demás. Convivíamos fría y tercamente empecinados en negar las fallas propias y aspirar con fruición y devoción lo turbio del ambiente, cargado de naftalina, producto de la destilación de nuestras ilusiones petrolificadas, posando ante los demás, para que no se dieran cuenta de que los veíamos como a ladillas. El artrópodo humano es pendejo por antonomasia.
Cuando conocí a la señora Yolanda, creí que era otra ayudante más de Irma. “A ver ésta cuánto dura”, pensé, “porque toda la gente que viene a trabajar, no aguanta ni quince días.” Se notaba, a leguas, que de joven fue un cromo; una auténtica belleza de mujer. No me sorprendería que en sus l5 o 20 abriles le hayan dado o haya estado a punto de recibir alguna distinción por ser bonita en su natal Tulancingo, así como mi mamá fue la abanderada oficial del Instituto Científico y Literario de Pachuca. Me contó algunas cosas de su juventud: que tuvo madrastra, que estudió con monjas, igual que yo, que quedó trunca su ilusión de aprender música porque la madrastra, siguiendo las instrucciones para madrastras que vienen en los cuentos de Perrault, vendió una pianola que había sido de la difunta antecesora en cuanto vio que Yolanda había empezado a tocar el piano. Supe que era la madre de Irma cuando la oí decirle a un cliente asiduo: “Es mi santa”. Con el tiempo, llegué a la conclusión de que su “santa” y mi “chingada”, se llevarían muy bien. Lástima que ya no hubo chance de presentarlas. Tan cabra la una como la otra.
La señora Yolanda no usaba brassiere, llegaba siempre a las 12 del día. A veces llevaba blusitas camiseras blancas o color de rosa, según ella abrochadas hasta el cuello, pero sin un corpiño; entonces, toda se transparentaba. Le gustaban mucho las mascadas y chalinas y un día que estaba terminando de desayunar llegó, se detuvo a saludarme y tal vez a presumir su chalina, que era de flores, como de manta, muy bonita; a la mejor quería que notara el hecho de que no llevaba sostén. Estuvo parada ahí más tiempo del requerido para un simple saludo. Nada más contesté buenas tardes y me comporté como si no diera mayor importancia, pero en aquel momento recordé a mi madre:
Estábamos en el cuarto de estudio allá en la casa, tenía quince años y ella hablaba de que todas las mujeres debíamos tener hijos; le contesté, enojada, que jamás los tendría. Mamá, con las piernas apoyadas en uno de los brazos del sillón donde estaba arrellanada, de repente me dijo: “Mira, así es la posición del parto”, y ya tenía una pierna apoyada en cada brazo del sillón. Pero traía calzones, doy fe.
Con Doña Yolanda platicaba de las noticias del periódico y le compartí algunas de mis lecturas. Ella iba, y probablemente todavía vaya a eventos donde se presentan libros; otro de sus hijos, Horacio, es editor.
Lo primero que hacía al llegar, era sacar el bote de basura, ponerlo en un diablito y llevarlo a la gasolinera de la esquina, donde se juntan todos los barrenderos de la colonia para esperar al camión y vaciar los enormes tambos que arrastran en su jornada. Todos los días, la señora, diablito de por medio, elegantemente ataviada con mascada y sin brassiere llegaba con aquellos hombres a entregar su basura.
Durante la primera ausencia de Arturo, empezó a dar muestras de que gozaba viéndome ahí, darle vueltas al asunto como trompo bailarín. Un día, llegó por detrás de donde estaba sentada, me abrazó y dijo: “No se preocupe, usted está viviendo su experiencia”, y me miraba con sorna, con esa mirada sardónica que años atrás apareció en mi madre, al alcanzar yo la pubertad.
En uno de esos días, reflexionaba acerca de lo que mis tías, mi abuela y mi madre me habían enseñado del atractivo de una cuarentona. Para ellas, una mujer que llega a la quinta década de su vida sin haber pescado un marido, ya chupó faros en el mercado sentimental, porque con la edad se pierde la belleza y ya nadie se acerca ni la elige a una para nada. Esto no es verdad, una sigue llamando la atención de los hombres, pero ya no son buenos partidos: en el caso de ser jóvenes, tienen fijaciones con sus madres o buscan en dónde ensayarse para ser buenos maridos de otras; pero, en su mayoría, no triunfaron en la vida, tienen problemas económicos y emocionales, a veces más graves de los que tenemos nosotras, ¡ya para que algunos de ellos necesiten de las drogas y el alcohol! Los grupos de autoayuda para estos padecimientos todavía son mayoritariamente masculinos. En suma, son hombres que no le convienen a nadie; que no eran adecuados ni siquiera para las chavas que alguna vez los aceptaron como esposos. Son desechos de esas mujeres, y si una dejó pasar su oportunidad, nada más se puede escoger entre aceptar a uno de ellos o asumir la soledad.
Creo que sí soy adicta a sufrir porque, aún si lo expuesto fuera una realidad incambiable, no tiene caso entristecerse por ello y a veces busco entristecerme con “verdades” para lastimar a quienes me escuchan. Esa vez, Doña Yolanda, con una sonrisa francamente sádica, me dijo: “Hay que tener un poco de resignación, ¿no cree?”
Hacía tiempo, leía un ensayo que se llama CUANDO MEAN LAS GALLINAS, un estudio sociológico acerca de la forma en que los españoles tratan y educan a sus niños. Ahondar de vez en cuando en el tema de España y lo español, es de gran ayuda para comprender México y lo mexicano. Al avanzar en esa lectura, experimenté asombro y enojo, al grado que la señora Yolanda me dijo, con muy justa razón, lo tengo que reconocer, “No tenga conmigo esa actitud, yo no estoy compitiendo con usted”.
Si he de ser sincera, las conversaciones con Irma y la señora Yolanda, eran más bien diatribas, en las que soltaba mi rollo, así como mamá nos hacía a Ma. Alura y a mí; que ya habíamos acabado de desayunar y estábamos ahí, oyendo su choro, sin poder levantarnos ni a lavar los trastos; una sobremesa interminable en la que mamá creía dotarnos de “armas para que se defiendan en la vida”, y en esas disertaciones, se juntaba el desayuno con la comida y terminábamos haciendo limpieza general a las tres de la mañana, arrulladas por la estentórea voz maternal, que hacía hincapié en lo huevonas y mal hechas que éramos, y en que cómo “les gusta perder el tiempo”.
En febrero del 2002, estaba con una constipada de garrotillo, de esas que luego me dan en invierno porque tengo sinusitis. Con mis moqueadas, consumía muchas servilletas y eso molestaba a la señora Yolanda, que de inmediato me recomendó un remedio naturista:
Para ella, la sinusitis es cosa del estómago, de manera que, si lo limpiábamos, se arreglaría lo demás. El dicho remedio consistía en unos lavados hechos así: en una cubeta de 12 litros, poner agua y una taza grande de bicarbonato. Hacer una mezcla y, cuando estuviese bien disuelta, llenar una jarra de dos litros y tomarse de un porrazo toda esa cantidad; inmediatamente después, provocarme vómito. Repetir la operación otras cinco veces o hasta que el agua saliera limpia… ¡si antes no quedaba a tres metros bajo tierra! Ingerir cualquier cosa con la finalidad de provocarse vómito, es bulimia; como me la haya querido pintar.
Además de que eso explica la impresionante delgadez de Irma, pude ver hasta qué punto la señora es controladora y sagaz: al día siguiente de que me dio el “remedio”, más me tardé en ordenar mi comida, que la viejilla en preguntar cómo me fue. Desde luego, no lo había hecho, pero como vi que estaba ávida de oír algo, le inventé que sí lo había intentado aunque no recordé las indicaciones. Según mi cuento, me tomé la primera jarra y esperé a que el vómito llegara por sí solo, y esperé y esperé.
La inteligente anciana no creyó media palabra y solamente me quedó la alternativa de hacer chunga de sus reproches, ostentando mi torpeza para seguir una receta. Esto duró algunas semanas. Al no encontrar eco, se fueron acabando sus comentarios venenosos: “Usted es difícil, soberbia, misógina”, se fueron desintegrando y su odio volvió a aparecer, cuando apareció Don Arturbio.
El negocio de Irma, al principio, era un local pequeño en el que apenas cabían la cocineta, un mostrador, un refrigerador y tres mesas. Después tomaron el local contiguo, que era más grande. Entonces se hizo necesario que el lugar fuera atendido por dos personas mínimo. En esa, que fue su buena época, a las 9 de la mañana empezaban a dar servicio. La señora Yolanda también llegaba temprano pero un día, a la hora de más gente en el lugar, tuvo una caída muy aparatosa. Sucedió en el local grande. Nadie de los clientes nos movimos de nuestros asientos e Irma dejó lo que estaba haciendo por el ruido que hicieron los platos al caerse. Alguien por ahí se quiso acomedir, pero fue rechazado. Yolanda esperó a ser levantada por su hija, a quien se le caía la cara de vergüenza. Dicho sea de paso, tuvo que limpiar el suelo, tirar pedazos de vajilla a la basura, todo eso presionada por la carne asada que había quedado en el comal y los clientes que esperábamos atención. Su septuagenaria madre, mientras tanto, recibía palmaditas en la espalda cómodamente sentada en la silla del cliente que quiso auxiliarla y además, ¡ilesa! De ahí en adelante, sin importar lo llena de trabajo que estuviera su hija, la señora Yolanda llegaba a las 12 del día y se iba a las 6 de la tarde, reloj en mano.
Tengo la impresión de que Irma creó un negocio que podría ser familiar y su gente no la toma en cuenta, salvo para ver qué beneficio le saca. Por los tapetes que eso me movió, caí en la cuenta que, de no haber rechazado a mi madre, estaría viviendo una dinámica exactamente igual; sólo que el escenario, en lugar de una fonda, sería un consultorio médico. Mi madre quiso legarme su profesión para que la cuidara en su época de vejez. Como buenos herederos de los usos y costumbres españoles, los hijos nacen para ser usados, y no son más que peones en el ajedrez de los adultos.
Tendría unos 6 o 7 años de edad y mamá se enfermaba muy a menudo. Una vez me llamó y empezó a pedirme que le acercara cosas, que la tapara bien, pero todo lo que hacía, curiosamente, estaba mal. El acabóse fue un día que Petrita le llevó su bandeja de comida y mamá quiso que yo le diera de comer en la boca. Como se movía mucho, al menos así me parecía, todo se derramaba. “¡Ay, chingado! –Dijo mamá- ¡Tú, como enfermera, eres de la patada!”
Enojada por tantos días de “estarlo haciendo todo mal”, le grité: “¡No quiero ser enfermera! ¡No quiero estar con gente horrible como tú!”
En ese tiempo, papá nos compraba unos chocolates muy sabrosos con forma de ratón y mamá, honestamente, nunca pude distinguir si se estaba haciendo la enferma o estaba convaleciente de una operación, el caso es que pidió le fuera llevada la caja completa, ¡y se los acabó! No dejé de protestar: “¡Vieja golosa, nada más puros pretextos para hartarse!”
En realidad fui valida de la ocasión; le grité lo que sentía porque sabía que no se iba a levantar a golpearme. No lo podía hacer, o a la mejor, no le convenía… ¿qué determinó…? Sólo Dios sabe qué determinó que Irma no rechazara a una madre a todas luces rechazable. Sin saber, ellas me enseñaron lo que hubiera sido de mí en caso de ser más dócil. Allí perdí los últimos vestigios de arrepentimiento que cargaba respecto a mamá.
El día que conocí a Irma, tenía más o menos una semana de haber abierto el negocio. Ella decía que llegué el primer día que se puso, en eso jamás estuvimos de acuerdo, pero quedé seducida por la cercanía con mi casa y lo ricos que estaban los molletes con café americano que pedí. Al tomarme la orden, engolaba la voz y pronunciaba algunas veces la r como g: “¿Qué le voy a segvig? ¿Le ofgesco algo de tomag?”
Este es un vicio que tienen todos los meseros de postín. Ella de repente ofrecía en el menú, platillos de alta cocina, ese fue otro de sus éxitos conmigo.
Hace algunas semanas, encontré en una tienda de ropa a una ex empleada de la fonda. Lo primero que me dijo, fue que Irma le quedó a deber toda una semana de sueldo y, lo segundo, que vio cómo partía los cigarros en tres o cuatro pedacitos y se los iba cambiando a través de la jornada, después de traerlos metidos algunas horas en la boca.
¡Con razón le agarró tirria! ¡Era un ambiente tan tenso e irrespirable cuando Doña Aurora trabajó ahí! Esa mujer vio santo y seña de su romance con Carlos, pero, además, descubrió sin querer algo que Irma ocultaba con mucho celo: su adicción a mascar tabaco. La hinchazón de sus encías y el modo de hablar tan cosmopolita, se debían a su manera de consumir los pitillos.
Entre la saliva con nicotina, los prolongados ayunos y las lavativas de su mamá, lo más seguro es que mi ex amiga lo sea más porque ya está muerta, y no se ha dado cuenta, ¡y el pinche César, que es otro alcohólico, no le ha podido avisar! ¡Pobre de Don Arturbio, de veras! En un ataque de alucinosis, se enamoró de un cadáver.
Irma me desconcertaba mucho. A veces le hablaba de tú y a veces de usted, me pasó con ella como cuando era niña, que no sabía cómo tratar a la gente, a Irma la tuteaba o me distanciaba de acuerdo a como ella quisiera; de esto sí me di cuenta un día que, tuteándola, me sentí presionada por su actitud para hablarle de usted; una vez que lo hice, volvió a ser la misma amable de siempre. Me recuerda las actitudes de Ma. Alura. En una ocasión le pedí dinero prestado para pagar la renta de donde vivía y me dijo que sí, que contara con ella, pero después papá y Alejandro me dieron los billetes, acompañados de sendos insultos disfrazados de recomendaciones para que me administrara mejor. Desde luego, le reclamé y ella, con cara relajada, que no delataba ninguna emoción, solamente dijo: “Lo importante es que vas a resolver tu problema”. Creo que se quedó con ganas de que le aventara el dinero aunque le escupiera a la cara. Siempre se nutrió con lo que me vi precisada a dejar.
Hubo un tiempo en que Irma se divertía, o al menos así parecía, cuando yo les ponía apodos a los especímenes masculinos que tenía por clientes. Creo que fue otra de las cosas que me atraparon. ¡Iba cada ejemplar! ¡Lo más granado de los machos de la fauna humana se daban cita, justo ahí, en el restaurante! “El Robocop”, “Nuestro Buey”, “El Señor Vázquez” (me veía llegar, y ¡vas que chutas!) “El Yupi Mitomanías”, “El Militar de Carrera”, los más seriecitos eran Don Gonzalo y el profesor Santiago.
Don Gonzalo siempre llegaba antes que el profesor y apostaban que, el que llegara tarde, pagaba la cuenta. Un día, tomé unos versos del Juan Tenorio y los parodié para poner en labios de Irma una respuesta chusca. Don Gonzalo había ido tres veces a preguntar por el profesor, y ella no hallaba cómo decirle que no estuviera molestando, y en lugar de incitar al señor a que le hiciera consumo, se tragaba su malestar.

Me hacéis reír, Don Gonzalo,
pues venirme a preguntar
por el profe a estas deshoras,
es como ir a visitar
a la Virgen en el templo
cuando no hay Misa de Gallo.
Y voto a tal, si no os tomáis un café,
que a vuestra misma oficina,
charola en ristre y cuchara,
a cobrároslo he de ir.     

Creo que aquí en realidad descubrí su verdadero carácter; destapé a la mujer insidiosa y vengativa que se escondía detrás de esa actitud reservada y la voz apenas audible con que solía contestar cuando alguien se dirigía a ella.
Es muy sencillo ser triunfadora entre fracasados, ¡su majestad, la tuerta, en tierra de ciegos! ¿Acaso no fue esa estulta posibilidad el verdadero satisfactor que esa fonda me dio?
Cualquiera tiene muchos pretendientes si es la única mujer; pero, cuando todos los hombres que están ahí son borrachos, la mujer en cuestión tiene un serio problema, y más cuando lucha, a brazo partido, para seguir siendo la única. La ex amiga no quería a nadie con ella. No quiso a Gloria, la cocinera, porque no soportó que otra mujer pudiera guisar tanto o más sabroso; sintió celos, ¡de una joven con retraso mental! (Tuve oportunidad de platicar también con Lilí, otra ex trabajadora) Ante una anciana como la señora Angélica, ¡se sentía disminuida! No se diga ya de la señora Aurora, que, llevándole l5 años, era un torrente de vitalidad. Para Irma, en su mente, la mujer que sea, con la edad que tenga y como quiera que esté, es una rival.
Mamá consideraba rivales a las sirvientas, a una la corrió con lujo de prepotencia: la hincó en el suelo y después de cachetearla, le quitó sus pertenencias y el dinero que mi padre le había dado como indemnización y sueldos atrasados. La puso en un camión rumbo a su pueblo, un viaje de más de ocho horas, que la infeliz tuvo que hacer sin equipaje, sin dinero, y con hambre. Esto no lo hizo porque se haya acostado con mi hermano, ni porque le haya robado a ella ropa íntima, sino porque esa mujer se llamaba Juana, igual que la abuela.
Para mi hermana, también fui una rival. Estaba en preparatoria y uno de mis compañeros empezó a frecuentar la casa. De repente, Ma. Alura me sorprendió con una noticia: “Fíjate que dice Luis que le gustas, que se te ha declarado tres veces y que todo se lo tomas a la broma; que él pensaba ofrecerte con el tiempo matrimonio y un nombre para tu hijita.” Nada más le contesté: “Dile a Luis que muchas gracias, pero la niña ya está registrada.”
Al poco tiempo empezaron a salir. Después terminaron y se reconciliaron; dos o tres veces y en una de esas dejadas, Luis me invitó a tomar un café y acepté, pero al día siguiente o dos días, Ma. Alura me buscó camorra porque me había comido un guisado que, según esto, era para ella, cosa que nadie me hizo notar; ni Petrita, ni Cirenia, ni Alejandro, que estaban ahí presentes cuando me lo comí. En esa época mi hermana y yo nos prestábamos la ropa; también eso generó unos pleitos de campeonato.
¡Ma. Alura quería que Luis anduviera con las dos! ¡Qué más explicación! No tenía por qué ser su recadera, y por sentido común, ya no por dignidad, debió pedir la ayuda de todos para que lo corriéramos, a no ser que ya desde entonces persiguiera que la corrida fuera yo. Con Arturo pasó lo mismo. Si he sabido lo de Irma, no le hago caso.
Hasta por ahí del los 32 años, estuve reacia a tener una pareja, porque tenía la sensación de que mi hermana me la iba a quitar, ¡qué raro que no se me ocurriera que yo representaba la misma amenaza para ella! Papá me contó que a él mi tía Alicia se le insinuaba desde antes que se casara con mamá, ¡una dinámica igual!
Quise sustraerme de esas broncas; no quise compromisos y siempre procuré lo menos que pudiera durar con mis amantes y entre un galán y otro, lo más que me pudiera tardar. Igual que con mi familia; durar con ellos el menor tiempo posible y entre una visita y otra, lo más que me pudiera tardar. Ahora ya ni siquiera los visito y no tengo ganas de hacerlo: son historia, letra muerta, o más bien eso deberían ser. Para que ande haciendo transferencias a otra gente, es que no han de estar muy muertos que digamos, pero los voy a matar, tengo que.







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