miércoles, 1 de septiembre de 2010

Tabernícolas, huevosaurios, pedodáctilos y mamuts sin lana. I

“HOUDINI: EL TRUCO DE LA DESAPARICIÓN”


“¿Qué podría resultar más desconcertante que un hombre que dice a una mujer que desea un compromiso y luego desaparece?

“Al legendario Harry Houdini se le conocía como el Gran Escapista, el hombre a quien no se podía sujetar ni atar. El Houdini moderno, prácticamente invita a la mujer a que le ate. Luego, para evitar el compromiso a toda costa, se libera de los lazos emocionales con la misma habilidad con que Harry Houdini se liberaba de cuerdas y cadenas.”

Steven Carter y Julia Sokol.

I


Con lo que había pasado en la fiesta, no debí seguir adelante. Dentro de mí, Adriana discutía con Agriana para llegar a un acuerdo: ¿qué era lo correcto si lo volvíamos a ver? ¿Y si mejor nos íbamos a otra fonda y asunto arreglado? Entonces me detuve frente a la puerta de aluminio desvencijado que denotaba mejores tiempos de ayer, y a través del cristal, como en un aparador, ¡mi rey! ¡Mi muñeco! ¡Fallido príncipe azul! Ganó Agriana. Arturo estaba sentado en la última mesa del local. Ahora sé que era obvio que le gustaba ponerse hasta atrás, aunque fuera junto al baño, que cuando no olía a desodorante barato, salía el aroma del cajón gatuno.

Trece días antes, se celebró el convivio de fin de año que organizó Irma, y donde tuvo lugar el pleito que marcó la caída en picada de la relación. Estábamos reunidos algunos clientes que ella consideraba amistades, con familiares suyos, la podíamos haber pasado muy bien, desafortunadamente, a uno de los invitados, ya ebrio, le dió por querer ligarme, y no sirvieron de nada todas las formas en que le hice ostensible que no me interesaba conocerlo ni relacionarme con él. Arturo me reclamó. En su mente, yo andaba con ese señor y además, fui amante de Dámaso, otro cliente del changarro con quien a veces coincidía y me gustaba platicar. “Basta ver cómo se te queda mirando para darse cuenta de que anduviste con él, hay cosas que se palpan, verdad que sí te acostaste con él, no estás casada conmigo, eres libre de hacer lo que quieras, no es malo el sexo, háblame con la verdad, esto no está funcionando…” Tuvo la bondad de hablar en voz baja y no adoptar con el cuerpo alguna posición que delatara sus recriminaciones. Acorralada, llamé a Dámaso para que dijera si había tenido algo conmigo. No, no, no, no es necesario, Adriana- Hasta amable se volvió.

- Pues ahora te chingas, porque lo vas a escuchar!

- Oye, espérate, qué, ¿es él tu pareja?- Dámaso estaba Dámenso, y no era para menos.

- ¡Sí! –grité- o mejor dicho, ¡era! ¡Un hombre como él no debe ser nada de mí!

Un arrechucho de esta índole después de haber deleitado a la gente con la pastorela de mis muñecos de ventriloquía echó a perder mi presentación como artista ante todo ese público. Ahora, a más de un año de distancia, sé que los enfermos alcohólicos se sienten atraídos hacia personas con facultades histriónicas porque les tienen envidia.

El día que Arturo y yo nos conocimos, lo primero que hice fue recordarle su progenitora y ponerle un apodo. Llegué a comer, como hacía todas las tardes y ahí estaba, sentado en la mesa del rincón. Se le iluminó la cara, y yo me sentí bañada de luz. Agaché la mirada, así oculté mi expresión de gusto. Mientras iba al mostrador a ordenar mi comida, escuché la voz de Garlitros, Carlos p’a los cuates, pero como estaba saludando a Irma, nada más me dí cuenta de lo último que pude oír.

- No, sí tiene pelo: ahorita lo lleva recogido con la gorra. Pero lo tiene largo, y muy bonito.
Irma y yo no éramos muy afines; hacíamos un buen contraste: ella enteca, lacia y morena. Yo, rechoncha, güera y china. Parecíamos un dueto de Cri cri: “una es flaca y la otra gorda porque ya comió”. Las dos teníamos melena larga y pintada de rojo con henna, un tinte vegetal que ella compraba en las tiendas naturistas, y yo a granel en el Mercado de Sonora.

Ella fruncía los labios si yo habloteaba acerca de mi pelirrojez adquirida en Sanborns para pasar a ser de tianguis cuando el bolsillo transmitió al cerebro la orden de registrar un dolor de codo. Siempre censuró que fuera yo tan visceral. En realidad, no era una Irma, sino una Arma. Con ella nunca acerté. A ratos, pensaba que me hacía muecas, pero preferí la idea de que era su modo de sonreír. Lo hinchado de sus encías y lo arrugado de sus labios, que podrían ser carnosos, era algo que llamaba poderosamente la atención, porque era un foco rojo, era una señal de alarma que cualquier persona sana en mi lugar, podía ver: Irma es una enferma emocional, y además, bulímica. Esto lo supe después.

Regresé a la mesa a regañar a Carlos porque cómo se atrevía a dudar de que yo tuviera pelo. Soltó la carcajada. Vestido de mezclilla, tenía exactamente el rostro de Nuestro Señor Jesucristo, si hubiera llegado a viejo. Era malicioso como buen poeta y nos regaló a todos un folleto editado con sus recursos. Desde que me lo dedicó, supe que para él yo era una niña color café. Nunca entendí qué quiso decir.

- ¡Haz el favor de no reírte de mí!

- ¿Traes tu corsé?

- Sí, ya me voy a trabajar. Todavía no me acostumbro. Me siento como robot.

- Pero estás exuberante.

- ¡Oh, carambas!

Arturo se nos quedaba mirando. Con su corte de pelo casi militar, la camisa blanca de manga larga y el chaleco abierto, parecía oficinista. Era delgado y de facciones finas.

- Es que tengo que fajarme para ir a trabajar. Por protegerme la espalda. Me dolía mucho y estuve todo un mes sin salir. Ya me estoy reponiendo, pero ahora, tendrá que ser siempre así.

- ¿En qué trabajas?

- Soy artista callejera. Me subo a dar mi show a los camiones.

- ¿Y por eso tanto aspaviento? A mí también me duele la espalda, y no ando con esas visiones. Mejor dí que quieres hacerte flaca. El comentario de Arturo me tomó desprevenida. La impresión bonita de hacía un momento, comenzaba a resquebrajarse.

- Pues, realmente ya no buscaba eso, aunque la doctora que me recetó la faja me advirtió que voy a adelgazar. Tengo que ir cada mes con un quiropráctico. Dices que te duele la espalda, si quieres, te doy la dirección para que vayas a verlo.

- Yo no creo en esa gente, luego nada más te sacan el dinero y ahí te tienen.

Hasta aquí, no había tenido oportunidad de ver que él era un enfermo alcohólico, pero sí estaba enseñando sus problemas emocionales. Adriana pudo observarlo, pero Agriana ya comenzaba a hacer de las suyas.

- Este a donde voy, sí me está ayudando, a la mejor te sirve.

- No lo creo. Lo más sensato, sería que revisaras tu cama, ¿desde cuándo no la cambias?

- Bueno, sí tengo pensado comprar un colchón, pero más adelante.

- Deberías tomarlo en serio, es la espalda, el eje de tu cuerpo, ¡no seas irresponsable!

- Mire señor: ¡yo no tengo por qué soportar sus estupideces!

- ¿Qué no nos hablábamos de tú?

- ¡Pues anda, ve y chinga a tu madre! Se le volvió a iluminar la cara. ¡En verdad le encantaban los latigazos!

Carlos, que había hecho las veces de cupido, intervino en tono conciliador. Ahí estaba, frente a un sujeto que me había gustado, cuyo nombre aún no sabía, y ya le había mentado la madre.

- Bueno, bueno, ya, si quieres, dame la dirección.

- Mira, -revisé mi cangurera- aquí traigo su propaganda.

- Pero dedícamelo.

¿Cómo te llamas?

- José Arturo Padilla Pérez.- Carlos leyó lo que escribí. Volvió a atacarse de risa.

- Pose Arturbio Ladilla Jerez… ¡ja, ja, ja! ¡Me huele a romance!

- Ay, de niño me decían “ladilla” - Balbuceó Arturo, completamente arrobado.

A la semana, volví a conversar con él. Irma ya me había comentado que a raíz de que me conoció, iba todos los días a desayunar y a comer. “No pregunta por ti ni dice nada, pero es obvio que te espera.”

Arturo hervía de gusto al verme entrar. Antes de sentarse conmigo, se puso bocabajo en el piso, como haciendo lagartijas o una genuflexión exagerada, y volteó a verme las piernas; llevaba una falda recta, larga y abierta por los lados, me ruboricé y casi quería fundirme en la pared del negocio.

En esos días nos habíamos estado viendo de pasada porque llegaba cuando él ya se iba. No dejaba de decirme que le gustaba y como nada más encontraba comentarios jocosos en respuesta, me cuestionó.

-Adriana, esos dolores de espalda que tienes, son porque no están cubiertas todas las áreas de tu vida, ¿tienes pareja?

Reí. Adriana tuvo el impulso de decir que sí, mentir para zafarse, pero Agriana se impuso. Le dijo que no.

-¿Ya ves? Tu espalda te dice que necesitas ser acariciada.

No cabe duda que las cosas siempre se toman como de quien vienen. Aquello era un truco barato, otra de sus formas de ganarse un latigazo, pero como venía de un hombre que me gustaba, se lo perdoné. Adriana intentó defenderse.

-Oye, Arturo, ¿de veras quieres andar conmigo?

-Sí.

-¿Y te interesaría yo igual si no me doliera la espalda?

-Sí.

¡Con qué poco me había convencido! Pero aún tenía resquemor. Irma y yo platicamos de nuevo.

-Mira, a mí me atrae, pero somos del mismo modo: “todo tiene que ser como digo yo”, vamos a chocar.

-Ay, no importa, no es nada que no puedan arreglar, él se toma sus copas, pero es un hombre agradable. Piénsalo, y si te gusta, ¿por qué no?

A los tres días, Arturo y yo nos besamos por primera vez, allí, en el restaurante. Pensé que celebraríamos comiendo o que haríamos algún plan para pasar la tarde, pero el señor se limitó a avisar que se iba a quedar dormido, y cayó de bruces sobre la mesa. Parecía en sus cinco, ¡pero traía un cirindango de quién sabe cuánto tiempo! Encubrí con humor el malestar y cedí al impulso de hacerle una diablura:

“Cuando el galán despierte, díganle que no me han visto.”

¿Quién de los dos había recibido el beso tanático, la condecoración máxima a que puede aspirar cualquier jugador de cantina? Arturo bebió sus cervezas, y yo estaba lista para empezar a beber mi llanto, ¿quién era el más borracho de los dos? No contesté la pregunta, y estaba en presencia de un severísimo grupo de sinodales: los Honorables Miembros de la Veneranda Orden de la Cruda Alegre: Garlitros Salva Mendaces, Golfno Glacial Terqueda, extrañamente, faltaban Pésar Disgusto Cordebrio y Dámenso Naftaly; pero a ellos se les esperaba, se sabía que los refuerzos llegarían de un momento a otro; había una baja en el ejército: el Escuadrón de la Muerte se desarrollaba como un bebé robusto, bajo el cuidado de tres insulsas valkirias: Arma Ramera, Roña Yoblanda, y Agriana Falaz.

Me fui a trabajar, pero la tarde siguiente, con el acto de presencia, perdí mi último chance de quedar emocionalmente ilesa. Lo comprendí cuando vi a Irma desempeñándose de manera impecable en su papel de ayudante de briagos.

-Ay, Adriana, hoy en la mañana estuvo Arturo y preguntó por ti; ayer que despertó como a los quince minutos de que te fuiste, le dijimos todos que nadie te habíamos visto, pero hoy en la mañana, no sé qué sentí, me preguntó si Carlos y Delfino lo estuvieron cabuleando, se veía tan triste y desvalido, ¡ay! ¡Se me hizo un nudo aquí! –se señaló entre el pecho y el estómago- y le dije que “sí, Arturo, Adriana sí estuvo aquí contigo y sí se besaron”.- Nada más vi rojo, y me imaginé abofeteándola.

Entre Navidad y Año Nuevo, intentaba burlarme de los osos, panchos, y demás ridículos que llevaba, ¡lejos estaba de saber lo que llegaría después!

-¡Y pensar que todo empezó con una mentada de madre! ¿Para qué se la rayaría yo?

-Eso te pasa por majadera.

-¡Pinche César ¡ ¡ja, ja, ja! ¡Ese, ya no regresa! Y si vuelve, una de dos, ¡o me pone jeta y ni el saludo me dirige, o viene aquí acompañado de otra mujer! ¡Cincuenta pesos a que estoy en lo cierto!

-¡Va! -dijo Carlos- ¡Cincuenta a que no!

-¡Oh, que sí!

-Mira, si pierdes, -intervino César- nos vas a tener que dar cincuenta pesos a cada uno. Somos tres.

-Bueno, iré pensando qué me voy a comprar con los ciento cincuenta pesos que voy a ganar.

Creo que Arturbio nada más regresó para hacerme perder la apuesta. ¿Y si esos desgraciados le dijeron que viniera para conservar ellos su lana? Eran capaces, con tal de joder; pero él estaba ahí, en su mesa favorita, mirando la televisión, y cuando volteó por el ruido que hice al abrir la puerta para entrar, a mi corazón le salieron patitas, y así, como si fuera una criatura o un perritín, se fue corriendo a donde estaba el extrañado y ya no lo pude alcanzar. Del mismo modo, abandonó mi cartera un billete de cincuenta pesos. Podían haber sido tres, pero Irma habló conmigo.

-Mira, Carlos y yo decidimos que entre amigos no se valen las apuestas, pero César sí quiere que le pagues. MMMmmm! Me dieron ganas de contestarle que le dijera a César que “vaya a cobrarme a mi casa”, pero pensé, “No, para qué, total, ahí está el dinero y ya”. Era ella la que estaba cobrando lo suyo y se escudaba en su amante, porque no me perdonó. Carlos y César, al fin hombres, mostraron mejor sentido de la justicia, sabían muy bien qué estiércol tenían oculta: Arturo no necesitaba llevar a otra; ya estaba ahí.

Pose Arturbio y yo seguimos encontrándonos en ese lugar. Cuando no era él, entonces me mostraba cortante al grado de decirles a los amigos las mil formas en que planeaba escabullirme de la relación; lo cierto era que estaba cada vez más asustada y no sabía contestarme a mí misma por qué. Dámaso fue el único que me dejó hablar, pero lo hizo nada más para cobrarse el haber sido mi salvador.

-Eres miedosa y egoísta, no te estás atreviendo a cosechar.

-¡Pero si no he sembrado nada!

-Entonces, dilo con valor, porque te estás llevando entre las patas a una persona que quiere entrar a tu vida y no es justo. El problema con las mujeres que han estado mucho tiempo solas, es que, cuando alguien las quiere, no lo creen.

Esto último, volteó a decírselo a Irma. Lo injusto, ¡era el rollo que me tiraba! ¡La que estaba recibiendo el daño era yo, y no tenía manera de demostrarlo! Me estrellaba contra una pared como buscara entender por qué a Irma le molestaba verme llegar con Arturo si ya tenía a César; por qué, ni ella ni su madre volvieron a tratarme de ningún modo que se pudiera llamar educado, desde que el muñeco feo y yo nos besamos; por qué no podía convencerlo a él de que mejor nos viéramos en otro lado. El idilio se estaba despedazando, y no tenía la certeza de haber hecho algo real por destruirlo. Arturo me hizo el favor de encender la mecha que necesitaba para estallar. Saludaba a todos con actitudes prepotentes, y si yo corría a abrazarlo, malo; si permanecía sentada y lo saludaba de lejos, malo; si me hacía la desentendida, muy mal hecho; si estaba relajada y departiendo con los demás, peor tantito.

Una noche, estábamos en casa y dijo que tenía hambre. Salimos a buscar algo de comer; al pasar por la fonducha, vimos que se filtraba luz por la parte superior de las cortinas, que ya estaban bajadas. En una taquería, ordenamos más comida para llevar de la que teníamos pensada y de regreso, pasamos con Irma y César. Compartimos lo que llevábamos con lo que tenían. A la tercera cuba, el rey golpeó con el cetro.

-Arturo, ¿qué tienes? ¿Por qué me miras así? Desde hace días que estás raro, como si no te gustara nada de mí. Una de dos: o estás enojado conmigo, o eres muy frío.

-¡Soy muy frío! ¡No quiero que me ames! ¡No quiero que te enamores, ni que esperes nada de mí!

-¿Para decirme eso me sacaste de mi casa a estas deshoras?

- No puedo darte nada ni me puedo comprometer…Ya no siguió. La cuba que iba a tomarme, había ido a dar a su cara.

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